Lugar común del lugar común: leer nos
hará libres. Es probable. Pero si leer nos hará libres, acumular libros nos
hará esclavos. De acuerdo, una cosa no lleva indefectiblemente a la otra, pero
convengamos en que suele ocurrir que quien ama leer acumula libros. No es algo
que ocurre indefectiblemente, pero ocurre a menudo. Y la acumulación de libros
es algo que carece de sentido, o que en realidad tiene solo sentido decorativo.
Los acumuladores de libros nos reímos de quienes compran libros por metro y por
color para decoración de interiores y en realidad nosotros no somos tan
distintos: nuestros libros decoran el espacio en que vivimos, no tienen otra
utilidad que decorar. Deberíamos reírnos menos.
Por
otro lado se impone una evidencia: los mejores no requieren de una biblioteca
que les cubra las espaldas: cuando Wilcock murió de un ataque cardíaco en su
casa de Lubriano, encontraron que en la biblioteca había solamente diez libros:
los necesarios. Godard posee una biblioteca, sí, pero de dimensiones humanas
(en uno de sus films se ocupa de mostrarla). Faulkner no solo contaba con pocos
libros, también leía poco. Tal vez mintiera, pero él aseguraba que todo lo que
había leído era la Biblia y algunos libros de Chejov. Al parecer, en algún
momento de su vida, alguien le sugirió que leyera a Georges Simenon, y Faulkner
le hizo caso y lo encontró muy parecido a Chejov. En la casa de Saint-John
Perse no había libros. El poeta los odiaba enormemente.
Un
periodista que había ido a la casa del Premio Nobel de Literatura 1960 se
percató de inmediato de eso. Atravesó las habitaciones con la esperanza de
encontrarlos en la siguiente, pero nada: en la casa de Saint-John Perse no
había libros. De modo que fue lo primero que quiso saber cuando estuvo frente a
él. La explicación del poeta lo dejó satisfecho, y sigue dejando satisfecho a
todo el que leyéndola lo escucha, y que involucra a un padre diplomático amante
de los libros, una mudanza ultramarina a fines del siglo XIX, unos containers
de madera en donde viajaba la inmensa biblioteca y la llegada de esos
containers a destino, la tarea de abrir uno para sacar a relucir parte del
esperado tesoro y el hallazgo de una masa informe de papel maché: un container,
al momento de cargarlo, había caído al agua y los operarios habían decidido
sacarlo y ponerlo a secar en cubierta. Dice Saint-John Perse que ver la cara de
su padre en ese momento hizo que odiara para siempre los libros.
Los libros como objetos acumulables, se entiende. No es posible odiar al
libro como herramienta, como vehículo, como soporte de palabras, historias,
etc. ¿Por qué acumulamos libros? No tienen nada para decirnos, porque lo que
tenían que decir ya lo dijeron. ¿Para hacerlo hablar otra vez, como uno de esos
juguetes a los que podíamos dar cuerda? Hasta ellos, llegados a determinado
punto, nos aburrían con su repetición. ¿Un libro nunca termina de decir lo que
tiene que decir? Creo que Italo Calvino definía así a un clásico. De acuerdo,
démosle la razón a Calvino. Si un clásico es un libro que nunca termina de
decir lo que tiene que decir, ¿por qué no acumulamos solamente clásicos? Eso
podría tener un poco más de sentido.
¿No será eso ahora que lo pienso? ¿Y si una biblioteca debiera ser eso,
la acumulación restringida a aquellas obras que, llegado el caso, pueden volver
a decirnos algo? ¿Cuántos clásicos tenemos en nuestras bibliotecas? Miremos,
sumemos. Esos serán los únicos libros que deberíamos quedarnos. Sin esos
muebles repletos de objetos decorativos tal vez logremos ser libres de
verdad.
Guillermo Piro, columna del Suplemento Perfil Literatura -1-8-2021
LECTORES Y
LADRONES
Se compran libros porque se tiene la
ilusión de una vida eterna por delante. Más libros se tienen, más hará falta
vivir. Es por eso que muchos compran libros que saben que no van a leer: la
compra del libro crea la ilusión de haber comprado también el tiempo necesario
para leerlo. Y como muchos requieren solo el tiempo, ¿qué necesidad tendrían en
leer? Leer es para los que tienen toda una vida por delante.
Al mismo tiempo, leer anula el paso del tiempo. Es
verdad, en ciertos casos en vez de anularlo lo exacerban, haciendo que corra
lentamente. Eso es señal de varias cosas, a saber: que el libro en cuestión nos
aburre, o que lo que leemos no es lo suficientemente atrapante como para alejar
de nuestra cabeza los problemas que nos aquejan. En ese caso lo mejor es
abandonar la lectura y entregarse a los problemas. Alimentarse de ellos,
rumiarlos, regurgitarlos y volver a rumiarlos, como hacen nuestros parientes
cercanos las vacas.
Del mismo modo que leer puede poner de manifiesto la
magnitud de nuestros problemas, pueden liberarnos de ellos, haciendo de
coartada. Un amigo viaja en colectivo; lo hace de pie, apretujado, porque en
aquel entonces todavía se viajaba apretujado en los colectivos. De pronto hay
revuelo, ruidos: alguien a los gritos asegura que le acaban de robar la
billetera del bolsillo, y por alguna razón difícil de entender las sospechas
recaen sobre mi amigo. Las acusaciones se elevan en una curva inusual que
terminan en él, y él, a su vez, lanza defensas que en curvas equivalentes no
van a caer en ningún lado: nadie lo escucha. Hasta que alguien descubre algo y
lo hace saber: mi amigo lleva un libro en la mano. Cuando se desató el revuelo
él estaba leyendo. Instantáneamente queda fuera de toda sospecha. Nadie le pide
disculpas, simplemente a partir de entonces es ignorado por completo, tratado
como una aparición, un cuerpo sin alma o un alma sin cuerpo, da igual.
Hace poco una fotografía se viralizaba en las redes
sociales. En una calle de Bagdad, altas pilas de libros contra las paredes. El
texto, con más o menos variantes, dice así: “Los libreros de Bagdad suelen
dejar los libros en la calle de noche cuando cierran porque dicen que un lector
no roba y un ladrón no lee”. Gran confusión, aun proviniendo de un librero
iraquí. Tal vez, como ocurre a menudo en las redes, el texto es una invención
sin ningún asidero en la realidad, pero a los efectos que nos interesan la cosa
carece de importancia, porque lo cierto es que mucha gente toma tal afirmación por
verdadera.
Un lector no roba y un ladrón
no lee. Tal vez la segunda parte de la sentencia es verdadera, pero la primera
es visiblemente falsa: los lectores roban. O pueden robar. Y en eso su moral no
es tan distinta de la de los ladrones que no leen. Cuando era librero tuve
ocasión de ver a muchos lectores robando libros. Entonces y ahora carecía de la
capacidad de discernir y diferenciar al cleptómano del necesitado, cosas ambas
que al librero, llegado el caso, importan muy poco. Un ladrón es un ladrón, se
dice el librero a sí mismo, estalinianamente. Que las razones que llevan a un
lector a robar las averigüe otro.
Lo que diferencia a un lector
de alguien que no lee no es la tendencia a evitar el robo del objeto deseado
sino la capacidad de pedir perdón cuando es atrapado. Es algo de lo que fui
testigo muchas veces en mis años de librero. Que sirva de lección a los
iraquíes.
Guillermo Piro,
Columna de Perfil /Literatura de, 22-08-2021
1 comentario:
Cada vez que leo un libro, regalo un libro, aunque naturalmente tengo mis intocables... un saludo
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