Cinco
Conseguí una
entrevista en un nuevo laboratorio. Su escritor de prospectos había muerto de
un cáncer. Buscaban a alguien joven, instruido. Pasé por varias entrevistas.
Había otro candidato que al parecer también conocía el oficio. Más joven que
yo. Con una redacción asombrosamente cabal. Yo lo tenía de mentas. Él había
redactado el prospecto de Regadione simple y compuesto.
No corría con
ventaja, salvo que el laboratorio se interesase por mi electricidad o mi vena
futurológica o por mi buena relación con la escritura. Nada de todo esto
parecía considerar la empleada que tomaba las entrevistas. Yo era un poeta.
La chica tenía un
tic: no dejaba de pestañear, doscientas o trescientas veces por minuto. También
ella era voltaica. Quizás -llegué a pensar- pone su voto sobre mi persona
porque mi conversación aliviaba el tormento de sus pestañeos. Pestañeaba cada
vez menos, estaba convencido de que alguna empatía se estaba produciendo entre
su pequeña máquina abanicadora y mi corriente eléctrica.
Ella parecía no
darse cuenta de todo esto, o quizás nada de todo esto estaba sucediendo. No
había modo de que ella intuyera mi electricidad o mi talento. La última
pregunta estuvo destinada a medir mis conocimientos literarios. Mi lista fue
apabullante, deseaba impresionarla con el único objetivo de volver a verla
pestañear; su maquinita me daba un poco de risa, volvió a pestañear trescientas
o cuatrocientas veces por minuto. No recuerdo a qué poetas, a qué escritores
mencioné; la joven y rubicunda empleada parecía no conocer a ninguno. Se
encontraba en un severo estado de fatiga.
No volvieron a
comunicarse conmigo. Era obvio que el puesto lo había ganado el más joven, con
más tino, más modestia y quizás con un novedoso estilo de vanidad.
Yo amaba a la
gente de estilo. Simón era un hombre de estilo. Un enfermo de estilo. Ninguno
de los médicos que me trataron eran hombres de estilo.
Los nervios me
estaban jugando una mala partida. Estrellar los puños contra la heladera,
patear con fuerza descomunal la jaulita de los loros de un vecino con quien
apenas nos saludamos, pegar cabezazos contra la puerta de chapa del mecánico
Anselmo, no hacían más que confirmar que estaba dentro de un nuevo corifeo, una
nueva estela enfermiza que culminaría en la estrecha y calurosa cama de un
hospital público.
Odio los
hospitales. Odio sus enfermeros y sus médicos de guardia. Odio los orinales y
los pinchazos. Odio la maldita jarra de agua tibia. Odio los gatos que caminan
por el alféizar de la ventana para terminar entre las piernas de un agonizante.
Seis
El doctor
Abásolo, con su ojo tuerto, me visita con un puñadito de jóvenes discípulos.
Explica con cuidado mis síntomas. Los estudiantes me miran con curiosidad; la
más resuelta de las jovencitas tiene labio leporino; otro se me acerca de
costado, del lado del brazo que le falta; todos parecen estar resfriados, no
paran de sonarse la nariz, ejercen una fuerza desmedida forzando las narinas.
Alguna ventosidad se escapó bajo un mugroso guardapolvo blanco.
Me hacen
preguntas irreverentes, yo mantengo un discurso prospéctico, soy una máquina de
hablar. Los confundo. Me parezco a la chica que pestañeaba. El doctor Abásolo
advierte mi fatiga y se lleva al racimo de mediquitos a la puta que los parió.
Asoma luego su cabeza para dirigirse a mí graciosamente; parecía en verdad una
cabeza sola, como la de Sulamita, sin cuerpo, abriendo y cerrando su tonta
boca, haciéndome notar mi falta de estilo. Toco la jarra de vidrio y estalla.
Lastimo el ojo sano del doctor Abásolo.
Me aplican un
calmante. Una enfermera que al pasar deja caer sus enormes tetas sobre los
botones de su guardapolvo me entona una canción muy bonita, quizás para
ayudarme a cerrar los ojos o para morir o para ingresar en la melancolía que
tiene todo escritor de prospectos.
Siete
Estoy internado.
Simón viene de visita. No sé cómo pudo enterarse. Dice jocosamente: -Los
juguetes me dijeron que estabas aquí-.
Me trae un
juguete de hojalata litografiado Matarazzo, un trompo gigante. Lo hace girar en
la mesa de metal que está al costado de la cama. Sale música: una música
que me hace llorar. El vacío de la vida. El trompo no para jamás su giro, ni su
música, y mi electricidad empieza a crecer. Tiro de un golpe el trompo y se
apaga la luz del hospital.
Por una semana no volví a ver a Simón. Me llamaron de otro
laboratorio. Fui a las pruebas. Aprobé. El sueldo era magro, me dieron los
datos del medicamento para que armara un primer prospecto.
La gramática de los prospectos es particular, yo domino ese aspecto y
tengo noción de cómo ocultar aquello que el laboratorio no quiere mostrar.
Todos los medicamentos ocultan “esenciales”. Esto lo aprendí de la alquimia y
forma parte de nuestras repetidas conversaciones con Simón. Oculté con calidad.
Fui admitido por el director del laboratorio, con quien compartí un almuerzo
magro, como el salario que me ofrecían.
El hombre era cardíaco severo. Había sido abierto como un pollo hacía
dos años pero se reía de su peste como hacen en general los cardíacos. Les
divierte la idea de que el corazón pueda explotar como una bola de fraile
rellena. Son idiotas ásperos. Me habló de su enfermedad, de la de su mujer, que
era diabética, y de la enfermedad de uno de sus seis hijos, que tiene un nombre
raro igual que su hijo. Pidió dos whiskies y yo comencé a temblar temiendo el
encuentro de mi mano con el vaso de vidrio. Hizo el gesto de brindar. Tomé mi
vaso de whisky, que explotó en el brindis como el de él, y varios de los
vidrios se clavaron en su cara y en sus ojos. El hombre se desangraba en el
piso. Todos los presentes caminaban nerviosos en ronda; parecía un ballet, una
obra musical para ballet; todo se comportaba como el trompo Matarazzo que me
había obsequiado Simón.
Me senté en una silla sin mesa a contemplar: el cardíaco severo, el
director del laboratorio, había estallado como una lamparita Philips.
(De: Los apestados,
Ed. en Danza, 2017)
Alberto Muñoz (Buenos Aires, Argentina, 1951)
IMAGEN: La red de cables bioeléctricos, que recorren nuestro cuerpo, conocidos como nervios.
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