El día que Ana me dejó, ya había empezado a invadirme el silencio. Ana me abandonó; hacía tiempo que lo planeaba y parece que ese día hizo un esfuerzo y me lo dijo, tratando de hacerme ver que lo lamentaba, que era culpa mía. Pobre Ana, era culpa mía, no hacía falta demostrármelo. Fue el último verano, la tarde del mes de enero. Estábamos en un bar vacío y oscuro, y a través de la ventana yo contemplaba la cruda luz solar quemando la calle. Es terrible, pero a pesar de que me plantaba, no sentí ni furia ni humillación, sino piedad y pena por mi vida. Me dio fiaca explicarle.
Esa misma noche me la encontré en una reunión en la casa de la novia de Pancho Expósito. Se puso roja, pero yo la saludé con simpatía y cordialidad. Se le había acoplado Carlitos Tomatis. Como afuera llovía, se habían juntado todos en el dormitorio, en el que había dos camas turcas, un anaquel lleno de libros, de madera de cajón forrada con papel de diario, y unas cuantas sillas esparcidas que nadie ocupaba. Todos estaban sentados en una cama y en el suelo, formando rueda. Como todo el mundo sabía que Ana había mantenido relaciones conmigo durante más de un año, Tomatis parecía experimentar una sensación de culpa y de inferioridad frente a mí; traté de tranquilizarlo, y cuando pedí cordialmente un trago de ginebra a la concurrencia en general, me dirigí a él con la mirada.
Ana había vuelto a sentarse a su lado, en el suelo. Sin levantarse, Tomatis echó un chorro de ginebra en un alto vaso de vidrio verde y después le agregó un trozo de hielo que tintineó al caer en el vaso. Yo me apoyé en la pared, junto a la cama, y me quedé mirándolos con el vaso en la mano. Charlaban de a ratos, sobre temas fragmentados por el desinterés y el ocio. Eran siete, aparte de mí: Pancho y su novia, Ana y Tomatis, Ángel Leto, que era nuevo en la ciudad y no hacía más que beber ginebra y mirar el piso de mosaicos en una actitud pensativa y melancólica, y Barco, que había caído a la reunión con una chica que yo no conocía, con aire de barrio, que hablaba poco y se sentía al parecer muy incómoda. Pensé que estaba callada contra su costumbre, que se sentía intimidada por andar entre «estudiantes».
Ana también estaba incómoda; mi presencia la ponía así. Debía sentir que yo pensaba algo malo sobre su decisión de abandonarme; que me había abandonado para dedicarse a la vida social. Estaba equivocada; yo lo consideraba así, por supuesto, pero no se lo reprochaba en absoluto. Me parecía justo que ella se divirtiera, que viviera a su modo, pero imaginar una existencia de esa clase para mí me llenaba de antemano de una intolerable fatiga.
—¿Qué es de tu vida? —me dijo Tomatis de pronto, desatendiendo la
conversación con los otros. Ana se volvió para mirarme.
—Y, nada —le dije.
—¿De veras que te recibiste de abogado?
Ana me sonrió, y sacudió lentamente a Tomatis.
—Qué atrasado —dijo—. Pepe es doctor desde hace ocho meses.
—No nos vemos seguido —dijo Tomatis.
—Leí tu libro —dije.
—Lo siento —dijo Tomatis, con una sonrisa simpática.
Terminé mi ginebra y me hice llenar otra vez el vaso, esta vez por Ana.
—No tomes tanto —dijo Ana, entregándome el vaso.
—El mundo no se divide en buenos y malos —dijo Barco en ese momento—.
Se divide en neuróticos, psicóticos y dementes. Hay que substituir el juicio ético por el mero diagnóstico.
Lo dijo de un modo preciso, con honda complacencia. La luz algo sucia de una bombita que pendía de un pringoso cable negro iluminaba malamente la habitación. El aire oprimía; era húmedo y pesado, y el estruendo de la lluvia incesante colmaba y casi excedía las voces. De vez en cuando un relámpago azul, sostenido, mezclaba en claridad el agua que se derramaba en el patio de mosaicos.
—Muy ingenioso —dijo Tomatis.
Los hombres estábamos todos en mangas de camisa; las mujeres con livianos vestidos floreados. Ana era la única vestida de un modo diferente: tenía una pollera blanca de hilo crudo y una blusita verde de seda sin mangas, que cubría su torso moreno. Su pelo rubio estaba cortado corto, como yo se lo había pedido un mes atrás; le daba un aspecto más fresco, más delicado y más infantil. Más de una vez había sentido un extraño aluvión cálido en mi interior al contemplarla.
