viernes, 12 de marzo de 2021

INTOLERANCIA


 








ALBERTO MANGUEL. Agonía del diálogo: qué podemos esperar de los artistas y sus obras

Fuente: Revista Ñ, 18 de julio de 2020.

El viejo y fructífero debate sobre la grandeza del arte y la eventual vileza de sus hacedores se empobrece en nuestros días. El ex director de la Biblioteca Nacional analiza la ambigüedad de la buena literatura, incluso cuando retrata lo abyecto.

 

Se rumorea que Cervantes mató a un hombre y prostituyó a sus hermanas. Séneca trabajó para el emperador Nerón. Shakespeare era un recaudador de impuestos despiadado y un evasor fiscal. Borges les dio la mano a Videla y Pinochet. Nabokov y Lewis Carroll presuntamente eran pedófilos. A Proust le gustaba torturar a las ratas. Virginia Woolf era una antisemita que le decía a su marido judío cuando sus padres iban a cenar: “¡Dales de comer a los judíos!”. Rimbaud fue (durante un breve lapso) comerciante de esclavos. Verlaine le dio una patada en el vientre a su esposa embarazada. Céline, Ezra Pound, Chesterton y T.S. Eliot eran explícitamente antisemitas. Y Châteaubriand, racista. Y mejor ni empecemos a hablar de Sade.

Pese a estas evidencias, los lectores de todos modos quieren creer que los creadores de obras esclarecedoras deben ser personas esclarecidas. Rara vez es así. En general, los escritores y los artistas son criaturas egoístas, codiciosas, despiadadas, envidiosas, coléricas y mezquinas, tal como la mayoría de nosotros, los seres humanos. Lo único que los distingue de sus hermanos corrientes es que, cuando los toca la gracia, son capaces de producir buen arte.

El reciente alboroto en torno a los directores de cine Roman Polanski y Woody Allen por tener relaciones sexuales con menores, la decisión de la National Gallery de retirar las pinturas de Gauguin de mujeres tahitianas de su muestra retrospectiva debido a la supuesta actitud racista del pintor hacia los habitantes de las islas del Mar del Sur, son sólo dos de los ejemplos recientes de esta cruzada moral que confunde las obligaciones civiles de estas personas con la obra que han creado como artistas. Como ciudadanos, estamos obligados a obedecer las leyes de la sociedad en que vivimos y, si estos hombres y mujeres son culpables de algún delito (según se concluya tras el debido proceso legal), deberían ser castigados en consecuencia. ¿Pero por qué castigar el arte (y por lo tanto a su público) con el mismo gesto condenatorio? ¿Por qué obligar al artista a declarar su “integridad moral” (en la España del siglo XVI y durante el Tercer Reich esto equivalía a la “pureza de sangre”) antes de permitir la presentación de una obra de arte al mundo en general? Shelley y Valéry sugirieron que la literatura es un continuo que debe leerse como anónimo para no contaminar cada segmento con cualidades ajenas al texto mismo. Esta, en el siglo XXI, se considera una idea escandalosa.

 

La profesora Ethel Groffier ha analizado un aspecto de la cuestión. Su reciente libro, brillantemente argumentado, Dire l’autre: Appropriation culturelle, voix autochtones et liberté d’expression (Leméac: Montreal, 2021; en castellano “Decir al otro, apropiación cultural, voces autóctonas y libertad de expresión”) toma como punto de partida las controversias por los casos, entre otros, del proyecto teatral de los directores Robert Lepage y Ariane Mnouchkine, en el que actores blancos interpretaron a personas nativas, y del espectáculo visual de la artista no nativa Amanda PL inspirado en el artista nativo Norval Morrisseau. Groffier cita una carta de Lepage en la que refuta las acusaciones de apropiación cultural: “Desde el comienzo de los tiempos, la práctica teatral se basa en un principio muy simple: jugar a ser otro. Simular ser otro. Colocarse en la piel de alguien para tratar de entenderlo o entenderla y, mediante ese hecho, quizá entenderse a uno mismo”.

Aquí también, la preocupación pública es la identidad del intérprete, en tanto la presunción es que la identidad documentada suplanta (o autoriza) la ficticia. Este argumento engañoso lleva a un absurdo evidente: que nadie más que un danés del siglo XVI puede encarnar a Hamlet; que ningún tema le está permitido a un escritor salvo la autobiografía e, incluso eso, limitado a la época y el lugar de la escritura real.

Groffier concluye: “La apropiación cultural, en el sentido actual, es parte de la recuperación de la identidad por medio de la subordinación de la cultura a ella. Lo que es peor, establece la identidad por medio de la raza: condición de nativo, blancura, negrura. Centra el debate exclusivamente en la cultura aun cuando las argumentaciones sean políticas. Oculta el verdadero problema y lleva el debate al terreno del discurso literario o artístico en lugar del político, al cual debe pertenecer. Propicia la censura en la expresión de opiniones públicas y, en consecuencia, la autocensura, que lleva al empobrecimiento de la creación artística y que algún día no dejará de volverse contra sus acusadores”.

Hoy día, la expulsión de profesores de prestigiosas universidades por expresar opiniones similares, o por abogar por un enfoque más razonable del racismo, es un trágico indicio de que nuestra sociedad ya no cree en el diálogo basado en la razón.

Quizá haya otro aspecto de la cuestión de la responsabilidad del artista que yo, como lector, podría sumar a la discusión. Quizá la exigencia de algún tipo de comportamiento civil apropiado por parte del artista como miembro de la sociedad pase por alto un lugar común más antiguo: que el arte es su mejor custodio. Con esto quiero decir que una gran obra de arte, por determinados medios inefables, tiene algo en su constitución que no le permite defender causas inmorales y anti-humanitarias. No quiero decir que sea moral en el sentido de las fábulas de Esopo o humanitaria, como en las instituciones filantrópicas. Digo que no me viene a la mente ni una sola gran obra de arte que no esté imbuida de una ambigüedad enriquecedora que la protege de una lectura dogmática clara. Grandes artistas han producido arte dogmático, pero no era buen o gran arte. Los tiranos han escrito libros, pero ninguno de los que conozco es reconocido como obra maestra: las obras poéticas de Stalin, las ficciones románticas de Sadam Hussein, la novela La amante del cardenal de Mussolini, todas han sido merecidamente olvidadas. Ni tampoco son obras maestras artísticas los panfletos antisemitas de Louis-Ferdinand Céline, los poemas de Pablo Neruda de elogio a Stalin, los raps de Kanye West en apoyo de Trump.

Es como si el arte (y sé que esto es una ilusión), las obras que llamamos clásicos, los libros cuya circunferencia, según la definición de Northrop Frye, siempre es más grande que la del mejor de sus lectores, fueran intrínsecamente morales en el sentido más profundo de la palabra y, ya sea que nos muestren a personajes racistas en Huckleberry Finn o antisemitismo en Oliver Twist o misoginia en La fierecilla domada o incluso violencia sádica en los Cantos de Maldoror, no fueran en sí mismos racistas, antisemitas, misóginos o malignos. Esa es mi esperanza como lector.

 

Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) es autor de Una historia de la lectura, entre otros ensayos. Actualmente reside en Canadá. Traducción: Elisa Carnelli.


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