VIOLENCIA Y LENGUAJE
En estos días, se habla mucho de violencia;
acaso demasiado. El mismo hablar contra la violencia parece generar violencia.
Profetas que aúllan, pacificadores que abruman, políticos y periodistas que
ensordecen, rockeros que deliran: de este estruendo parece surgir en nosotros
sólo un vehemente deseo de fuga a un lugar de silencio y de paz. Acaso ese
lugar es mucho más accesible que lo que nos imaginamos. Y estas líneas, que
intentan una suerte de ecología del lenguaje, se proponen imaginar ese lugar;
porque uno de los aterradores poderes de la violencia es que está destinada,
precisamente, a la tarea de destruir la imaginación, tarea en la que es muy
eficaz.
Una primera y muy extendida forma de
violencia que sufre la lengua, en la que todos prácticamente participamos, es
el prejuicio que de manera exclusiva la define como un medio de comunicación.
No es un azar el que un filósofo como Walter Benjamin, al
hablar de la caída, diga que la primera caída consiste en considerar la
palabra como un medio o un instrumento. Si se la considera así -como lo hace
nuestra sociedad-, se la violenta en el sentido de que se olvida que el
lenguaje -en particular, el lenguaje poético— no es sólo el medio, sino también
el fin de la comunicación. Cuando se mediatiza el lenguaje, cuando se lo
considera sólo una mediación para otra mediación -porque la comunicación se
pone al servicio del marketing, el marketing, del dinero, y así sucesiva e
infinitamente— nos olvidamos de que el lenguaje es ante todo un placer, un placer
sagrado; una forma, acaso la más elevada, de amor y de conocimiento.
En el logro de cada acto de lenguaje, hay una
pulsión de vida que se satisface: una onda sonora emitida vocalmente encuentra
su acogida en nuestra capacidad biológica de escucha, de un modo que cabe
comparar con la plenitud del acto sexual: relación misteriosa y fecunda. El
lenguaje pone de manifiesto nuestra capacidad innata de investir nuestra
energía en palabras, que nos relacionan a su vez con los otros y con nosotros
mismos. Y las relaciones existentes entre las palabras son a la vez espejo y
modelo de nuestras propias relaciones con el universo.
A través de la comunicación, el lenguaje se
va recreando, y con él se recrea el grupo que lo comparte. No sólo el placer
sino incluso la identidad misma del grupo hablante entran en juego en cada acto
verbal. Palabras como nación, proletariado, democracia, pacifismo,
discriminación, derechos humanos nos han ido definiendo a través de los
tiempos, y en verdad no podríamos reconocernos históricamente sin ellas, a
pesar de las múltiples y conflictivas interpretaciones que de ellas podemos
dar.
Si es verdad que la pulsión de vida, el Eros, es la que vincula al deseo y su objeto, y el
placer es la señal certera de su realización, el lenguaje es una de las
manifestaciones más evidentes y universales del principio de placer. En cada
comunicación verbal que se logra, se da una relación misteriosa y fecunda. La
libido hace de las palabras su objeto y habitación: entre la lengua parlante y
la oreja escuchante, hay una relación análoga a la que existe entre el falo
(que en sanscrito se llama lingam) y la
vulva.
Este carácter peculiar del lenguaje es lo que garantiza su poder, un poder que prevalece sobre todas las operaciones intelectuales. En este sentido, es necesario recordar a Martí: “La lengua no es el caballo del pensamiento, sino su jinete”. Es decir, en la lengua hay algo anterior y superior, en cierto modo, al pensamiento mismo (1)
No es una coincidencia el hecho de que Martí fuera poeta, ya que son los poetas -junto con los niños- los que primero advierten las posibilidades más abiertas y secretas del lenguaje y juegan o se dejan jugar con ellas. Los etimólogos son también conscientes de estos despliegues, corroborados en los documentos que establecen los orígenes de una palabra. Si nos enteramos, por ejemplo, de que pasión y paciencia provienen de la misma raíz, así como amar y amamantar también tienen un parentesco común, algo en nosotros descubre esa fuente que es la sabiduría inmanente del lenguaje y se inclina a escucharla.
