domingo, 7 de septiembre de 2025

GUADAL

 


I

Este hombre que sale a la noche con un cable en la mano,
                                          y con la mano
de untar grasa de cerdo en las correas, tomar la cuchara
                                  y dar vuelta las hojas
de mora buscando el gusano de la destrucción,
            con esa mano, digo, ejecuta un nudo y prueba 
la resistencia. Se imagina, una vez más, 
su propio cuerpo pendiendo en la oscuridad, primero, 
en la luz, luego, y más tarde, en una cuna inacabable 
o danza aérea con el aire, a través del aire, en la que 
no adormecido sino otra cosa, un comportamiento 
del cuerpo en que la palabra choca 
con la experiencia, por ser inédita, la experiencia 
e intraducibie, este hombre, digo, mira hacia arriba 
y ve no a Dios, claramente diré que no ve a Dios, pero sí 
las estrellas pendiendo, también, mas no esta vez 
por ningún cable o artificio, sí por causas oscuras
                                             o veladas
al entendimiento común de los hombres comunes
                                          puestas allí
-y no es que
hubiese hombres preferentemente iluminados
mas bien hay hombres que imaginan que pueden
explicarlo todo, saberlo todo-
ve, como decía, las estrellas, sujetas al inacabable
                                          silencio
y encuentra probable la idea aproximada
                         de un destino, algo que 
claramente trascendería el dolor y todo 
lo conocido y lo por conocerse en materia 
de sentimientos, sean estos bondadosos 
o anulatorios, como el que lo atravesaba hace 
un momento atrás, porque ahora, viendo, advirtiendo 
por primera vez, en su -hasta aquí- magra
                         experiencia de la belleza, 
cómo todo se alinea y se concentra, se expande 
o fuga según su naturaleza, el hombre, este hombre que 
con la mano de tusar ovejas, probar la dureza
                           del grano, al estar este
en su punto, ya libre de toda humedad y grávido,
                             con la mano
con que alguna vez alcanzó un ramo de caléndulas
                          a una mujer, no porque 
le parecieran particularmente hermosas, sino porque,
                            en su particular
creencia de lo hermoso en aquel tiempo figuraba
                              lo colorido, arroja
lejos de sí el cable, aún en su forma original, sin lazo,
                              al patio, y vuelve
a la casa, acomete otra vez el ahora no tan dificultoso
                           proceso de dormir, 
y se duerme, sólo por una noche más.




IV

Este hombre que vio salir una mariposa blanca
                 de la boca de sus muertos, la vio 
ascender al cielorraso, quemarse, intentar 
entrar en el foco, pues allí comienza, para la mariposa, 
la luz, termina
la luz. Este hombre que ha pensado, entonces, 
en las veces en que vivió las experiencias 
elementales del cuerpo como el advenimiento
                              de un posible milagro, 
un fragor en el pecho -largamente parecido al dolor-,
                                          un pequeño
e inconsistente éxtasis, una jornada 
agradable entre amigos sintiéndose amado, 
respetado -cierto que en sus términos-
y luego, por la noche, al cerrar las puertas, 
apagar las luces de la casa, midió, sopesó 
el residuo de la alegría diaria, se dio cuenta 
de que engañaba al vacío, lo mejoraba, pero 
reaparecía en sueños, en la vida doméstica, en el brillo 
del cajero automático al final de la fila, bordeando 
la delicada red de argumentos y ritos con que 
se guarda la vida de la locura. Este hombre
que sabe de una forma imprecisa, limitada,
pues no hay manera de pensarse fuera
-se dice- de su propio pensamiento, que no
es nuevo, esto, que toda su vida ha sido
un empañamiento, una amistad serena
con la ruina, guarda esta pequeña idea
para sí, y promete no compartirla
con personas felices y satisfechas con
sus propias vidas. Sabe
que la paradojal luz de su existencia, la que
lo ha acompañado en forma de una
necesaria y muy personal sabiduría,
es su propia lámpara, el sol ocre
con que cuenta para alumbrar
la realidad y el reverso
de la realidad, y que no alcanzará a estar
cuando el fuego de los grandes incendios abra
la noche de todo en dos.




CUERPO


VII

el cuerpo que se carga

después de haber parido, después 
de haberse doblado el cuerpo 
bajo el peso de los hijos, ya nada es 
igual: todo otro peso, toda otra 
carga es sólo superstición, 
como cargar niebla

una muerte familiar es 
la muerte de una mantis, se ve 
cómo el muerto se pudre, se va 
y es hojarasca; una casa en llamas 
es un fósforo encendido 
en un huracán, y no es justo 
-una comprende-
pero es natural que se apague

pero si nuestro hijo tose de noche, entonces 
las imágenes del apocalipsis comienzan 
a trabajarnos la carne, y esa fiebre 
es nuestra fiebre, y esa punzada es la lanza
de Longinos, sus propios ojos, 
negros, y una noche es todas 
las noches superpuestas 
una en una

después de haber cargado 
un cuerpo en tu cuerpo, todo 
lo demás es aire, 
aunque la vida que lleva consigo 
sea frágil, y en cada exhalación, 
la nada vaya maternando cada 
infinita, preciosa 
partícula de luz


(del libro Guadal//Cyborg,
Caballo Negro Editora, 2022)
Elena Anníbali


Elena Anníbali nació en Oncativo, pcia. de Córdoba, en abril de 1978. Es escritora, docente y tallerista. Sus libros de poesía publicados son Las madres remotas (2007, Cartografías y 2017, Buena Vista); tabaco mariposa (2009, Caballo negro); La casa de la niebla (2015, del Dock); Curva de remanso (2017, Caballo negro); El viaje (2021, Salta el pez). Además, publicó el cuento "El tigre" (2010, Eduvim) y el ensayo Perro de Dios - Diez años en la poética de Alejandro Schmidt, en coautoría con Leticia Ressia. (2020, Coedición Eduvim y Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba).




No hay comentarios: