PRIMERA PARTE (Pags.31 a 52)
I
Jed ya no se acordaba cuándo había empezado
a dibujar. Indudablemente, todos los niños dibujan más o menos, él no conocía
niños, no estaba seguro. Su única certeza ahora era que había empezado a
dibujar flores con lápices de colores en cuadernos de pequeño formato.
Los miércoles por la tarde, y algunos domingos, había
vivido momentos de éxtasis, solo en el jardín soleado, mientras la niñera
telefoneaba a su novio del momento. Vanessa tenía dieciocho años, estaba en
primer año de Económicas en la Universidad de Saint-Denis/Villetaneuse, y
durante largo tiempo fue la única testigo de sus primeros ensayos artísticos. A
ella sus dibujos le parecían bonitos, se lo decía y era sincera, pero algunas
veces le lanzaba miradas perplejas. Los niños dibujan monstruos sanguinarios,
insignias nazis y aviones (o, los más adelantados, vulvas y penes), rara vez
flores.
Jed ignoraba entonces, al igual
que Vanessa, que las flores son sólo órganos sexuales, vaginas abigarradas que
adornan la superficie del mundo, entregadas a la lubricidad de los insectos.
Los insectos y los hombres, y también otros animales, parecen perseguir un
objetivo, sus desplazamientos son rápidos y orientados, mientras que las flores
permanecen fijas y deslumbrantes en la luz. La belleza de las flores es triste
porque son frágiles y están destinadas a morir, como todas las cosas que hay en
la tierra, por supuesto, pero las flores muy especialmente, y su cadáver, como
el de los animales, no es sino una grotesca parodia de su ser vital, y su
cadáver, como el de los animales, hiede; todo esto uno lo comprende bien cuando
ya ha vivido el paso de las estaciones y la podredumbre de las flores, y Jed lo
había comprendido a la edad de cinco años y quizá antes, porque había muchas
flores en el parque que rodeaba la casa de Raincy, y también muchos árboles, y
sus ramas agitadas por el viento eran tal vez una de las primeras cosas que
había visto cuando lo paseaba en su cochecito una mujer adulta (¿su madre?),
aparte de las nubes y el cielo. La voluntad de vivir de los animales se manifiesta
mediante transformaciones rápidas —una humectación del orificio, una rigidez
del tallo y más tarde la emisión de líquido seminal—, pero esto sólo lo
descubriría más adelante, en un balcón de Port-Grimaud, gracias a Marthe
Taillefer. La voluntad de vivir de las flores se manifiesta mediante la
formación de manchas de color deslumbrantes que rompen la banalidad verdosa del
paisaje natural, al igual que la trivialidad en general transparente del
paisaje urbano, al menos en los municipios floridos.
El padre de
Jed volvía por la noche, se llamaba «Jean-Pierre», sus amigos le llamaban así.
Jed, en cambio, le llamaba «papá». Era un buen padre, sus amigos y subordinados
consideraban que lo era; hace falta mucho valor siendo viudo para criar solo a
un hijo. Jean-Pierre había sido un buen padre los primeros años, ahora lo era
un poco menos, pagaba más horas a la niñera, cenaba frecuentemente fuera (muy a
menudo con clientes, a veces con subordinados, cada vez más esporádicamente con
amigos porque el tiempo de la amistad empezaba a declinar para él, lo cierto
era que ya no creía que se pudiese tener amigos, que esta relación de amistad
pudiera tener verdadera importancia en la vida de un hombre o modificar su
destino), regresaba tarde y no intentaba siquiera acostarse con la niñera, lo
que sin embargo intentan la mayoría de los hombres; escuchaba el relato de la
jornada, sonreía a su hijo, pagaba la tarifa que le pedían. Era el cabeza de
una familia descompuesta y no tenía pensado recomponerla. Ganaba mucho dinero:
director general de una empresa de construcción, se había especializado en
construir balnearios llave en mano; tenía clientes en Portugal, las Maldivas,
Santo Domingo.
De aquel período Jed había conservado sus cuadernos,
que contenían la totalidad de sus dibujos de la época, y todo esto moría
lentamente, sin prisa (el papel no era de muy buena calidad, los lápices
tampoco), aún podía durar dos o tres siglos, las cosas y los seres tienen una
duración vital.
Una pintura a la aguada que probablemente se remontaba
a los primeros años de la adolescencia de Jed se titulaba: El heno en
Alemania (lo cual era bastante misterioso, porque Jed no conocía Alemania
y, a mayor abundamiento, nunca había participado en la siega del «heno»). Unas
montañas nevadas, aunque la iluminación recuerda con toda claridad el pleno
verano, cerraban la escena; trataba con vivos colores lisos a los campesinos
que cargaban el heno con sus bieldos, a los burros uncidos a sus carros; era
tan hermoso como un Cézanne o cualquier otro pintor. La cuestión de la belleza
es secundaria en la pintura, a los grandes pintores del pasado se los
consideraba tales cuando habían desarrollado una visión del mundo a la vez
coherente e innovadora, lo cual significa que pintaban siempre de la misma
manera, que utilizaban siempre el mismo método, los mismos procedimientos para
transformar los objetos del mundo en objetos pictóricos, y que esta manera que
les era propia no había sido empleada nunca antes. Se los apreciaba aún más
como pintores cuando su visión del mundo parecía exhaustiva, parecía aplicable
a todos los objetos y todas las situaciones existentes o imaginables. Esta
visión de la pintura era la clásica y fue en la que Jed tuvo ocasión de
iniciarse durante sus estudios secundarios, y que se basaba en el concepto de
figuración , concepto al que Jed, bastante extrañamente, volvería durante
algunos años de su carrera y al que, aún más extrañamente, debía a fin de
cuentas la fortuna y la gloria.
Consagró su vida (al menos su vida
profesional, que bastante pronto se confundiría con el conjunto de su vida) al
arte, a la producción de representaciones del mundo en las cuales la gente, sin
embargo, no debería vivir en absoluto. Por ello podía producir representaciones
críticas, críticas en cierta medida, porque el movimiento general del arte, así
como de toda la sociedad, se inclinaba en los años de juventud de Jed hacia una
aceptación del mundo, a veces entusiasta, más a menudo matizada de ironía. Su
padre no tenía esta libertad de elección, tenía que producir configuraciones
habitables de una forma absolutamente nada irónica, en las que la gente estaba
destinada a vivir y debía tener la posibilidad de disfrutarlo, como mínimo
durante sus vacaciones. Él era el responsable en caso de deficiencias graves de
la máquina habitable, si un ascensor se desplomaba, por ejemplo, o si se
atascaban los inodoros. No era responsable si invadía la residencia una
población brutal, violenta, no controlada por la policía y las autoridades
establecidas; su responsabilidad quedaba atenuada en caso de seísmo.
El padre de su padre había sido fotógrafo;
sus propios orígenes se perdían en una especie de charco sociológico poco
apetitoso, estancado desde tiempos inmemoriales, esencialmente compuesto de
obreros agrícolas y campesinos pobres. ¿Qué habría llevado a aquel hombre
salido de un medio miserable a enfrentarse con las técnicas incipientes de la
fotografía? Jed no tenía la menor idea y su padre tampoco, pero había sido el
primero de una larga estirpe en huir de la pura y simple reproducción de lo
mismo. Se había ganado la vida fotografiando mayormente bodas, a veces
comuniones o fiestas de fin de curso escolar en un pueblo. Viviendo en aquel
departamento desde siempre abandonado, marginado, que es la Creuse, casi no
había tenido oportunidad de fotografiar inauguraciones de edificios ni visitas
de políticos de envergadura nacional. Era un artesano mediocre, poco lucrativo,
y el acceso de su hijo a la profesión de arquitecto constituía ya una seria
promoción social, incluso sin contar sus posteriores éxitos de empresario.
En la época en que ingresó en Bellas Artes de París,
Jed había dejado el dibujo por la fotografía. Dos años antes había descubierto
en el desván de su abuelo una cámara fotográfica Linhof Master Technika Classic,
que él ya no utilizaba cuando se jubiló, pero que funcionaba perfectamente. Le
había fascinado aquel objeto prehistórico, pesado, extraño, pero de una calidad
de fabricación excepcional. Un poco a tientas había aprendido a dominar el
descentrado, la basculación, la ley de Scheimpflug antes de lanzarse a lo que
habría de ocupar la cuasi totalidad de sus estudios artísticos: la fotografía
de los objetos manufacturados del mundo. Trabajaba en su habitación, por lo
general con una iluminación natural. Las carpetas colgantes, las pistolas, las
agendas, los cartuchos de impresora, los tenedores: nada escapaba a su ambición
enciclopédica, consistente en confeccionar un catálogo exhaustivo de los
objetos fabricados por el hombre en la era industrial.
Aunque este proyecto, debido a su carácter a la vez
grandioso y maniático, valga decir un poco demente, le valió el respeto de sus
profesores, no le permitió en modo alguno unirse a uno de los grupos que se
formaban a su alrededor, impulsados por una ambición estética común o, más
prosaicamente, por un intento colectivo de entrar en el mercado del arte. Hizo,
no obstante, amistades, aunque no muy intensas, sin darse cuenta de hasta qué
punto serían efímeras. Entabló también algunas relaciones amorosas, ninguna de
las cuales se prolongaría tampoco. Al día siguiente de obtener su título, se
percató de que en adelante iba a estar bastante solo. Su trabajo de los últimos
seis años había producido un poco más de once mil fotos. Almacenadas en formato
TIFF, con una copia JPEG de resolución más baja, cabían de sobra en un disco
duro de 640 Gb, de marca Western Digital, que pesaba un poco más de 200 gramos.
Ordenó cuidadosamente su cámara y sus objetivos (poseía un Rodenstock
Apo-Sironar de 105 mm, que abría a 5.6, y un Fujinon de 180 mm, que abría
asimismo a 5.6) y luego examinó el resto de sus pertenencias. Estaba su
ordenador portátil, su iPod, alguna ropa, algunos libros: no era mucho, en
realidad, cabría holgadamente en dos maletas. Se iría a París. No había sido
infeliz en aquella habitación, ni tampoco muy feliz. Su alquiler expiraba al
cabo de una semana. Dudó en salir a dar una última vuelta por el barrio, por
las orillas de la dársena del Arsenal, y después llamó a su padre para que le
ayudara en la mudanza.
Su convivencia en la casa de Raincy, por primera vez al
cabo de tanto tiempo, en realidad por vez primera desde la infancia de Jed,
aparte de ciertos períodos de vacaciones encolares, fue de inmediato tan fácil
como vacía. Su padre todavía trabajaba mucho, distaba mucho de haber soltado
las riendas de su empresa de entonces, raramente volvía antes de las nueve e
incluso de las diez de la noche; se arrellanaba delante de la televisión
mientras Jed recalentaba uno de los platos cocinados que había comprado semanas
antes, llenando el maletero del Mercedes, en el Carrefour de Aulnay-sous-Bois;
intentaba variar, aproximarse a cierto equilibrio alimentario, también había
comprado queso y frutas. De todos modos, su padre prestaba poca atención a su
comida; zapeaba indolentemente y solía acabar viendo alguno de los tediosos
debates económicos de la LCI. Se acostaba casi inmediatamente después de la
cena; por la mañana se había ido incluso antes de que Jed se levantara. Los
días eran hermosos y uniformemente calurosos. Jed se paseaba entre los árboles
del parque, se sentaba debajo de un tilo grande con un libro de filosofía en la
mano que no solía abrir. Le asaltaban recuerdos de infancia, poco numerosos;
luego volvía a casa para ver las retransmisiones del Tour de Francia. Le
gustaban aquellos aburridos planos largos, desde un helicóptero, que seguían el
avance perezoso del pelotón por la campiña francesa.
Anne, la madre de Jed, procedía de una familia de la
pequeña burguesía judía; su padre era un joyero de barrio. A los veinticinco
años se había casado con Jean-Pierre Martin, a la sazón un joven arquitecto.
Fue un matrimonio por amor, y unos años más tarde ella había engendrado un
hijo, bautizado Jed en recuerdo de su tío, al que Anne había querido mucho. Después,
unos días antes del séptimo cumpleaños de su hijo, se había suicidado; Jed no
lo supo hasta muchos años más tarde, por una indiscreción de su abuela paterna.
Anne tenía por entonces cuarenta años y su marido cuarenta y siete.
Jed apenas conservaba recuerdos de su madre, y su
suicidio no era un tema que pudiese abordar durante su estancia en la casa de
Raincy, sabía que debía esperar a que su padre hablase del asunto, aun a
sabiendas de que nunca ocurriría, de que evitaría la cuestión hasta el final,
como todos los demás.
Sin embargo, había que aclarar un punto y fue el padre
quien se encargó de hacerlo un domingo por la tarde, cuando acababan de seguir
juntos una etapa breve —la contrarreloj de Burdeos— que no había aportado
cambios decisivos en la clasificación general. Estaban en la biblioteca, de
lejos la habitación más bonita de la casa, con el suelo recubierto de un parqué
de roble, que las vidrieras de la ventana dejaban en una ligera penumbra, y
amueblada con cuero inglés; los anaqueles que la rodeaban contenían casi seis
mil volúmenes, sobre todo tratados científicos publicados en el siglo XIX.
Jean-Pierre Martin había comprado la casa hacía cuarenta años, por un precio
muy bueno, a un propietario que tenía una urgente necesidad de liquidez, el
barrio era seguro en aquel tiempo, era una zona elegante de chalés y contaba
con llevar una vida familiar dichosa, la casa en todo caso habría permitido
albergar a una familia numerosa y recibir a amigos con frecuencia, pero nada de
esto llegó a suceder.
En el momento en que la imagen captaba el rostro
sonriente y previsible de Michel Drucker, el padre cortó el sonido y se volvió
hacia su hijo.
—¿Tienes pensado seguir una carrera artística? —le
preguntó. Jed asintió—. ¿Y, por ahora, no puedes ganarte la vida?
Jed matizó la respuesta. Para su propia sorpresa, dos
agencias fotográficas le habían contactado el año anterior. La primera,
especializada en fotografías de objetos, tenía clientes como el catálogo de
CAMIF o La Redoute, y a veces también revendía sus negativos a agencias
publicitarias. La segunda se dedicaba a las fotos culinarias; revistas como
Notre Temps o Femme Actuelle solicitaban regularmente sus servicios. Poco
prestigiosos, eran asimismo ámbitos poco lucrativos: sacar una fotografía de
una bicicleta todoterreno, o de un gratinado de patatas con queso de Saboya,
era mucho menos rentable que una foto equivalente de Kate Moss o incluso de
George Clooney, pero la demanda era constante, sostenida, y garantizaba
ingresos decentes; Jed, por tanto, si se tomaba la molestia, no carecía
totalmente de recursos, y consideraba por lo demás deseable mantener cierta
práctica de fotógrafo, limitada a la fotografía pura. Se conformaba con
entregar plan-films, perfectamente definidos y expuestos, que la agencia
escaneaba y modificaba a su gusto; prefería abstenerse del retocado de
imágenes, probablemente sometido a diferentes imperativos comerciales o
publicitarios, y limitarse a entregar negativos técnicamente perfectos, pero
neutros.
—Estoy contento de que seas autónomo —respondió su
padre—. En mi vida he conocido a varios individuos que querían ser artistas y a
los que les mantenían sus padres; ninguno consiguió triunfar. Es curioso,
podría creerse que la necesidad de expresarse, de dejar huella en el mundo, es
una fuerza poderosa; y, sin embargo, por lo general, no basta. Lo que mejor
funciona, lo que empuja a la gente con la mayor violencia a superarse sigue
siendo la pura y simple necesidad de dinero.
»Voy a ayudarte a comprar un departamento en París
—continuó—. Necesitarás conocer gente,
establecer contactos. Y además cabe decir que es una inversión, el mercado está
bastante mal ahora.
En la pantalla del televisor aparecía en aquel momento
un cómico que a Jed le resultaba muy familiar. Hubo un gran primer plano de
Michel Drucker beatífico, exultante. Jed se dijo de pronto que su padre quizá
simplemente tenía ganas de estar solo; el contacto entre ellos nunca se había
restablecido realmente.
Dos semanas después compró el departamento que ocupaba
todavía en el boulevard de L'Hópital, al norte del distrito XIII. La mayoría de
las calles del vecindario estaban dedicadas a pintores —Rubens, Watteau,
Veronese, Philippe de Champaigne—, lo que en rigor se podía considerar un presagio.
Más prosaicamente, no estaba lejos de las nuevas galerías que habían abierto
alrededor del barrio de la Tres Grand Bibliothéque. En realidad no había
negociado, pero de todos modos se había informado sobre el contexto, los
precios se derrumbaban en toda Francia, sobre todo en los espacios urbanos, y
sin embargo las viviendas permanecían vacías, no encontraban comprador.
II
La memoria de Jed no guardaba casi ninguna imagen de su
madre, pero, por supuesto, había visto fotos. Era una mujer bonita, de tez
pálida y largo pelo negro, en algunas se podía decir que era francamente
hermosa; se parecía un poco al retrato de Agathe von Astighwelt que se conserva
en el museo de Dijon. Rara vez sonreía en las imágenes, e incluso en su sonrisa
parecía subsistir todavía una angustia. Claro está que sin duda influía la idea
de su suicidio, pero incluso tratando de hacer abstracción de este suceso había
en ella algo un poco irreal, o en todo caso intemporal; era fácil imaginarla en
un cuadro de la Edad Media o del Renacimiento primitivo; parecía, por el
contrario, inverosímil que hubiera podido ser adolescente en la década de 1960,
que hubiese podido poseer un transistor o ir a conciertos de rock.
Durante los primeros años posteriores a su muerte, el
padre de Jed había intentado seguir el trabajo escolar de su hijo, había
programado actividades para el fin de semana, en el McDonald's o en el museo.
Luego, casi de una forma inevitable, los servicios de su empresa habían cobrado
amplitud; su primer contrato en el ámbito de los centros balnearios llave en
mano tuvo un éxito clamoroso. No solamente se habían respetado los plazos y los
presupuestos iniciales —lo que era ya de por sí relativamente insólito—, sino
que la realización había obtenido un aplauso unánime por su equilibrio y su
respeto del medio ambiente; había habido artículos ditirámbicos tanto en la
prensa regional como en las revistas de arquitectura nacionales, y hasta una
página entera en el cuadernillo «Estilos» de Liberation . Escribieron que en
Port-Ambarés había sabido aproximarse a «la esencia del habitat mediterráneo».
En opinión del padre, se había limitado a alinear cubos de tamaño variable, de
un blanco mate uniforme, directamente calcados de las construcciones
tradicionales marroquíes, y a separarlos por medio de macizos de adelfas. Lo
cierto es que, tras este primer éxito, le llovieron los encargos y había tenido
que desplazarse cada vez más al extranjero. Cuando Jed empezó la secundaria,
decidió enviarlo a un internado.
Optó por el colegio de Rumilly, en Oise, regido por
jesuitas. Era una institución privada, pero no de las reservadas a la élite;
por lo demás, los gastos de escolaridad eran razonables, la enseñanza no era
bilingüe, las instalaciones deportivas no eran nada extraordinario. Los padres
que elegían el colegio de Rumilly para sus hijos no eran riquísimos, sino más
bien conservadores de la antigua burguesía (muchos eran militares o
diplomáticos), pero tampoco católicos integristas: la mayoría de las veces
habían enviado al hijo al internado a consecuencia de un divorcio que se volvía
conflictivo.
Austeros y bastante feos, los edificios ofrecían un
confort aceptable: las habitaciones eran dobles para los menores, y los alumnos
pasaban a tener una habitación individual cuando empezaban el tercer año. El
punto fuerte del centro, la baza más importante de su oferta, era el apoyo
pedagógico que prestaba a cada alumno, y el porcentaje de éxito en
bachillerato, en efecto, se había mantenido siempre, desde la fundación del
colegio, por encima del noventa y cinco por ciento.
Jed pasaría entre sus muros, y dando
largos paseos bajo la cubierta sumamente sombría de las alamedas de abetos del
parque, los años tristes, dedicados al estudio, de su adolescencia. No se
quejaba de su suerte porque no se imaginaba otra distinta. Entre los alumnos
estallaban a veces peleas violentas, las relaciones de humillación eran crueles
y virulentas, y Jed, delicado y endeble, no habría estado en condiciones de
defenderse, pero corrió el rumor de que era huérfano y, lo que es más, huérfano
de madre, y este sufrimiento que no conocían intimidaba a sus condiscípulos;
era como si le rodease un halo de respeto temeroso. No tenía ningún amigo
íntimo y no buscaba la amistad ajena. En cambio, pasaba tardes enteras en la
biblioteca, y a los dieciocho años, terminado el bachillerato, poseía un vasto
conocimiento, inusual en los jóvenes de su generación, del patrimonio literario
de la humanidad. Había leído a Platón, Esquilo y Sófocles; había leído a
Racine, Moliere y Hugo; conocía a Balzac, Dickens, Flaubert, a los románticos
alemanes y a los novelistas rusos. Más sorprendente aún, estaba familiarizado
con los principales dogmas de la fe católica, cuya huella en la cultura
occidental había sido tan profunda, mientras que sus contemporáneos, por lo
general, sabían sobre la vida de Jesús un poco menos que sobre la de Spiderman.
Esta impresión de una gravedad un poco anticuada habría
de predisponer en su favor a los docentes que tuvieron que examinar su carpeta
de admisión en Bellas Artes; era evidente que tenían delante a un candidato
original, cultivado, serio, probablemente industrioso. La propia carpeta,
titulada «Trescientas fotos de herramientas», atestiguaba una asombrosa madurez
estética. Para no realzar el brillo de los metales y el carácter amenazador de
las formas, Jed había utilizado una iluminación neutra, poco contrastada, y
fotografiado los objetos de ferretería sobre un fondo de terciopelo gris medio.
Presentaba así tuercas, pernos y llaves inglesas como si fuesen joyas de un
resplandor discreto.
En cambio, le había costado mucho (dificultad que lo
acompañaría durante toda su vida) redactar la nota de presentación de sus
fotos. Tras diversas tentativas de justificar su tema, se refugió en la pura
exposición factual y se contentó con recalcar que las piezas de ferretería más
rudimentarias, realizadas en acero, poseían ya una precisión de fabricación del
1/10 de milímetro. Más cercanas a la mecánica de precisión propiamente dicha,
las piezas que componían los aparatos fotográficos de calidad, o los motores de
Fórmula 1, se fabricaban normalmente con aluminio o una aleación ligera, y al
1/100 de milímetro. Por último, la mecánica de alta precisión, empleada por
ejemplo en la relojería o la cirugía dental, se servía del titanio; la
tolerancia de las cotas era entonces del orden de una micra. En suma, concluía
Jed de un modo abrupto y aproximativo, la historia de la humanidad podía en
gran medida confundirse con la historia del dominio de los metales: la era aún
reciente de los polímeros y los plásticos no había tenido tiempo, según él, de
producir una auténtica transformación mental.
