Conoce ¡Oh Dafne! al fin, este amor sin reposo,
esta raíz ardiendo donde nacen las verdes espesuras conmovidas.
No te apiaden sus ojos de adolescente ciego riendo en la llanura,
ni bajo la venerable luz de las encinas sin memoria
tiemble tu voz por sus débiles manos de niño dulce y desdichado.
Conócelo en su noche; en las lentas poblaciones del sueño
cruzadas por arcángeles sin gracia,
por fatigados animales fríos o tenaces ráfagas de sed.
¡Ah! Es el enamorado de sí mismo
quemándose entre maravillosas espadas
por querer ser ceniza, algo que se termina.
Es el amor sediento entre un sueño de fuentes verdes en el estío
junto a la paz de un rey de lentísima piedra que en otros tiempos, ya,
vigilaba el destino del ciprés. Es ese llanto seco que no alumbra
los ojos del amante marchito ni convoca las joyas ilustres de sus lágrimas;
es el grito sin eco donde descansar luego y es también la soledad de llanuras
quemadas sin reposo; esa triste hermosura de los imperios castigados
con invasiones ardientes y leopardos de oro y lluvias de ceniza.
Búscalo detenido junto a los mediodías fugaces de las rosas.
Es también el amor, el nuevo amor, el pausado enemigo
que en los últimos días cuando aún sonreíamos
anunciaba en verdores el floreciente llanto.
¡Oh, las violetas de entonces y los besos que oscurecían tus débiles rodillas
en nuestra soledad inmemorial y triste de ya ausentes!
¡Y la callada y victoriosa hiedra
creciendo con nosotros hacia donde ya nada y nadie esperarían!
¡Ah! Pero tú aún sonríes y amas la graciosa retama y te cubres
de hojas brillantes y de suaves amores. A veces un sonido lejano
de oro muerto, temblando entre las frondas,
te lleva hasta otro sueño de vírgenes orillas y de tallos recientes.
Y ves correr mis lágrimas de doncel que se muere con un laúd
de frío en las manos mojadas. Pronto despiertas, Dafne, en tu orilla
impasible mientras los adolescentes se queman, enlazados,
en el esbelto fuego de sus hermosos brazos moribundos.
¡Ah, Dafne, Dafne! No conoces el duro vendaval, el terrible e inmóvil rumor
de la mano en el pelo áspero y tibio en la media noche;
ese pálido viento de las madrugadas atroces y celestes!
Tú no conoces las oscuras memorias donde el grito no suena,
donde el sollozo no tiene pecho donde estar, ni el amor
labios donde morir de amor o felicidad, su enemiga, su amante...
Tú no conoces nada;
ni el rumor repetido de la ausente arboleda,
ni la luz de los falsos rosales venturosos,
ni siquiera esta voz con que digo: ¡Te quiero!
jAh, si sólo fuera la tarea impar de olvidar el amor!
¡Si sólo fuera lo sencillo de quemar la arboleda y no
de sustentarla sangre con sangre unidas y en soledad eterna!
Así pasan los días arrastrando sus deplorables flores resignadas,
sus arpas sin arcángeles, sus rasos taciturnos.
Aureolas cenicientas de la fiesta olvidada se hunden en los tesoros de niebla
del espejo y cada día tristemente se parece a otro día que ya hemos llorado.
Llega el reposo, a veces, desde la gris llanura donde
muere el amor y entonces los cansados sillones empiezan a olvidarse despacio
en las pálidas fundas de frío lienzo endurecido. Las cintas se deshacen en los
cofres de marfil fatigado y la noble madera se destruye minuciosa y dorada.
Nadie enciende tampoco el candelabro de plata en las noches de lluvia y
corredores
y las antiguas palabras ya no maldicen a los amargos varones de la casa.
Así, un día la púrpura roída de un cortinado cae
entre oro polvoriento y delgadas arañas;
y los mohosos ornamentos se deslizan por las paredes en la noche
con un rumor de pasos, de servidores muertos, en las alcobas clausuradas.
Es el tiempo de morir. Sonreímos. Ya la hiedra mal¬dita se ha secado.
¡Ah, pero no, Dafne, Dafne!
El fuego está creciendo en la raíz inmemorial de las piedras
y se alza el rumor de las fuentes que te buscan sin cauce.
Hacia ti van los ríos como ciervos de espumas y delirio.
