(Fragmentos)
La niebla estaba.
El inmenso gris de la niebla.
Dentro de los senderos, de los paisajes, de todos los horizontes.
Como un manto de olvido.
Y de ensueño.
íbamos por ella.
Confundidos en aquella masa de tules que se adhería a nuestra piel, que prolongaba nuestras manos y nuestras miradas en una imprecisa sensación de algodones flotando sobre todas las cosas.
Aun sobre nosotros mismos.
Y con esa extraña sensación de soñar, viajábamos sobre la alfombra maravillosa de mis cuentos de niña, rodeados de nubes, hacia un raro país sin fronteras y habitado por seres silenciosos y sin rostros. Con un silencio impregnado de frases por decirse y de círculos girando sobre unas voces soñadas aún.
Me sorprendí mucho cuando, de pronto, se alzó ante mis ojos aquella construcción gris de techos rojizos que un instante antes estaba agazapada en la niebla, aguardando, quietamente, a todos los que, como yo, vendrían por ese mismo camino.
Subiendo...
Subiendo por la piedra fría de la montaña...
Los grandes árboles del parque que íbamos cruzando vestían sus ropas de bruma.
Y parecía que se inclinaban a saludar nuestro paso.
Gigantescos fantasmas disfrazados. Y confusos con su disfraz sonámbulo.
Se me ocurría que el silencio, enorme y pesado, vivía y tenía latidos como mi corazón y que una piel, como mis manos, me rozaba el rostro.
Y que, al enfrentar al automóvil, como para impedir que pasara adelante, era un guardián de aquellos caminos y aquellos dormidos pabellones, en uno de los cuales, dentro de pocos momentos, yo también sería guardada.
Una habitación de alto techo me dio su abrazo de frío, al abrirse la puerta que adorna su imperturbable serenidad con un número. El número por el que sería llamada desde ese instante.
Inmediata fue la comparación, dentro de mi silencio, con los números que en las cárceles deben llevar quienes las habitan.
En el piso de baldosas se reflejaba la claridad del metal del lecho.
En dos de las paredes se abrían, frente a frente, dos placards. Como dos brazos en cruz. Como dos caminos que se invitan mutuamente a seguir sus recorridos que a ninguna parte llevan.
Una mesa. Una silla. Y un sillón.
Todo de madera oscura. Brillante. Impersonal.
Hacia el parque se abrían una puerta y una ventana, ocupando toda la extensión de la pared.
Miré con ansias hacia esa otra quietud cálida de los árboles y del césped.
Buscando allí alivio a la opresión que me causaba tanto silencio y soledad unidos a la falta de tibieza de hogar de aquel ambiente.
Frente a mí un viejo cedro, alto y verde, parecíame un antiguo amigo que hubiera estado esperando mi llegada para hacerme
saber su presencia y su compañía para mi desolado viaje en medio de la ancha niebla en que acababa de penetrar.
Y de la que no sabía si podría salir alguna vez.
¿Acaso lo sabría él... ?
Una voz dulce y buena habló detrás de mí.
Al darme vuelta vi a una Hermana de caridad, con un largo guardapolvo blanco y una blanca cofia, que me tendía sus manos y me animaba hacia ella con su sonrisa buena.
Estaríamos cuidadas por estas Hermanas enfermeras, que se turnaban para no dejarnos solas.
De mañana.
De tarde.
De noche.
Escuché siempre, desde entonces, a través de la puerta cerrada, sus pasos tenues recorriendo los largos corredores. Y el sum-sum de sus largos vestidos acompañando sus rondas.
La Hermana me invitó a acostarme enseguida y se fixe.
Pero yo, sentada en una silla, acodada sobre mis rodillas y con el puño hundido en mis mejillas, dejé pasar el tiempo que me hundía en él.
Dentro de mí algo quería aferrarse a cualquier cosa que fixera para salvar la angustia. Y, rápido, ansiosa, absorbía los detalles.
Todos. Aun los más escondidos.
Una grieta en el techo... La mancha en la pared, detrás del lecho...
Cómo empañaba el brillo de los muebles el contacto de mi mano...
Y el frío que dejaba en ella el metal de los barrotes de la cama.
***
Cuando mi historia comenzaba, al irse mis padres, para reunirse en el hogar lejano con mis hermanos, me dejaron un reloj sobre mi mesa de noche.
Nunca le había dado importancia a las horas. Quizá ni supiera que los relojes tienen vida... Nunca hube de ocuparme de ellos.
No había tenido entre mis manos esas pequeñas cajas palpitantes de resonancias.
Casi como pájaros olvidados de sus alas.
No había escuchado el ronco gemido de su corazón, cuando la cuerda se mueve entre los dedos apretados que la impulsan.