Historiadores del arte, más versados en el manejo del
lenguaje, señalaron más tarde que esta primera realización real de Jed
representaba ya, al igual, en cierto sentido, que sus obras posteriores, y a
pesar de la variedad de sus soportes, un homenaje al trabajo humano .
De este modo, Jed emprendió una carrera artística sin
más proyecto —cuyo carácter ilusorio casi nunca captaba— que el de hacer una
descripción objetiva del mundo. No obstante su cultura clásica —contrariamente
a lo que a menudo se escribió al respecto—, no le embargaba en absoluto un
respeto religioso por los maestros antiguos; a partir de esta época prefería
con mucho a Mondrian y a Klee que a Rembrandt y Velázquez.
En los primeros meses que siguieron a su instalación en
el distrito XIII no hizo prácticamente nada más que cumplir los encargos de
fotografías de objetos, por lo demás numerosos, que le hacían. Y un buen día,
al desembalar un disco duro multimedia Western Digital que acababa de llevarle
un mensajero, y del que debía entregar negativos bajo diferentes ángulos al día
siguiente, comprendió que había acabado con la fotografía de objetos, al menos
en el campo artístico. Era como si el hecho de haber llegado a fotografiar
estos objetos con una finalidad puramente profesional, comercial, invalidase
toda posibilidad de utilizarlos en un proyecto creativo.
Esta evidencia tan brutal como inesperada lo sumió en
un período depresivo de débil intensidad durante el cual su principal
distracción cotidiana pasó a ser el programa Questions pour un champion ,
presentado por Julien Lepers. Gracias a su obstinación, a su pasmosa capacidad
de trabajo, este presentador poco dotado al principio, un poco estúpido, con
cara y apetitos de carnero, que aspiraba sobre todo en sus comienzos a una
carrera de cantante de variedades y conservaba sin duda una nostalgia secreta
de esta ambición, se había convertido poco a poco en una figura ineludible del
paisaje mediático francés. El público se identificaba con él, tanto los alumnos
de primer año de la Politécnica como las maestras jubiladas de Pas-de-Calais,
los bikers [2] de Limousin como los restauradores del Var, no era ni
impresionante ni lejano, proyectaba una imagen media, y casi simpática, de la
Francia de la década de 2010. Incondicional de Jean-Pierre Foucault, de su
humanismo, de su desparpajo de perillán, Jed tenía que reconocer, con todo, que
cada vez más a menudo le seducía Julien Lepers.
A principios de octubre recibió una llamada telefónica
de su padre anunciándole que acababa de morir su abuela; su voz era lenta, un poco
abrumada, pero apenas más de lo normal. Jed sabía que su abuela nunca se había
repuesto de la muerte de su marido, al que había amado apasionadamente, con una
pasión incluso sorprendente en un medio rural y pobre, poco propicio
normalmente a las efusiones románticas. Fallecido el marido, ni siquiera su
nieto había conseguido sacarla de una espiral de tristeza que gradualmente le
había hecho renunciar a cualquier actividad, desde la cría de conejos a la
preparación de mermeladas, y abandonar finalmente hasta la jardinería.
El padre de Jed tenía que desplazarse a la Creuse al
día siguiente, para el entierro y también por la casa, las cuestiones de
herencia; le habría gustado que su hijo le acompañase. Hasta le habría gustado,
en realidad, que él se quedase un poco más y se ocupara de todas las
formalidades, en aquel momento tenía mucho trabajo en la agencia. Jed aceptó
inmediatamente.
A la mañana siguiente, el padre pasó a buscarlo en su
Mercedes. Hacia las once entraron en la autopista A20, una de las más bellas de
Francia, una de las que atraviesan los más armoniosos paisajes rurales; la
atmósfera era diáfana y suave, con un poco de bruma en el horizonte. A las tres
de la tarde pararon en un área de servicio, un poco antes de La Souterraine; a
petición de su padre, mientras éste llenaba el depósito, Jed compró un mapa de
carreteras «Michelin Departamentos» de la Creuse, Haute-Vienne. Fue allí, al
desplegar el mapa, a dos pasos de los bocadillos de pan de molde envueltos en
celofán, donde tuvo su segunda gran revelación estética. Era un mapa sublime;
Jed, alterado, empezó a temblar delante del expositor. Nunca había contemplado
un objeto tan magnífico, tan rico de emociones y de sentido, como aquel mapa
Michelin a escala 1/150.000 de la Creuse, Haute-Vienne. En él se mezclaban la
esencia de la modernidad, de la percepción científica y técnica del mundo, con
la esencia de la vida animal. El diseño era complejo y bello, de una claridad
absoluta, y sólo utilizaba un código de colores restringido. Pero en cada una
de las aldeas, de los pueblos representados de acuerdo con su importancia, se
sentía la palpitación, el llamamiento de decenas de vidas humanas, de decenas o
centenares de almas, unas destinadas a la condenación, otras a la vida eterna.
