EL TREN INCLINA su línea de avance, dibujando una curva que lo desgaja en una nueva bifurcación.
Ya
no se ven edificios y las cuadras exhiben una forestación
tupida.
Las
vías corren encajonadas por debajo del nivel de las calles.
Cuando
salen a la superficie, las cruza una ruta; un semáforo y
una barrera
detienen la larga fila de vehículos que esperan a que
termine de
pasar el tren.
Un
complejo industrial flanquea el avance de la formación: junto al edificio
principal se levanta una chimenea de ladrillo rojo y más adelante hay un
conjunto de silos vinculados entre sí por unos conductos circulares de
aluminio.
Entre el complejo y el tren, en terrenos del
ferrocarril, varias montañas de piedra partida producen chispazos de luz a la
distancia y con el movimiento. De altura similar, están cubiertas por el pasto.
Flores azules nacen de los manchones de plantas silvestres que han crecido ahí.
Flores amarillas, en lo alto de unos yuyos, se esparcen por el suelo. En las
enredaderas que empiezan a tomar los alambrados, las flores son rosadas.
Viejos
durmientes de madera, arrugados por los años, esperan destino apilados en
desorden. Se han ido ennegreciendo y presentan grandes zonas blancas, como
calcificadas.
Los durmientes nuevos están acomodados en
torres, separados de dos en dos; de madera joven y lisa, predomina en ellos el
tono rojizo de la arcilla.
Personal con mameluco pinta de verde los bancos de cemento de la estación Llavallol; los rodean con
cinta para que nadie los
toque. Verde es también el color de las columnas de
ierro que
sostienen los techos de los andenes, de los marcos, de las persianas y los
enrejados.
En los
barrios que el tren deja atrás predominan las calles de tierra. Se ven algunos
sauces y las construcciones exhiben señales de deterioro: hace mucho que no se
las pinta, o tienen os frentes sin revocar, o los techos son de cemento,
planos.
La calle que corre junto a las vías confluye
con una ruta que venía desde el Sur, y después de girar en una rotonda se acomoda
a la par de los vagones.
El tren pasa por encima de un arroyo bajo
salpicado de islotes de basura descompuesta.
Del otro lado de la ruta, una plaza
triangular de una cuadra por lado, o poco menos, marca el comienzo de la
urbanización Rodea la plaza una malla de esterilla que no deja ver los trabajos
que se están haciendo sobre el terreno.
Nubes medio disueltas viran a lo amarillento,
confundiéndose entre sí. Debajo pasan otras, más veloces, desprendidas como
grumos de polvo. Algunas han llegado casi a desintegrarse, cual babas de
viento.
SI AL BAJAR
DEL TREN, en vez de ir hacia la izquierda, en dirección a El Jagüel, se va hacia la derecha por el paso peatonal que cruza las vías por debajo, fresco,
invadido por un olor en que se mezclan la lavandina y el orín, se sale a un
paisaje diferente.
Sólo hay una pequeña remisería frente a la
estación, y la gente anda a pie o en bicicleta. El espacio es limpio; las
voces se escuchan con bastante nitidez, aunque las personas se encuentren
lejos.
Son casi todos lotes vacíos. Las pocas
construcciones que hay entre ellos son bajas. Hacia adentro las calles se
pierden en una perspectiva cruzada cada tanto por un trenzado de cables aéreos.
Sobre el techo de una casa flamea una bandera argentina.
Es
un día de calor con un sol espléndido, sin una nube; corre por momentos una
brisa refrescante y hay polvo seco suspendido en el aire.
Para acoplarse con el paso bajo nivel que
construyen del otro lado de la vía, de éste han cavado otro túnel, donde
termina la estación. Surge como de la nada, sobre la calle que bordea las vías,
y desciende hasta hundirse en una pared de tierra.
Aún recorriendo algunas cuadras hacia
adentro, derivando hacia la autopista, la búsqueda del lugar en que el túnel
sale a la superficie se vuelve infructuosa. No hay ningún obrador que lo
señale, ni existen indicaciones de obra, ni brillan los tonos flúo de los
chalecos, ni de la esterilla. La deriva se expande hasta el descampado que
rodea al terraplén. La autopista es una linea de horizonte perfecta, que se
levanta al cabo de un extenso terreno desierto. Sobre ella se deslizan en una y otra
dirección, como juguetes, autos y camiones.
Cruzan el cielo agitándose y cambiando de
dirección rápida y sorpresivamente unos pájaros oscuros, en bandada; más arriba
hay un ave más corpulenta. Blanca en la parte inferior de sus largas alas
extendidas, planea despacio y sola. Otros pájaros se mueven entre los yuyos
como resortes, a los saltos, y un par de cotorras se persiguen a baja altura. A
contraluz, se distinguen enormes enjambres de libélulas.
El pasto del terreno ha sido quemado por
manchones. No hay árboles, sólo matas que apenas llegan a la cintura. El piso
es irregular, seco, arcilloso, como si en algún momento le hubiesen quitado la
capa superior, de tierra negra. No hay senderos que avancen sobre el
descampado, ni se puede entrar demasiado en él, unas enredaderas frondosas se
extienden por el suelo como una red.
Del otro lado de la ruta, con todas sus
luces encendidas, avanzan en caravana varias camionetas policiales. Están
pintadas de negro y de rojo, con algún detalle blanco. Son modelos nuevos; tienen
cabina de cuatro puertas y caja descubierta atrás, en algunas de las cuales
viajan efectivos uniformados. Circulan a una misma velocidad, manteniendo entre
sí idéntica distancia.
(Tomados del libro: El regreso,
Ed. Tren en movimiento, 2017)
Ezequiel Alemian (Buenos Aires, Argentina, en 1968)
Nota del Administrador: Leer Biografía en entrada anterior del autor.
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