I
Este hombre que sale a la noche con un cable en la mano,
y con la mano
de untar grasa de cerdo en las correas, tomar la cuchara
y dar vuelta las hojas
de mora buscando el gusano de la destrucción,
con esa mano, digo, ejecuta un nudo y prueba
la resistencia. Se imagina, una vez más,
su propio cuerpo pendiendo en la oscuridad, primero,
en la luz, luego, y más tarde, en una cuna inacabable
o danza aérea con el aire, a través del aire, en la que
no adormecido sino otra cosa, un comportamiento
del cuerpo en que la palabra choca
con la experiencia, por ser inédita, la experiencia
e intraducibie, este hombre, digo, mira hacia arriba
y ve no a Dios, claramente diré que no ve a Dios, pero sí
las estrellas pendiendo, también, mas no esta vez
por ningún cable o artificio, sí por causas oscuras
o veladas
al entendimiento común de los hombres comunes
puestas allí
-y no es que
hubiese hombres preferentemente iluminados
mas bien hay hombres que imaginan que pueden
explicarlo todo, saberlo todo-
ve, como decía, las estrellas, sujetas al inacabable
silencio
y encuentra probable la idea aproximada
de un destino, algo que
claramente trascendería el dolor y todo
lo conocido y lo por conocerse en materia
de sentimientos, sean estos bondadosos
o anulatorios, como el que lo atravesaba hace
un momento atrás, porque ahora, viendo, advirtiendo
por primera vez, en su -hasta aquí- magra
experiencia de la belleza,
cómo todo se alinea y se concentra, se expande
o fuga según su naturaleza, el hombre, este hombre que
con la mano de tusar ovejas, probar la dureza
del grano, al estar este
en su punto, ya libre de toda humedad y grávido,
con la mano
con que alguna vez alcanzó un ramo de caléndulas
a una mujer, no porque
le parecieran particularmente hermosas, sino porque,
en su particular
creencia de lo hermoso en aquel tiempo figuraba
lo colorido, arroja
lejos de sí el cable, aún en su forma original, sin lazo,
al patio, y vuelve
a la casa, acomete otra vez el ahora no tan dificultoso
proceso de dormir,
y se duerme, sólo por una noche más.
IV
Este hombre que vio salir una mariposa blanca
de la boca de sus muertos, la vio
ascender al cielorraso, quemarse, intentar
entrar en el foco, pues allí comienza, para la mariposa,
la luz, termina
la luz. Este hombre que ha pensado, entonces,
en las veces en que vivió las experiencias
elementales del cuerpo como el advenimiento
de un posible milagro,
un fragor en el pecho -largamente parecido al dolor-,
un pequeño
e inconsistente éxtasis, una jornada
agradable entre amigos sintiéndose amado,
respetado -cierto que en sus términos-
y luego, por la noche, al cerrar las puertas,
apagar las luces de la casa, midió, sopesó
el residuo de la alegría diaria, se dio cuenta
de que engañaba al vacío, lo mejoraba, pero
reaparecía en sueños, en la vida doméstica, en el brillo
del cajero automático al final de la fila, bordeando
la delicada red de argumentos y ritos con que
se guarda la vida de la locura. Este hombre
que sabe de una forma imprecisa, limitada,
pues no hay manera de pensarse fuera
-se dice- de su propio pensamiento, que no
es nuevo, esto, que toda su vida ha sido
un empañamiento, una amistad serena
con la ruina, guarda esta pequeña idea
para sí, y promete no compartirla
con personas felices y satisfechas con
sus propias vidas. Sabe
que la paradojal luz de su existencia, la que
lo ha acompañado en forma de una
necesaria y muy personal sabiduría,
es su propia lámpara, el sol ocre
con que cuenta para alumbrar
la realidad y el reverso
de la realidad, y que no alcanzará a estar
cuando el fuego de los grandes incendios abra
la noche de todo en dos.
CUERPO
VII
el cuerpo que se carga
después de haber parido, después
de haberse doblado el cuerpo
bajo el peso de los hijos, ya nada es
igual: todo otro peso, toda otra
carga es sólo superstición,
como cargar niebla
una muerte familiar es
la muerte de una mantis, se ve
cómo el muerto se pudre, se va
y es hojarasca; una casa en llamas
es un fósforo encendido
en un huracán, y no es justo
-una comprende-
pero es natural que se apague
pero si nuestro hijo tose de noche, entonces
las imágenes del apocalipsis comienzan
a trabajarnos la carne, y esa fiebre
es nuestra fiebre, y esa punzada es la lanza
de Longinos, sus propios ojos,
negros, y una noche es todas
las noches superpuestas
una en una
después de haber cargado
un cuerpo en tu cuerpo, todo
lo demás es aire,
aunque la vida que lleva consigo
sea frágil, y en cada exhalación,
la nada vaya maternando cada
infinita, preciosa
partícula de luz
(del libro Guadal//Cyborg,
Caballo Negro Editora, 2022)
Elena Anníbali
Elena Anníbali nació en Oncativo, pcia. de Córdoba, en abril de 1978. Es escritora, docente y tallerista. Sus libros de poesía publicados son Las madres remotas (2007, Cartografías y 2017, Buena Vista); tabaco mariposa (2009, Caballo negro); La casa de la niebla (2015, del Dock); Curva de remanso (2017, Caballo negro); El viaje (2021, Salta el pez). Además, publicó el cuento "El tigre" (2010, Eduvim) y el ensayo Perro de Dios - Diez años en la poética de Alejandro Schmidt, en coautoría con Leticia Ressia. (2020, Coedición Eduvim y Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba).

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