Yo vengo de una casa descuidada.
En ella cualquiera entraba sin permiso
ni justificación alguna salvo la de saciar sus
propios deseos.
El lechero, por ejemplo, cada mañana
abusando de todas y cada una de mis hermanas.
Leche en abundancia para ellas, que vino,
con el tiempo, a representarlas concienzudamente
como holando argentinas y helvecianas.
No es casual y aquí se explica el por qué
me espanta la aparente fugacidad de los vendedores
ambulantes: heladeros, afiladores de cuchillos, verduleros,
pescadores, buscavidas de todo tipo, siempre atentos
a cualquier descuido de mi parte.
Mi padre, sin embargo, quiso -sin poder-
poner algo de orden. Lo único que consiguió
-lo pienso ahora- es lucir una mortaja
proporcionalmente blanca y bordada
a su desesperación, ya sin problemas en la próstata.
En mi casa entraban los perros, los suicidas, los
atorrantes de toda laya, y organizaban
campeonatos de fútbol, después de comerse lo
que había en la fiambrera.
Uno de esos atrevidos -el turco negro-
confundió mi cama con la de mi madre,
y desde entonces
vive enamorado de mí, igual que lapa adherido a la piedra, lo llevo
en cada instante y escribo cosas con qué satisfacerlo, o
espantarlo definitivamente.
La cuestión sería despertar y saber que ya no duerme a mi
lado, recordándome la casa en la que me crié.
Esta manera de ser que confunde a toda gente
señalando como extravagante lo que sólo fue indigencia.
SEGÚN MI PADRE, Arnold Bode fue el primero que vio en mí la prosapia del poeta.
Arnold tocó el vientre hinchado de tu madre -decía-, y cuando retiró sus dedos de la tensa piel embarazada, creyó leer donde nadie ve más que huellas digitales, unas palabras delicadas como sólo los poetas son capaces de decir.
Porque Arnold Bode no era cualquier tipo sino que, en primer lugar, había sido discípulo de Freud; segundo, amante de su hija Ana; y tercero, el más grande de sus amigos, por lo tanto esas eran más que tres razones para saber que no se equivocaba.
El problema residía en que de la misma manera que para mi padre no existían dudas de mi talento como poeta, era yo el que dudaba a la hora de escribir algo que valiese la pena. Es por eso que puse todo mi empeño en no defraudar a mi padre, y mucho menos a la palabra de su mejor amigo. Todos mis esfuerzos estuvieron dirigidos a volverme un poeta de la cocina.
A falta de palabras, bienvenidos que fueron los distintos condimentos con que adobo la carne, macero las verduras, cuando no un inevitable toque de originalidad en la salsa más fácil de acompañar con las pastas.
Mi padre, cada tanto, viene a comer conmigo y, en silencio, con esa humildad que siempre lo caracterizó, devora los platos con la particular lentitudcon que un crítico cada tanto, se come el libro de un poeta.
Después digiere y evacúa; se higieniza hasta purificarse y ser dichoso.
Quien quiera oírlo hablar de poesía con esa sencillez a la que aludo, oirá de su hijo como de alguien distante. Con todas las razones que lo asisten, pondrá más efusión a la hora de citar a los que saben, y hablará del alemán aquel que en el vientre de mi madre anticipara lo que soy, mientras se emociona como un hombre cualquiera.
Patricio Torne (Argentina, Helvecia, Sta.Fe, 1956, vive Villa Mercedes, San Luis, desde 1985)
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