[1] La filosofía del giro lingüístico, tal como la presenta Dardo Scavino, llega a decir que el lenguaje deja de ser un medio, algo que estaría entre el yo y la realidad, para convertirse en un léxico, capaz de crear tanto el yo como la realidad. Menos radicalmente, preferiríamos apelar a la noción de campo, que aparece de manera simultánea entre dos instancias (el yo y su interlocutor, el yo y la realidad) como correlato necesario de ese encuentro, determinando y siendo determinada a su vez por estas presencias.
Recordemos que en el Génesis las palabras anteceden a las cosas, no las reflejan. Dios nombra primero a la luz para que la luz exista, y es la palabra la que termina con el caos. En el caso de Adán, los animales preceden a sus nombres, que son los que Adán les da y los que les “corresponden”. Sería interesante explorar el paralelismo de la tradición hebrea con el pensamiento platónico e idealista, en el cual las ideas preceden a las cosas. (Lo común de ambas tradiciones es que la realidad no existe si no hay algo que la promueva y condicione a la existencia: en el pensamiento hebreo, este algo es la palabra; en el platonico, la idea. Es decir, en el pensamiento platónico el hombre se asemeja más a Dios que a Adán.)
Y si pensamos en el lenguaje como un órgano de conocimiento anterior al pensamiento, la pregunta normal ya no es “¿cuántas lenguas habla usted?”, sino ¿cuántas lenguas escucha usted?”. Hablamos aquí de un don más íntimo, tan desconocido como necesario en nuestros días: el don de escuchar lenguas, y en particular, el don de dar lugar en nosotros a la escucha de nuestra propia lengua, que tan desatenta y desatentadamente hablamos y a la que tan poco lugar y tiempo de reflexión concedemos. Entre el uso de la palabra y la escucha de la palabra, media una distancia semejante a la que separa al amor de la prostitución.
Cuando nos acercamos a alguien sólo sexualmente, sin amor, como ocurre con la prostitución,
estamos usando nuestros cuerpos sin reparar en nuestras personas o en nuestra
intimidad. Cuando hablamos con el solo propósito comunicativo, despojamos a
las palabras y al mensaje verbal de su belleza singular, de su dignidad, de su
gracia. En ambos casos, hay uso y abuso de la energía de luz y crecimiento
mutuo propia del ser humano. En realidad, en cualquier intercambio verbal son
tres los participantes: quien habla, quien escucha y aquel que hace posible el
intercambio, esto es, el lenguaje mismo. Y acaso él sea el interlocutor más
poderoso, porque es el único realmente necesario. Por eso la relevancia de
escucharlo. La calidad de nuestras relaciones se define a traves del tono y la calidad de nuestras
conversaciones.
Piénsese en la ridícula paradoja que encierra
la común expresión dominar una lengua”. Las lenguas son ellas mismas dominios
inmensos de tradiciones, vastos léxicos que se nos escapan, reglas gramaticales
subterráneas de las que apenas alcanzamos a atisbar los mecanismos, métricas
tan espontáneas como misteriosas, poéticas realizadas y otras maravillosas por
cumplirse. Con todo, no hay que imaginar que las lenguas se despliegan como
grandes monumentos plásticos típicos del gran arte patriarcal y occidental,
como el Miguel Ángel de la Capilla Sixtina. Las lenguas se parecen en su
textura a los collages infantiles, a
los quilts de
las mujeres nórdicas, a los tapices maravillosos de Chichicastenango. Colores
entretejidos, cintas caprichosas que se pierden, arabescos entrelazándose: así
son las lenguas, mezclas poderosas de capricho y sabiduría, de misterio y
arquitectura. De nada de todo esto corresponde ni es posible apropiarse: sólo
una contemplación admirada, un humilde y tenaz estudio que arranque de la
certeza de la inaccesibilidad total de su objeto último caben aquí.