Sobre mi mesa de noche quedó, con su redondez tantas veces recorrida por mi mirada. Hasta enloquecerse.
Como un juguete nuevo, lo miraba a cada instante.
Y lo volvía a mirar.
Pero en cuanto comenzó el tiempo a atormentarme con su lentitud, aquellas agujas me producían una reconocida sensación de desesperación.
Tantas veces miré hacia él en la creencia de que habían pasado largas horas... Y veía sólo el implacable minuto transcurrido.
Después de tanto conocer su longitud, sabía lo que me ocurriría. Pero volvía a mirar hacia él. A cada momento. Tantas veces al día que ya mi mirada se nublaba y no veía.
Solamente adivinaba...
Y si alguien me hubiera preguntado qué hora había visto en él, no hubiera sabido contestarle.
Sólo existía para mí el pequeño recorrido que cabía entre las dos líneas del minuto.
Sólo hubiera podido decir: un minuto más... casi dos... Aún no ha transcurrido la mitad de otro...
Cuando de noche me despertaba y, casi en sueños aún, mi mirada iba hacia allí, sabía de su existencia antes de darme plena cuenta de la mía.
Mi reflexión instantánea: ¡qué poco tiempo ha pasado en este sueño... !
Y volvía a dormirme con este último pensamiento enredado en mis pupilas : de que, al volver a despertar, las vueltas de las agujas hubieran sido tantas que hubiera podido destruir la marcada longitud de los minutos.
Acabé por creer que ese pequeño ser trataba de atormentarme.
Que en su malignidad pretendía acallar mi latido y mis voces de adentro para que sólo pudiera escuchar su rumor.
Que quería imponerme una gigantesca desazón haciendo que el tiempo fuera cada vez más y más lento...
Dejé de darle cuerda.
Durante muchos días, el silencio se ahuecó.
No se escuchaba ya su vocecita penetrante.
El ángulo de las agujas permaneció inmóvil y constante. Pero con un algo que me inquietaba. Así como si fuera un ave que hubiera detenido el movimiento de sus alas extendidas sobre la abertura de un abismo. Y allí estuviera detenida.
Sin caer.
Pero como todas las razones dicen que debería caer, el temor constante de que ocurra nos mantiene atentos a ellas.
Sufriendo una tortura.
Queriendo hacer el gesto para ayudarla a reiniciar su vuelo.
A pesar del silencio y la inmovilidad, mi mirada, como antes, se detenía a cada momento en él.
Le faltaba algo al recorrido, tantas veces conocido, de los ruidos que me rodeaban.
La minúscula sílaba de su repetida palabra era extrañada por la dimensión de la habitación, por el claro vidrio de la ventana, por las rosas del florero de arcilla, por los libros que sobre la mesa oscura cuchicheaban sus mejores frases.
Comprendí que era absurdo que aquella pequeñez llegara a perturbarme de esa manera y, llamando a la mucama, le pedí que se lo llevara.
Volvía desde ese momento la calma al pequeño mundo de mi habitación.
(del libro"Mi hogar de niebla",
Eduner, 2017)
Ana Teresa Fabani
Ana Teresa Fabani (Concepción del Uruguay, 1922 - Buenos Aires, 1949) fue una escritora y poeta argentina, reconocida como una de las figuras más notables en la literatura entrerriana de la década de 1940. Cursó su educación básica en su ciudad natal y más adelante se graduó como docente en 1939 en la Escuela Normal Mariano Moreno.2 Ese mismo año empezó a experimentar diversos quebrantos de salud ocasionados por una temprana tuberculosis y debió mudarse a la ciudad de Córdoba para iniciar un tratamiento en el sanatorio de Ascochinga. En 1946 se estableció en Buenos Aires, desde donde realizaba viajes a su ciudad de nacimiento y a Córdoba. Inspirada en la obra literaria de Rainer Maria Rilke, de Lope de Vega y de Garcilaso de la Vega, en 1943 realizó su primera publicación de poesía en la sección de literatura del diario La calle de Concepción del Uruguay. Esa misma década logró publicar su obra en diarios de prestigio como Clarín y La Nación. Su último libro en vida fue la colección de poemas Nada tiene nombre, publicado poco antes de su fallecimiento en enero de 1949. A modo póstumo, fue publicada su novela Mi hogar de niebla, una obra autobiográfica la cual no tuvo oportunidad de editar, pues falleció de tuberculosis a los 27 años. La novela se imprimió en Buenos Aires en 1950, con un prólogo escrito por el escritor y dramaturgo Ulyses Petit de Murat e ilustraciones del artista Juan Carlos Castagnino.
PUEDEN leer sus poemas en el sitio Autores de Concordia: Ana Teresa Fabani
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