Expedición al Everest
Después de los siete mil metros la presión descendió
y cada paso fue un suplicio; debíamos beber,
beber sin descanso, sobre todo dominar la ira
que se apodera de los hombres en inactividad.
El viento del oeste que viene de Pamir,
de los glaciares de Karakorum, del Dhaulagiri y el Anapurna,
sopló toda la noche, y recogidos en las tiendas
esperamos impacientes el amanecer.
La última jornada fue terrible:
la sangre se espesaba en las piernas,
los sherpas empezaban a desfallecer
y los tanques de oxígeno se agotaban sobre nuestras espaldas.
Al fin llegamos a la cima: vimos abajo
las torres de Rongbuck y más allá las de Thyangboche,
y al sacarnos las máscaras para respirar el aire diáfano
el cielo estaba tan lejano como de costumbre.
Horacio Castillo (Ensenada, Buenos Aires, 1934- La Plata, 2010)
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