lunes, 29 de septiembre de 2025

REVOLUCIÓN, DIVINO TESORO


               
 No es de mayo este aire impuro.
                     Pier Paolo Pasolini, 
             “Las cenizas de Gramsci”

Roma

Aquel impulso de cambiar la vida
“por mí, por todos”
era ya nostalgia en los sesenta
para Pasolini cuando
escribíamos sin mayúsculas
porque eran para todos las palabras.
Pero Pasolini no lloró sobre la tumba 
    de Gramsci,
ni pensó una elegía
bajo fríos árboles
y gatos en el brezo
los lejanos golpes 
de un martillo en la fragua
y las sombras 
de las arcadas romanas
tanto en San Pedro 
como en el interior robusto 
del comunismo Italiano.
Creía en la vida desnuda aún 
mocosa, vital y harapienta 
de los viejos cuentos,
maravilla y miseria, 
de Canterbury de Boccaccio y de Arabia. 
No cambiaban la vida pero la mantenían
    en un raro y fascinante equilibrio,
alzada entre cúpulas.
En vilo.

Ahora tenemos nostalgia no de la revolución
sino de cuando creíamos en ella:
una pura mecánica celeste,
marxista convicción 
y seguridad en “leyes” 
implacables de la historia,
de la voluntad, al tiempo que de la ciega
determinación de los hados hegelianos.

Llorar por lo que se creyó
no por lo que nunca se realizó
es una condena que obliga
a girar en una noria
de días y multitud y avenidas
en la tarde, en el anochecer de pájaros
apurados y bocinazos.



Arsis y tesis
         
Ah, haber llevado en el asiento 
trasero de la motoneta aquella delgada belleza 
pirenaica de delgados muslos 
fino pelo negro 
y delineados pómulos
como de aceituna pálida; una flecha
alada; un oscuro cometa,
mórbidos pechos y ausencia 
cortesana la cara, sabina raptada 
a quien mi primo despreció 
porque le sentía “olor a cuerpo”.

Ah perdidos ensueños de perfumes falsos
primos y cremas de afeitar
tornillos y bielas
aguas de colonia:

en cambio
amor por el olor corporal
el vello píceo

Vientos arrasaron aquellas ruinas
suburbanas
y sus diosas rápidas.



Vida en las ciudades

Grandes insectos de todos los colores
volaban desde el cielo, el viento
los arrojaba sediento
sobre los postigos, con los olores
de la madrugada.
Vacíos casi todos, como un océano 
de palabras sin vida, sin fuerza
que no fuera la del viento sediento
del campo, los cristales a punto de reventar,
el veterano de los fortines dijo: cada 
especie debería tener derecho a morir
con sus secretos.
Habiendo incluso vivido juntos durante décadas 
una mujer y un hombre no deberían esperar
que en el último segundo el íntimo cónyuge
del que se conocen lunares, inflamaciones, 
olores, miedo, 
diga su secreto,
porque no está en la humana naturaleza
ni en la naturaleza sin más 
propagar, promulgar, confesar
aquello que no tiene términos.
Las cenizas sean arrojadas al mar,
con ellos. Un instante fulgurarán 
sumados a las luces del puerto,
      antes de volverse materia, 
y no volverán a verlos



La plaza de los jubilados

La visión del hospital
entristece a los viejos:

querrían que la plaza estuviera en otra parte
—la visión de las paredes blanqueadas
los derrota.

Los viejos entristecen en los sanatorios, los evacuatorios,
las visitas periódicas, las esperas en las antesalas,
las extracciones de sangre, las radiografías, 
el buen consejo del médico más joven que ellos:
los aflojan, los debilitan, los sumen en la 
soledad de las farmacias.

La salud mata a los viejos
acelera su caída en la noche de la paz
final,
del humo sobre los techos
y de aquellas tardes lejanas
que desviaban sus miradas
desde las paredes blanqueadas
con cal hacia las nubes 
rosadas.



Apología de la cotidianeidad

Arboles resistiendo el invierno
cada vez más estúpido, más trivial
con los mismos cafés y las mismas pizzerías
y un aire apenas más gris que en verano.
Ya no hay juego de estaciones para los poetas
y los ciclistas matutinos,
las mismas hojas quebradizas, los mismos papeles
aparecerán bajo el auto abandonado frente a la plaza
y las campanas tendrán el mismo sonido que mal evoca
la campiña en el atardecer de cualquier ciudad; 
serán
los mismos contenedores de basura
o quizá ésos sean los únicos que cambien;
la misma competencia de guarangadas y prepotencias
entre políticos de derecha, y de izquierda 
porque eso quiere “la gente”,
sangre
sangre imaginaria
sangre patriarcal
policial
una forma de venganza
contra aquello que los hizo peores, 
menores, subalternos
sonando a lata, no a sonata:
sus hijos disfrazados de ladrones
o traficantes
en 4x4
las capuchas de sus canguros levantadas
y altas zapatillas de marca.

(Del libro homónimo,
Barnacle, 2025,
Envío de Alberto Cisnero)
Jorge Aulicino


Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949-2025) Comenzó su trabajo periodístico en semanarios de izquierda. Se desempeñó luego en agencias, revistas y diarios, incluido “Clarín”, donde dirigió la “Revista Cultural Ñ”. Se incorporó en los años setenta al precursor taller literario de Mario Jorge de Lellis. A medida que publicaba sus libros de poesía, tradujo a Cesare Pavese, Pier Paolo Pasolini, Eugenio Montale, Luciano Erba, Franco Fortini, Antonella Anedda y Biancamaria Frabotta, entre otros numerosos autores italianos. En los años de la recuperación de la democracia, integró el Consejo de Dirección de “Diario de Poesía”. En 2012 reunió sus libros de poemas en "Estación Finlandia". Ocho años después publicaría de nuevo su obra poética reunida, corregida y aumentada. En 2015 apareció su primera versión de la "Divina Comedia". Ese año recibió el Premio Nacional de Poesía. En 2025 publicó “Nada personal. Todo personal. Obra crítica”. Su colección de poemas "Revolución, divino tesoro" es su último libro.


Pueden LEER más poemas, ensayos, entrevistas y textos varios en entradas anteriores del autor. 

Fotografía: Perfil del face del autor.

1 comentario:

Alfredo Lemon dijo...

Alto poeta generoso. Una gran pérdida para nuestra cultura maltratada... Abrazo grande...