Hay culturas que son generosas con su
lenguaje y están atentas a él, como la de España en el Siglo de Oro o la de
Inglaterra en la época de Shakespeare, y lo transmiten y lo llevan a un fulgor
extraordinario. Dice Steiner que en el inglés de ciertos períodos hay un sentimiento de descubrimiento,
de adquisición exuberante que nunca se ha vuelto a reconquistar íntegramente. “Marlowe,
Bacon, Shakespeare usan las palabras como si fueran
nuevas, como si ningún roce previo hubiera enturbiado su esplendor o atenuado
su resonancia. Así es como los siglos XVI y XVII parecían contemplar el lenguaje
mismo. Tenían ante sí el gran tesoro, cuyas puertas se habían abierto de
improviso y las saqueaban con la sensación de que era infinito. Notemos, con
todo, la imagen típica de la visión dominadora de la lengua en Steiner. Shakespeare no saqueaba la lengua: la
escuchaba en su ámbito más profundo; por eso es Shakespeare. Y el inglés, como
toda lengua natural, aun la más pobre lexicalmente, sigue siendo infinito en
sus posibilidades, pese a las desvirtuaciones que puede sufrir en nuestros
tiempos. Hablamos de épocas excepcionales, en las que el lenguaje es sentido no
exclusivamente como un medio de comunicación, una moneda de intercambio
circulante y corriente, sino como un camino de conocimiento y de celebración.
En esas épocas afortunadas, el lenguaje no es sólo usado, sino que es escuchado
por los grandes poetas, y de esta escucha y de esta reinterpretación surgen los
poemas más memorables de nuestra historia; no digo ya de la historia de las
literaturas particulares, sino de la historia de la especie.
Amar las
palabras
Es verdad que se escribe, cuando se
escribe para la felicidad propia y ajena, por amor a las palabras; pero
sería relevante comenzar explicando lo que este amor por las palabras no
significa. No significa sepultarse en diccionarios, seguir arduas carreras de
Filología o Lingüística, doctorarse en Letras en alguna nebulosa universidad
del hemisferio norte. No significa preguntarse si se dice “yo apretó” o “yo
aprieto”, “yo enredo” o “yo enriedo”.
Significa
saber que las palabras son como personas que nos asisten y presencian noche y
día, que están alrededor nuestro en ciertas circunstancias, como seres atentos,
siguiendo nuestros propósitos afectivos o comunicativos, como amigos o amantes
cordiales y gentiles. Pueden asimismo ser amantes o amigos esquivos y
enigmáticos, apuntando a nuestras ignorancias o carencias. Pero también, unos
y otros, como todos los amigos y todos los amantes, deseando reciprocidad.
Deseando que las escuchemos. Deseando que las interpretemos.
¿Qué significa escuchar las palabras? Yo
diría que es estar atento a ese núcleo primero y lejano que a la vez las constituye.
Hay que pensar en las palabras como esas granadas enterradas luego de una
guerra que, pisadas por descuido, estallan y producen catástrofes. Las palabras
son como granadas enterradas bajo el polvo de los siglos. Son granadas
inversas: cuando se escarba ese polvo —escarbar es “escrutar” y
“escribir”, ambas palabras provienen del mismo árbol genealógico-, cuando se
las desentierra, explotan, no en estallidos asesinos, sino en estallidos de
sentidos durmientes de pronto resucitados.
Hablo de esa energía oculta, aletargada,
que se llama la raíz de una palabra. Cuando descubrimos su raíz, la palabra se
pone a hablarnos de una manera reveladora, de una manera magnética. Es
sorprendente percibir algunas de las interpelaciones que nos dirigen las
palabras. Pienso, por ejemplo, en palabras como piropo: “ojo de fuego”;
o anorexia: “ausencia
de deseo”. Lo que nos dicen, por ejemplo, las lenguas indoeuropeas es que el
sexo tiene que ver con la ira y la locura antes que con el amor, que el amor se
relaciona con la maternidad antes que con la pareja; que el varón, con la
violencia; la mujer, con la felicidad; y la familia, con la esclavitud. Pocos
son capaces de escucharlas en su verdadera profundidad, nos parece: los
etimólogos tradicionales se calzaron guantes tan espesos para tocar las
palabras, que perdieron todo contacto con la electricidad intensísima que
transporta el lenguaje.