Las arenas desatan su sed entre tus labios inmortales y en una soledad
de arpas iluminadas un ángel nos castiga con su rama de fuego.
¡Ah cómo nos engañamos, criaturas de sueño!
¡Cómo decimos mirando el aire nuevo, el agua en flor
y el conmovido junco: "He aquí la profecía cumplida.
¡Los reinos de la dicha que llegan"!
No. Tú no sabes nada, nada ¡Oh Dafne florecida!
No sabes cómo hiere este amor que retorna,
cómo es de apasionada su solitaria tierra,
no sabes como, pronto, el llanto es nuestro hijo pródigo.
No. Nunca sabrás nada en tu gracia de venablo y de fuente.
Nunca sabrás como el amor llega a ser una incesante
hiedra apagada y sedienta; como llega a ser la interminable soledad de esos
dos que se quieren y que no tienen brazos con que enlazar su floreciente tierra,
ni ojos con que dormir en su pureza pálida de amantes. No. Nunca sabrás
nada. Nada. Ni aunque en la paciente madrugada el caballero ciego
encienda el candelabro tantos años caído,
en la ventana frente al mar indescifrable y sus pálidas manos se parezcan
tanto a otra antigua y perezosa hiedra;
ni aunque me sientas por la noche, enloquecido, buscarte por los mares vacíos;
o aunque mi triste boca de varón en sollozos
te pregunte tímidamente por el antiguo jaramago o el álamo de entonces,
tú nunca sabrás nada, oh, Dafne en flor, hija del agua amarga.
Estas son mis palabras. Las borrarán tus fuentes naciendo en el estío.
Llegará un día acaso en que en la noche sin amparo pasees desvelada
y culpable con tu cuerpo vestido de frío por las alcobas donde la dura sed
no reposa. O que vestida acaso con trajes de hermoso luto, entre las frías
dalias insomnes bajo la luna, preguntes por el maligno amor que no secó
las verdes raíces de tus ríos. Querrás reconocer entonces los retratos que
midieron
la muerte en olvidados cofres,
alzar el candelabro caído entre las manos de la lluvia, volver a levantar
el cielo de las arpas en el salón iluminado, pero no tendrás manos, ni ojos,
ni memoria, ni este rumor de adolescente herido sangrando entre
la hierba.
Y querrás preguntarme atormentada, ¡oh Dafne, Dafne! porqué el amor se yergue
hasta ser azucena purísima en su gracia
y porqué luego, lentamente el amor se desnuda para ser una espada de
ceniza y de frío.
Y entonces no estaré para decirte: ¡Mira!
Y mostrarte la llanura de silencio, el olvido.
Alfonso Sola González (Argentina, Paraná, 1917-Mendoza, 1975)
IMAGEN: Elmito de Dafne y Apolo, pintura de XAVIER VALDERAS.
RESUMEN del mito: La serpiente Pitón, en la mitología griega, era un monstruo de cien cabezas y cien bocas que vomitaban fuego; era el terror de la campiña de Tesalia porque arrasaba a hombres y animales. Cuenta Ovidio que Apolo, orgulloso por haberle dado muerte, osó desafiar a Cupido, hijo de Venus y de Marte. Este, para castigar tal osadía, tomó dos flechas de su aljaba. Una tenía la punta de oro e infundía amor; la otra era de plomo e inspiraba desdén. Cupido dirigió la primera hacia Apolo, y disparó la segunda a Dafne, hija del río Peneo y de la Tierra. Una violenta pasión por la hermosa ninfa se apoderó entonces de Apolo. Sin embargo ella, herida por la flecha del desprecio, huyó rápidamente tratando de esconderse. Apolo corrió en busca de Dafne, pero ésta, al verse perdida, solicitó la ayuda de su padre. Tan pronto como cesaron sus gritos de socorro, una corteza suave le encerró el pecho, sus cabellos se transformaron en hojas verdes, los brazos en ramas, los pies se fijaron en el suelo y la ninfa quedó transformada en laurel. Apolo, no dispuesto aún a darse por vencido, abrazó el árbol y lo cubrió de ardientes besos, pero incluso las ramas retrocedían asustadas de sus labios. Juró el dios Apolo: “Si no puedes ser mi amante me serás consagrada eternamente. Tus hojas serán siempre verdes y con ellas me coronaré”. Desde entonces, el laurel es el símbolo de Apolo y con él se galardona a los vencedores, artistas y poetas.
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