—Hoy por hoy —dijo Tomatis— Barco debe ser uno de los pocos individuos del país que piensan sin errores de sintaxis.
—Demasiada lectura —rió Barco.
Me miró, como ansioso de averiguar el efecto que me habían producido sus palabras. No me habían producido ningún efecto.
Pancho Expósito hablaba en el oído de su novia, y ella se sonreía placenteramente al escucharlo. La chica de Barco trataba de no faltar a las reglas de urbanidad, y permanecía rígida, sentada sobre el borde de la cama, arreglándose de vez en cuando el pelo en la nuca, con una mano áspera, que conocía el trabajo. Leto pidió un cigarrillo. Pancho le extendió un paquete de «Saratoga», mecánicamente, sin dejar de arrullar a Dora.
Bebí un trago, me volví ligeramente y contemplé el patio. Ellos me ignoraron y continuaron charloteando y riendo, pero después de medio minuto, cuando moví la cabeza hacia el grupo sorprendí a Tomatis observándome con expresión pensativa. Traté de sonreírle, e íntimamente decidí salir de allí, pero me resultaba difícil expresarlo todavía. Por otro lado, él o Ana podían interpretar que yo podía sentirme molesto u ofendido. Hablaban de una excursión al río que harían el próximo domingo.
Ana se volvió hacia mí. Esperaba hallar algún patetismo en la situación; no lo había.
Ana también estaba incómoda; mi presencia la ponía así. Debía sentir que yo pensaba algo malo sobre su decisión de abandonarme; que me había abandonado para dedicarse a la vida social. Estaba equivocada; yo lo consideraba así, por supuesto, pero no se lo reprochaba en absoluto. Me parecía justo que ella se divirtiera, que viviera a su modo, pero imaginar una existencia de esa clase para mí me llenaba de antemano de una intolerable fatiga.
—¿Qué es de tu vida? —me dijo Tomatis de pronto, desatendiendo la
conversación con los otros. Ana se volvió para mirarme.
—Y, nada —le dije.
—¿De veras que te recibiste de abogado?
Ana me sonrió, y sacudió lentamente a Tomatis.
—Qué atrasado —dijo—. Pepe es doctor desde hace ocho meses.
—No nos vemos seguido —dijo Tomatis.
—Leí tu libro —dije.
—Lo siento —dijo Tomatis, con una sonrisa simpática.
Terminé mi ginebra y me hice llenar otra vez el vaso, esta vez por Ana.
—No tomes tanto —dijo Ana, entregándome el vaso.
—El mundo no se divide en buenos y malos —dijo Barco en ese momento—.
Se divide en neuróticos, psicóticos y dementes. Hay que substituir el juicio ético por el mero diagnóstico.
Lo dijo de un modo preciso, con honda complacencia. La luz algo sucia de una bombita que pendía de un pringoso cable negro iluminaba malamente la habitación. El aire oprimía; era húmedo y pesado, y el estruendo de la lluvia incesante colmaba y casi excedía las voces. De vez en cuando un relámpago azul, sostenido, mezclaba en claridad el agua que se derramaba en el patio de mosaicos.
—Muy ingenioso —dijo Tomatis.
Los hombres estábamos todos en mangas de camisa; las mujeres con livianos vestidos floreados. Ana era la única vestida de un modo diferente: tenía una pollera blanca de hilo crudo y una blusita verde de seda sin mangas, que cubría su torso moreno. Su pelo rubio estaba cortado corto, como yo se lo había pedido un mes atrás; le daba un aspecto más fresco, más delicado y más infantil. Más de una vez había sentido un extraño aluvión cálido en mi interior al contemplarla.
—Hoy por hoy —dijo Tomatis— Barco debe ser uno de los pocos individuos del país que piensan sin errores de sintaxis.
—Demasiada lectura —rió Barco.
Me miró, como ansioso de averiguar el efecto que me habían producido sus palabras. No me habían producido ningún efecto.
Pancho Expósito hablaba en el oído de su novia, y ella se sonreía placenteramente al escucharlo. La chica de Barco trataba de no faltar a las reglas de urbanidad, y permanecía rígida, sentada sobre el borde de la cama, arreglándose de vez en cuando el pelo en la nuca, con una mano áspera, que conocía el trabajo. Leto pidió un cigarrillo. Pancho le extendió un paquete de «Saratoga», mecánicamente, sin dejar de arrullar a Dora.
