Los tres, él y las
niñas, una de cada lado van cruzando la plaza en diagonal en dirección a la
única confitería del pueblo, los otros
son bares para hombres.
Se
sientan, él y las dos rubiecitas que parecen maniquíes alemanes.
El
mozo trae una cerveza y dos copas de helado que las niñas tardaran tanto en
comer.
A
Ingrid le temblaba la barbilla, se mordía el labio superior, sentía los ojos
negros como sol que ciega sobre su lengua rosada que salía vacía y entraba
cargada de helado a su boca de candor. Él la dejaba hacer, lamer el helado.
Estaba tan turbada que siguió comiendo
con la cuchara de metal con forma de pala ancha mientras mordisqueaba, cada
tanto, la oblea de barquillo rellena.
Miró
a su hermana y estuvo a un tris de largarse a llorar al darse cuenta que el abismo de un secreto las separaría de
ahora en adelante. ¿Cómo podría compartir con Erika esto que la atravesaba en
oleadas desde que los ojos negros insistían sobre ella?
Ingrid
ya sabía que debajo de la blusa de batista, una tela de algodón tan fina, suave
y a la vez plebeya se transparentaban dos botones rosas sobre pequeños conos.
Él
había posado sus renegridos ojos en esos pedacitos que Ingrid sentía bajo la
tela de batista o linón y, también bajo el satén del camisón.
Comenzaba
un torbellino en el cuerpo de la púber que traía presagios de hechos
consumados.
Ella
no actuaba como otras de su edad. Algunas, a quienes los senos les crecían muy
rápido y demasiado prominentes, tendían a ocultarlos con la vestimenta, o a encorvarse.
Otras,
también desarrolladas muy temprano, los tapaban debajo de corpiños puntiagudos,
parecían amazonas sin escudos.
Las
flacuchas, tardías, seguían tan planas como siempre y jugaban todavía a la mancha como cualquier
niña de doce años .Apenas, despuntaba, tímido, un pequeño montecito.
Ingrid
percibía de día y de noche el cosquilleo en sus pezones.
Y
la mirada encendida de los ojos de sol la perturbaban, la trastocaban en otra.
Se
estaba convirtiendo en otra.
Él
saludó a los de otra mesa, sonrió. Ingrid descubrió sus dientes blancos,
brillantes, parejos, la boca y el bigote.
Sintió
un calor bajo la blusa. Se asustó,
concentrándose en la copa de helado, apuró las últimas cucharadas y le hizo doler la frente.
Volvieron
a cruzar la plaza en diagonal. Su hermana Erika le pidió permiso a él para
quedarse a jugar con unas amiguitas.
Ingrid
dijo que quería ir a casa. Su madre tenía una reunión de damas de beneficencia.
El
fresco del zaguán y el silencio los recibió. Al entrar en la cocina, Ingrid temblaba,
sus pequeñas independientes se agitaban bajo la blusa y deseaba que él hiciera algo, aunque no
podía imaginar qué.
Él
puso sus dos dedos más largos sobre los pezones y comenzó un movimiento circular, delicado y enardecedor.
Los
montecitos se endurecieron. Ingrid cerró los ojos, su respiración se agitó.
Se
oyó el ruido de la puerta de calle y él, rápido, se dirigió al baño, Ingrid al
patio.
Esa
noche no comió. Su excusa fue el helado.
La mamá le llevó un té a la cama. Ingrid desde allí oía el parloteo de Erika.
Se tapó hasta la frente y lloró, porque este secreto ya no saldría de su boca.
Aún
con lágrimas en sus mejillas, pensó cuando volverían a quedarse solos, si
coincidiría con otra salida de su madre y una vez más se sintió extraña .
Pasaron
unos meses. La mirada de los ojos negros de sol
siempre la encendía aunque con el frío sus sensores rosas no estaban
activos en la superficie, sino tapados por camiseta y pullover.
Avanzaba
la primavera, su madre la llevó una mañana a comprarle un corpiño.
Un
día antes, Ingrid había llegado muy acalorada de la clase de gimnasia. Entró
como una saeta a la cocina para tomar agua y se sacó el buzo, debajo tenía la
blusa de linón, muy sencilla que se había puesto en el apuro, al no encontrar la apropiada para
gimnasia. Le quedaba chica, sus senos habían crecido, estaban turgentes, las puntas se movían al ritmo de
su respiración entrecortada por la corrida y la sed. Bebió de un solo tirón el vaso lleno de
agua. Cuando lo puso sobre la mesa él estaba mirándola, miraba sus
senos, sus puntas, después su boca.
Ingrid
sintió una marejada tras otra que cosquilleaban más y más sus pezones.
Los
ojos negros pegados a su blusa.
La
mesa los separaba y eso, los salvó. De no estar allí, ambos hubieran avanzado
como marionetas.
Entró
su madre, quien debió captar y hasta oler el efluvio cargado de sensualidad.
Clavó
su mirada primero en los senos de su hija, luego en los ojos de su marido, y
dijo a Ingrid: Andá a vestirte.
No
quería usar corpiño, consideraba que no lo necesitaba. Le gustaba sentirse
suelta, sin tiras ni elásticos.
Una
mañana de verano su madre y Erika fueron
a una quinta a comprar verduras y frutas.
Él
dijo que iría al bar “La Perla”. Ingrid se quedó sola. Fue a la habitación de
su madre y buscó el vestido que siempre le había gustado. Era negro, ajustado,
tenía un escote importante. Se lo puso, se miró
al espejo y se sorprendió al ver
cómo asomaban sus senos insinuantes y levantados por el corpiño. Otra marea de cosquilleos la
recorrió, pero esta vez, además de sus senos, también en otros lugares.
Imaginó
los ojos de él y deseó sus manos. En ese instante se abrió la puerta. EL rostro
de él se transformó al verla, sus ojos renegridos emitían un mandato centrípeto. Lentamente
cerró la puerta, avanzó hacia ella mirándola a los ojos. Los negros de él en
los clarísimos ojos celestes de ella.
El
comenzó a hacer lo mismo que aquella tarde cuando se encontraron solos por
primera vez, como si fuera el mismo día
que iba avanzando. Puso sus dedos más largos sobre el corpiño y acarició tenue, delicado, pero al ver la
reacción de ella, fue tornándose más apremiante. Abrió un poco el cierre del
vestido, luego le bajó un bretel del corpiño. Ella ya cerraba los ojos, le
ofrecía la boca. Luego el otro bretel, hasta que puso su boca en uno de los
pezones erectos, enloquecidos.
Esto
terminó de transportar a Ingrid que ya no se resistía. Siguió tocándola, la
besó con una intensidad que nunca volvería a vivir.
Fueron
cayendo, abrazados, sobre la alfombra, disfrutando como querubines muy por
encima del juicio de este mundo.
Ana María Grandoso (Carmen de Patagones, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1946).
IMAGEN: Fotograma de la protagonista adolescente del fims BAND OPF OUTSIDERS (1964), de Jean-Luc Godard, interpretado por la actriz Anna Karina.
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