Sobre una terraza
a más de una cuadra
de distancia, la mujer
tiende la ropa,
muñequito raro,
sin detalles,
claramente individualizado
sin embargo
en el paisaje gris
del día nublado
por su remera o pulóver
de color rojo.
El dedo gigantesco
de la altísima antena
clavada dos o tres
cuadras más allá
parece señalarla:
no el dedo de Dios
sino un dedo
puramente tecnológico,
frío, de metal.
Si la viera Fritz Leiber
borraría detalles
(sábanas y ropa),
elevaría la altura de la terraza,
la ubicaría en el centro
de San Francisco,
sobre una colina rara,
y haría que la mujer
estuviera bailando
una danza extraña
y primitiva en medio
de las calles de la gran ciudad.
Salve, maestro.
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