Bebí un trago, me volví ligeramente y contemplé el patio. Ellos me ignoraron y continuaron charloteando y riendo, pero después de medio minuto, cuando moví la cabeza hacia el grupo sorprendí a Tomatis observándome con expresión pensativa. Traté de sonreírle, e íntimamente decidí salir de allí, pero me resultaba difícil expresarlo todavía. Por otro lado, él o Ana podían interpretar que yo podía sentirme molesto u ofendido. Hablaban de una excursión al río que harían el próximo domingo.
Ana se volvió hacia mí. Esperaba hallar algún patetismo en la situación; no lo había.
—¿Vas a venir? —dijo.
—Sí —dije—. Bueno, depende.
Tomatis me sonrió desde el suelo.
—¿De qué depende? Vamos, viejo. No seas así —dijo—. No podés faltar.
Traté de hablar con el tono más cordial del mundo.
—Comprometido —dije, sonriendo.
Tomatis se puso de pie y avanzó hacia mí, el vaso en la mano; me palmeó.
—¿Cómo anda esa política? —dijo.
—Bien —respondí—. Estupendo.
Se quedó serio, mirando hacia el patio. No sabía qué decir. Yo tampoco.
Después habló en voz baja.
—Vamos para la cocina —me dijo.
Ana nos miraba. Lo seguí hacia la cocina, comunicada con el dormitorio por medio de una galería techada, sostenida con columnas de caño. La lluvia me salpicaba el rostro. La galería, a oscuras, era iluminada de vez en cuando por unos largos relámpagos azules.
Tomatis encendió la luz de la cocina; los blancos azulejos de las paredes producían una iluminación más viva. Había una mesa de madera, húmeda; sobre ella un mate y una pava. Tomatis miró el contenido de su vaso, sacudiéndolo para oír tintinear el trozo de hielo.
—No quiero que pienses mal de mí —dijo, sin mirarme.
Yo me sorprendí calmamente.
—¿Por? —le dije.
—No —dijo Tomatis—. No tengo nada que ver con Ana. Si viniste para hablar con ella me retiro.
Sonreí.
—No, hombre —le dije—. Estás mal de la cabeza. Me largó hoy.
—Me dijo —dijo Tomatis.
Hicimos silencio. El rumor del agua se atenuó; me gustaba oírlo. Quería estar solo, guarnecido bajo un umbral, en una calle oscura, para contemplar a mis anchas las masas de agua atravesar la zona de luz del foco de la esquina.
—De veras, Pepe —dijo otra vez Tomatis—. No te vayas a creer que me
estoy pasando de vivo.
—Quedate tranquilo —le dije. Para subrayar mi consentimiento le palmeé
un brazo. Tenía el pelo largo, y la frente lustrosa por el sudor.
—Yo te aprecio muchísimo —dijo Tomatis alzando la cabeza—. En realidad no somos tan amigos como debiéramos serlo. ¿Por qué no vas a visitarme una de estas tardes?
—Cómo no —le dije—. Cualquiera de estas tardes caigo por tu casa.
—Vos sabés muy bien que yo no me las tiro de vivo —insistió.
Tomatis es un tipo inteligente. Es una buena persona. Después, al recordar esa situación, debió haberse sentido un poco ridículo.
Ana apareció de golpe en la puerta; había venido corriendo, excitada por la lluvia. Yo recordé, de golpe, largas noches pasadas, tardes en la playa, amaneceres, y volví a sentir una pena fugaz, imposible de evitar. Ana sonrió. Se paró al lado mío, por la costumbre. Después pareció admitirlo y se alejó un poco hacia Tomatis.
—Sí —dije—. Bueno, depende.
Tomatis me sonrió desde el suelo.
—¿De qué depende? Vamos, viejo. No seas así —dijo—. No podés faltar.
Traté de hablar con el tono más cordial del mundo.
—Comprometido —dije, sonriendo.
Tomatis se puso de pie y avanzó hacia mí, el vaso en la mano; me palmeó.
—¿Cómo anda esa política? —dijo.
—Bien —respondí—. Estupendo.
Se quedó serio, mirando hacia el patio. No sabía qué decir. Yo tampoco.
Después habló en voz baja.
—Vamos para la cocina —me dijo.
Ana nos miraba. Lo seguí hacia la cocina, comunicada con el dormitorio por medio de una galería techada, sostenida con columnas de caño. La lluvia me salpicaba el rostro. La galería, a oscuras, era iluminada de vez en cuando por unos largos relámpagos azules.
Tomatis encendió la luz de la cocina; los blancos azulejos de las paredes producían una iluminación más viva. Había una mesa de madera, húmeda; sobre ella un mate y una pava. Tomatis miró el contenido de su vaso, sacudiéndolo para oír tintinear el trozo de hielo.