Se entra, a través de la etimología, en un
espacio semejante a una catedral de vitrales antiquísimos que se animan con los
rayos del sol y arrojan nuevas luces sobre el pavimento, permitiéndonos
reelaborar viejas historias, urdir nuevas alabanzas, inventar nuevos coros,
adentrarnos en una sabiduría anciana y renovadora, tradicional y revolucionaria
a la vez. No entramos solos, sino en compañía de legiones de sabios que
recorrieron antes que nosotros los jardines de senderos que se bifurcan: las
galerías del sánscrito, los recovecos del hitita, las cavernas iluminadas del
hebreo, los palacios del griego, las salas retumbantes del latín.
Nosotros, los modernos, entramos con
equipos de poetas, de expertos en mitología, en historia, en hermenéutica, con
los grandes profetas del psicoanálisis y los adalides de la lingüística.
Entramos bajo la sombra poderosa de Jorge Luis Borges, amante de las etimologías, aquel que preguntado
acerca de su oficio, a los veinticinco años, contestaba: políglota.
Entramos y nos adentramos en este
territorio, siempre nuestro aunque apenas reclamado, el de la historia de las
palabras que más entrañablemente nos expresan y a veces parecen traicionarnos,
como esas abuelas de las cuales la familia guarda memoria de secretos
escandalosos e irrepetibles, que sólo llegaron a nosotros como distantes murmullos
apenas escuchados. De esas abuelas heredamos, sin embargo, inescrutables
gestos, conocimientos tácitos, pasiones imprevisibles: un testamento
irrenunciable.
Entramos con temor, entramos con temblor,
entramos con amor porque confiamos en las energías sapienciales de las lenguas
humanas que están allí para decirnos y para constituirnos. Y entramos con
alegría y esperanza, porque el territorio que se nos brinda es inabarcable, es
inacabable. Esta procesión que formamos reverencia al lenguaje, lo reconoce
como su tesoro inalienable, pero no se detiene en solemnidades innecesarias. Va
excavando cada día nuevos materiales y los arroja a la red como señales de
vida, de alimento y de asombro, para que todos participen de nuestro
deslumbramiento.
(Del libro: La palabra amenazada,Libros del Zorzal, reedición, 2016)
Ivonne Bordelois
Ivonne Bordelois (Juan Bautista Alberdi, Buenos Aires, 1934)
es una poeta, ensayista y lingüista argentina. Egresó de la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires para luego realizar
estudios literarios y lingüísticos en La Sorbona. Trabajó en la revista «Sur y
realizó entrevistas y publicaciones junto a Alejandra Pizarnik para diferentes
publicaciones nacionales e internacionales. En 1968 fue becada por el del
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y se
trasladó a Boston para estudiar en el Instituto Tecnológico de Massachusetts,
donde se doctoró en lingüística en 1974 y tuvo a Noam Chomsky como director de
su tesis. Entre 1975 y 1988 ocupó una cátedra de lingüística en el Instituto
Iberoamericano de la Universidad de Utrecht, Holanda, obtenida por concurso
internacional. En 1983 consiguió la Beca Guggenheim. En 2005 le fue otorgado el
Premio La Nación-Sudamericana, por su ensayo «El país que nos habla». Algunos
de sus libros: Ell alegr Apocalipsis (1995), Correspondencia Pizarnik (1998), Un
triángulo crucial: Borges, Lugones y Güiraldes, Etimología de las pasiones (2005), A la escucha
del cuerpo (2009) y Del silencio como porvernir (2011)