El cuerpo de la abuela descansaba ya en un ataúd de
roble. Envuelta en un vestido oscuro, tenía los ojos cerrados y las manos
unidas; los empleados de la funeraria sólo esperaban a que llegasen ellos para
cerrar la tapa. Les dejaron solos en la habitación durante unos diez minutos.
—Es mejor para ella… —dijo el padre, al cabo de un rato
de silencio. Sí, probablemente, pensó Jed—. Creía en Dios, ya sabes —añadió el
padre, tímidamente.
Al día siguiente, durante la misa del funeral, a la que
asistió todo el pueblo, y después delante de la iglesia cuando recibían el
pésame, Jed se dijo que su padre y él estaban notablemente adaptados a aquel
tipo de circunstancias. Pálidos y cansados, los dos vestidos con un traje
oscuro, no les costaba nada expresar la gravedad, la tristeza resignada propias
de la ocasión; incluso apreciaban, sin poder suscribirla, la nota de discreta
esperanza que aportó el cura: él también anciano, un veterano de los entierros,
que debían de ser su actividad principal, habida cuenta de la edad de la
población.
Al volver hacia la casa, donde habían servido el vino
de honor, Jed se percató de que era la primera vez que asistía a un entierro
serio, a la vieja usanza , un entierro que no pretendía escamotear la realidad
del fallecimiento. En París había asistido varias veces a incineraciones; la
última fue la de un compañero de Bellas Artes, que había muerto en un accidente
aéreo durante sus vacaciones en Lombok; le había sorprendido que algunos de los
presentes no hubieran apagado el móvil en el momento de la cremación.
Su padre se marchó justo después, a la mañana siguiente
tenía una cita profesional en París. El sol se ponía, las luces traseras del
Mercedes se alejaban en dirección a la carretera nacional y Jed volvió a pensar
en Geneviéve. Habían sido amantes durante algunos años cuando él estudiaba Bellas Artes; en realidad, había perdido la
virginidad con ella. Geneviéve era malgache y le había hablado de las curiosas
costumbres de exhumación practicadas en su país. Una semana después de la
muerte desenterraban el cadáver, deshacían las sábanas en que estaba envuelto y
tomaban una comida en su presencia, en el comedor de la familia; a continuación
volvían a sepultarlo. Repetían el ritual un mes más tarde, luego tres meses
después, ya no se acordaba muy bien pero le parecía que había no menos de siete
exhumaciones sucesivas, la última se desarrollaba un año después del óbito,
antes de que al difunto se le considerase definitivamente muerto y pudiera
acceder al eterno descanso. Este ceremonial de aceptación de la muerte y de la
realidad física del cadáver era exactamente lo contrario de la sensibilidad
occidental moderna, se dijo Jed, y fugazmente lamentó haber dejado que
Geneviéve saliese de su vida. Era dulce y apacible; él sufría en aquella época
unas migrañas oftálmicas terribles y ella se quedaba horas a su cabecera sin
aburrirse, le preparaba la comida y le llevaba agua y medicinas. También de
temperamento era bastante caliente , y en el aspecto sexual le había enseñado
todo. A Jed le gustaban sus dibujos, que se inspiraban un poco en los grafitis,
pero se distinguían de ellos por el aire infantil, alegre, de los personajes, y
también por una letra más redondeada y por la paleta que usaba: mucho rojo
cadmio, amarillo indio, tierra de Siena natural o quemada.
Para pagarse los estudios, Geneviéve comerciaba con sus
encantos, como se decía en otro tiempo; a Jed le parecía que esta expresión
obsoleta le convenía más que la palabra anglosajona escort . Cobraba doscientos
cincuenta euros por hora, con un suplemento de cien euros por el anal. Él no
tenía nada que objetar a esta actividad y hasta le propuso hacer unas fotos
eróticas para mejorar la presentación de su página web. O bien los hombres son
a menudo celosos, y a veces tremendamente celosos, de los ex de sus amantes, y
se preguntan con angustia durante años, y a veces hasta su muerte, si no sería
mejor con el otro, si el otro no las hacía gozar más, o bien aceptan con
facilidad, sin el menor esfuerzo, todo lo que su mujer haya podido hacer en el
pasado ejerciendo una actividad de prostituta. Desde el momento en que se
realiza mediante una transacción económica, toda actividad sexual está
disculpada y se vuelve inofensiva, y en cierto modo está santificada por la
antigua maldición del trabajo. Según los meses, Geneviéve ganaba entre cinco y
diez mil euros dedicando sólo algunas horas por semana. Exhortaba a Jed a
aprovecharlo, le instaba a que «se dejase de melindres», y varias veces se
tomaron juntos unas vacaciones de invierno, en la Isla Mauricio o en las Maldivas,
pagadas íntegramente por ella. Era tan natural, tan jovial que él nunca sintió
el más mínimo apuro, nunca se sintió, ni siquiera una pizca, en la piel de un
macarra .