—No quiero que pienses mal de mí —dijo, sin mirarme.
Yo me sorprendí calmamente.
—¿Por? —le dije.
—No —dijo Tomatis—. No tengo nada que ver con Ana. Si viniste para hablar con ella me retiro.
Sonreí.
—No, hombre —le dije—. Estás mal de la cabeza. Me largó hoy.
—Me dijo —dijo Tomatis.
Hicimos silencio. El rumor del agua se atenuó; me gustaba oírlo. Quería estar solo, guarnecido bajo un umbral, en una calle oscura, para contemplar a mis anchas las masas de agua atravesar la zona de luz del foco de la esquina.
—De veras, Pepe —dijo otra vez Tomatis—. No te vayas a creer que me
estoy pasando de vivo.
—Quedate tranquilo —le dije. Para subrayar mi consentimiento le palmeé
un brazo. Tenía el pelo largo, y la frente lustrosa por el sudor.
—Yo te aprecio muchísimo —dijo Tomatis alzando la cabeza—. En realidad no somos tan amigos como debiéramos serlo. ¿Por qué no vas a visitarme una de estas tardes?
—Cómo no —le dije—. Cualquiera de estas tardes caigo por tu casa.
—Vos sabés muy bien que yo no me las tiro de vivo —insistió.
Tomatis es un tipo inteligente. Es una buena persona. Después, al recordar esa situación, debió haberse sentido un poco ridículo.
Ana apareció de golpe en la puerta; había venido corriendo, excitada por la lluvia. Yo recordé, de golpe, largas noches pasadas, tardes en la playa, amaneceres, y volví a sentir una pena fugaz, imposible de evitar. Ana sonrió. Se paró al lado mío, por la costumbre. Después pareció admitirlo y se alejó un poco hacia Tomatis.
Noté que se turbó, creyéndose que me había herido.
—¿Charlando? —dijo.
—No —dijo Tomatis—. Lo invité a Pepe a casa para una de estas tardes.
—¿Puedo colarme? —dijo Ana.
Alcé el vaso de ginebra y mientras bebía pude ver que Tomatis sonreía.
—Por supuesto —dijo.
Hubiera querido saber cuál era mi cara en ese momento; uno es capaz de intuirse a sí mismo por la voz, por la elección de las palabras, por los ademanes; es más difícil lograrlo sin verse la cara. Creo que si se nos condenara a vernos la cara en todo momento, en cada una de nuestras actitudes, enloqueceríamos. No dije nada.
Ana señaló mi vaso con un gesto.
—¿Me das un trago? —dijo.
Evitaba mirarme. Le entregué el vaso. Estaba harto. Traté de emitir una sonrisa excepcionalmente satisfecha.
—Bueno. Tengo que irme —dije.
—¿Charlando? —dijo.
—No —dijo Tomatis—. Lo invité a Pepe a casa para una de estas tardes.
—¿Puedo colarme? —dijo Ana.
Alcé el vaso de ginebra y mientras bebía pude ver que Tomatis sonreía.
—Por supuesto —dijo.
Hubiera querido saber cuál era mi cara en ese momento; uno es capaz de intuirse a sí mismo por la voz, por la elección de las palabras, por los ademanes; es más difícil lograrlo sin verse la cara. Creo que si se nos condenara a vernos la cara en todo momento, en cada una de nuestras actitudes, enloqueceríamos. No dije nada.
Ana señaló mi vaso con un gesto.
—¿Me das un trago? —dijo.
Evitaba mirarme. Le entregué el vaso. Estaba harto. Traté de emitir una sonrisa excepcionalmente satisfecha.
—Bueno. Tengo que irme —dije.
Ana me devolvió el vaso. Estaba confusa, sin saber qué actitud adoptar.
—Voy al dormitorio —dijo Tomatis sonriéndome—. No te olvides, eh.
Después de las cinco estoy siempre. Así nos liquidamos un vasito de vino.
Salió. Ana y yo nos miramos. Ella quería iniciar conversación.
—Estás imposible —dijo Ana.
—Ya sé —le dije.
—Tu egoísmo es monstruoso.
—¿Por?
Ana vaciló. Estaba ligeramente furiosa ahora. Le resultaba imposible tolerar la manera como yo había aceptado su abandono. En el fondo, hubiera querido que yo me rebelara, pero yo no podía hacerlo porque sabía de antemano que todo era inútil. El silencio había ido anegándome gradualmente. En ese punto yo no lo podía evacuar, porque había acabado convirtiéndose en mi lenguaje.
—Es monstruoso. Es monstruoso —repitió.
Tomé el resto de la ginebra y dejé el vaso sobre la húmeda tabla de la mesa. No le respondí. Me di vuelta y salí a la galería. Percibí el rumor del agua más intensamente y unas chispas frías me mojaron la cara. Recogí mi impermeable y me quedé un momento más de pie junto a la rueda, por cortesía. Salvo Ana y Tomatis, nadie parecía haberse dado cuenta de mi presencia. Hablaban, pero no decían nada, impelidos por esa oscura inercia del corazón, que se niega perpetuamente a estar solo. Ana reapareció en el dormitorio y se sentó junto a
Tomatis, en el suelo. El caso estaba definitivamente terminado.
Cinco minutos después me calcé el impermeable, emití un saludo común, una especie de gruñido amable y me dirigí a la salida. El zaguán estaba a obscuras. Me detuve bajo el umbral y miré hacia la esquina, las masas de agua fina atravesando la zona de luz del foco de alumbrado, pero ya no sentí placer en contemplarlas. Comencé a caminar pegado a la pared, en dirección a mi casa. «No me falta más que negarme a trabajar, que negarme a comer, que negarme a beber», pensé. Con gradual facilidad lo lograría. Estaba lográndolo. «No sé si está bien, si es justo», pensé, caminando con plácida lentitud bajo los árboles. «Es justo hacer sólo lo que nos sentimos capaces de hacer». Y al entrar en mi casa, mientras me secaba y sacudía el cabello, lleno de agua, pensé que, justa o no, no era posible otra salida. Que, al fin de cuentas, lo injusto y lo inútil era intentar sobrevivir, si uno, por inocencia o descuido, había penetrado, sin rescate, en el hondo dominio del silencio.
—Voy al dormitorio —dijo Tomatis sonriéndome—. No te olvides, eh.
Después de las cinco estoy siempre. Así nos liquidamos un vasito de vino.
Salió. Ana y yo nos miramos. Ella quería iniciar conversación.
—Estás imposible —dijo Ana.
—Ya sé —le dije.
—Tu egoísmo es monstruoso.
—¿Por?
Ana vaciló. Estaba ligeramente furiosa ahora. Le resultaba imposible tolerar la manera como yo había aceptado su abandono. En el fondo, hubiera querido que yo me rebelara, pero yo no podía hacerlo porque sabía de antemano que todo era inútil. El silencio había ido anegándome gradualmente. En ese punto yo no lo podía evacuar, porque había acabado convirtiéndose en mi lenguaje.
—Es monstruoso. Es monstruoso —repitió.
Tomé el resto de la ginebra y dejé el vaso sobre la húmeda tabla de la mesa. No le respondí. Me di vuelta y salí a la galería. Percibí el rumor del agua más intensamente y unas chispas frías me mojaron la cara. Recogí mi impermeable y me quedé un momento más de pie junto a la rueda, por cortesía. Salvo Ana y Tomatis, nadie parecía haberse dado cuenta de mi presencia. Hablaban, pero no decían nada, impelidos por esa oscura inercia del corazón, que se niega perpetuamente a estar solo. Ana reapareció en el dormitorio y se sentó junto a
Tomatis, en el suelo. El caso estaba definitivamente terminado.
Cinco minutos después me calcé el impermeable, emití un saludo común, una especie de gruñido amable y me dirigí a la salida. El zaguán estaba a obscuras. Me detuve bajo el umbral y miré hacia la esquina, las masas de agua fina atravesando la zona de luz del foco de alumbrado, pero ya no sentí placer en contemplarlas. Comencé a caminar pegado a la pared, en dirección a mi casa. «No me falta más que negarme a trabajar, que negarme a comer, que negarme a beber», pensé. Con gradual facilidad lo lograría. Estaba lográndolo. «No sé si está bien, si es justo», pensé, caminando con plácida lentitud bajo los árboles. «Es justo hacer sólo lo que nos sentimos capaces de hacer». Y al entrar en mi casa, mientras me secaba y sacudía el cabello, lleno de agua, pensé que, justa o no, no era posible otra salida. Que, al fin de cuentas, lo injusto y lo inútil era intentar sobrevivir, si uno, por inocencia o descuido, había penetrado, sin rescate, en el hondo dominio del silencio.
“Papeles argentinos”; CUADERNO 2; Del libro:
Papeles
de trabajo; Seix Barral, 2012
Nota del Administrador: Leer Biografía en entrada anterior del autor.
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