Sintió, en cambio, una auténtica tristeza cuando ella
le comunicó que se iba a vivir con uno de sus clientes asiduos, un abogado de
treinta y cinco años cuya vida era calcada, según lo que ella le dijo a Jed, a
la de los abogados de negocios descritos en los thrillers de abogados de
negocios, que suelen ser norteamericanos. Sabía que ella mantendría su palabra,
que sería fiel a su marido, y por eso, cuando ella franqueó por última vez la
puerta de su estudio, él supo que sin duda no volvería a verla. Quince años
habían transcurrido desde entonces; su marido era seguramente un marido satisfecho
y ella una feliz ama de casa; estaba seguro de que sus hijos, sin conocerlos,
eran amables y bien educados, y que obtenían excelentes resultados escolares.
Los ingresos del marido, abogado de negocios, ¿serían ahora superiores a los
honorarios artísticos de Jed? Era una cuestión de difícil respuesta, pero quizá
la única que valía la pena plantearse. «Tú tienes vocación de artista, quieres
serlo realmente…», le había dicho ella en su último encuentro. «Eres pequeñito,
eres una monada, todo grácil, pero tienes la voluntad de hacer algo, tienes una
ambición enorme, lo vi al instante en tu mirada. Yo hago esto…» (señaló con un
gesto evasivo y circular sus dibujos al carboncillo, clavados en la pared),
«hago esto sólo por divertirme.»
Él había guardado algunos dibujos de Geneviéve y seguía
pensando que poseían un verdadero valor. A veces se decía que el arte debería
quizá parecerse a aquello, a una actividad inocente y alegre, casi animal,
había habido opiniones en este sentido, «pinta como un pintor de verdad»,
«pinta como el pájaro canta», y quizá el arte llegara a ser así en cuanto el
hombre hubiera sobrepasado la cuestión de la muerte, y quizá ya hubiese sido
así en algunos períodos, por ejemplo en el caso de Fra Angélico, tan próximo al
paraíso, tan convencido de la idea de que su estancia en la tierra no era sino
una preparación temporal, brumosa, para la vida eterna al lado de su señor
Jesucristo. Y ahora estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo
.
(Del libro “El
mapa y el territorio”,
Anagrama,
2011)
Michel Houellebecq
(Traducción: Jaime Zukaika)
Escritor francés nacido en la
Isla de Reunión el 26 de febrero de 1958 con el nombre de Michel Thomas,
adoptando posteriormente el pseudónimo de Michel Houellebecq en
honor a su abuela, que fue quien lo crió. Aunque ya había publicado
ensayos (por ejemplo, un libro sobre Lovecraft) y numerosos poemas, el
reconocimiento le llegó con su primera novela, Extension du domaine de
la lutte (Ampliación del campo de batalla, 1994), que basada en el
boca a boca y sin apenas publicidad se convirtió en un superventas en Francia. Con Les
particules élémentaires (Las partículas elementales, 1998) se afianzó
como uno de los más importantes escritores de su país, ganando el premio Novembre y
el Nacional de las Letras para jóvenes talentos. El éxito total le
llegaría con la aclamada (y denostada a partes iguales) Plateforme (Plataforma,
2001), una polémica novela tras cuya publicación Houellebecq fue
acusado de misoginia, pornografía y racismo (parte del trasfondo de la novela
tiene relación con el islamismo radical). Aparte, la principal acusación fue la
de haber trivializado el turismo sexual en Extremo Oriente y el Caribe. Tras
una entrevista posterior en la que lanzó duras palabras contra el Islam, fue
llevado a juicio, aunque ganó la causa. También ha cultivado la ciencia ficción
con su novela La possibilité d´une île (La posibilidad de una isla,
2005), novela que sin embargo no ha tenido la repercusión de obras anteriores. Su
obra El mapa y el territorio tuvo una gran repercusión tras
ganar el Premio Goncourt -pese a algunas acusaciones por
plagiar textos de la Wikipedia- y con Sumisión -novela
en la que plantea una futura Francia islamista- desató una fuerte polémica.
(Biografía tomada del sitio “Lecturalia”).