Por Pedro B. Rey----Fuente: La Nación, 21 de octubre de 2018
Siempre hubo algo misterioso en Hebe Uhart (*). Lo misterioso era que no había mayores misterios, que el enigma era resultado de cómo se reflejaban sobre la página sus perplejidades y cierta curiosidad minuciosa, incluyendo la de su oído, que sabía radarizar como nadie una oralidad variadísima. No queda claro si era puro instinto, un trabajo deliberado o las dos cosas. En todo caso, no muchos lectores salían (siguen saliendo) indemnes de la engañosa monotonía de sus libros.
Lo misterioso de Uhart tiene que
ver, en el fondo de todo, con la paciencia. La perseverancia y el estoicismo
sorprendido que tuvo para seguir escribiendo tienen eco, mediados por sus
personajes de semificción, en sus relatos. También en las crónicas de sus
últimos años, donde los personajes eran igual de modestos, pero reales.
Escritores como Uhart, practicantes
de una literatura en sordina, suelen ser un secreto bien guardado. El suyo
terminó siendo vox populi. Cuando murió días atrás, fue despedida
aquí y en el exterior (la justicia poética a veces pasa fronteras) con multitud
de notas, algo que seguramente la hubiera sorprendido. Sus últimos textos
viajeros, al calor del retorno de la crónica como género, deben de haber
impulsado esa popularidad relativa y a contracorriente. También su trabajo
dando talleres, al parecer tan singulares que mereció que una de sus alumnas,
Liliana Villanueva, les dedicara un volumen (Las clases de Hebe Uhart),
un suceso a escala en las librerías.
Uhart fue construyendo su camino
confidencial con la calma del que cuida el crecimiento de una enredadera.
"Guiando la hiedra" se llama uno de sus cuentos más citados y trata
de eso: de alguien que acomoda las plantas, guía en efecto una hiedra y termina
dándose ánimos con un ambiguo "Arre, hermosa vida". Cuando salió en
1997 el libro que lleva el mismo título de ese relato, el apellido apenas
sonaba por La luz de un nuevo día, publicado mucho antes por el Centro Editor
de América Latina. Otro gran cuentista, Elvio Gandolfo, un adelantado fan de
Uhart, es el único conocido al que recuerdo recomendándola sin pudor, como si
estuviera ya a la par de Raymond Carver o algún otro autor archileído. Para
entonces, Uhart tenía unos sesenta años y había publicado poquísimo, a veces en
editoriales tan ignotas que sonaban imaginarias y, para peor, imposibles de
rastrear. Para volver a ella hubo que esperar a la publicación de Señorita, una
narración breve de 1999. Está incluida en la reciente edición de Novelas
reunidas (Adriana Hidalgo), que además contiene los previos La
elevación de Maruja, Algunos recuerdos, Camilo asciende, Memorias
de un pigmeo y Mudanzas.
La singularidad de Uhart puede
testearse en cómo se escurre a los géneros. ¿Son de verdad novelas? Cuatro de
esos libros formaron en su momento parte de Relatos reunidos (2010),
una amplia recopilación de Alfaguara que incluye
además, entre tantos cuentos, "El budín esponjoso" y "Cosas que pegan, cosas que no
pegan" que cumplió un papel importante para que la obra de la escritora
circulara a partir de entonces con firmeza (lo que, en su caso, significa que
empezara a conseguirse sin problemas). Valga un ejemplo, aunque
estadísticamente sea pobre: semanas después de publicado aquel volumen,
recuerdo a un lector de mediana edad entrando al subte repleto con un ejemplar
abierto. Siguió leyéndolo de pie, sin quitarle la vista, a pesar del tamaño, de
maniobra difícil. Podía ser una excepción (solo había visto esas cosas con best
sellers, a lo sumo policiales), pero las excepciones pueden ser tan reveladoras
como la norma.
Relatos reunidos abrió
un camino, y también funcionó como clausura de una etapa, porque para entonces,
Uhart, sin abandonar la marca de agua de su tono inconfundible, había comenzado
a explorar otras direcciones. Los relatos y
también las "novelas" incluidos en ese tomo, casi todo lo que había escrito hasta
2000, orbitaban en su mayoría alrededor de detalles que no le escapaban, a su
oblicua manera, a lo autobiográfico. Uhart había nacido en Moreno (en 1936) y
ese clima de provincias, cuando los suburbios eran mucho más pueblo y campo que
hoy, puntuado de personajes comunes, cercanos todavía al origen inmigrante,
daba relieve a todo un microcosmos. También se filtraba su propia formación: la
futura escritora trabajó de maestra de escuela y viajaba a la ciudad, como
ocurre en Señorita, para estudiar en la universidad,
También en eso Uhart fue una rara
avis. Se formó en y enseñó filosofía (algún trabajo suyo figura incluso en los
tomos que recopilan Los Seminarios de los jueves, de Tomás Abraham), pero sus
narraciones no muestran ningún residuo de esa actividad, si se descuenta la
capacidad de observación y el diálogo como medio de conocimiento. Puede haber
alguna más, pero la única alusión directa que recuerdo en sus libros es el
descubrimiento en una biblioteca del Tratado de las sensaciones de Condillac. A
la narradora le gusta la imagen una estatua
que se va animando por partes y sucesivamente va despertando al gusto, al oído, al olfato que usa
para explicar la percepción y las sensaciones, pero sale
con una única convicción: que no volverá a leer
ningún libro de ese pensador.
Ese asombro atento y caprichoso porque la atención se
concentra en pocas cosas, no en las grandes estructuras
encontró su mejor vía
de escape en la literatura. Siempre quise leer en el modo de frasear de Uhart
un eco distante de Felisberto Hernández. Daba la conexión por original hasta
que en el momento de organizar esta nota encuentro a la propia Hebe hablando del uruguayo. Lo hace en
Maestros de la escritura, otro libro de Villanueva en que se entrevista y
retrata a formadores de escritores: "Presenta (dice de Felisberto, entre
otras cosas) las emociones trabajadas como si fueran de otro". Lo mismo
podría decirse de muchas de sus páginas. En Uhart no hay casas inundadas que se
surcan en bote ni balcones que caen de improviso, aunque algún auto en el
garage pueda recordar un animal.
Leídos de cerca, desprovistos de
la fantasía insólita del uruguayo, los de ella pueden pasar por simples relatos
costumbristas (esa bestia negra de cualquier crítico), enajenados por una
mirada. Los personajes, sin embargo, en vez de representar un tipo, cobran
espesor por la suma de sus peculiaridades. Y, sobre todo, está el estilo: Uhart
escribe entre concentrada y distraída, con los destellos de genio e ingenuidad
de algunos músicos.
Con el nuevo siglo, la modulación
no cambió, pero los cuentos (Del cielo a casa, 2003; Turistas,
2008) ampliaron el registro y los paisajes. El cuento preferido de alguien no
tiene por qué contarse entre los mejores, pero la media lengua traducida que
inventa para "Stephan en Buenos Aires" es única: "Iba yo
recorrer calle Florida, cuando vi pájaro gorrión. Pájaro gorrión casi universal
y chilla en universal. Y las palomas allá arriba de cable en cable, muchas
ellas, una de lado de otra, quietas como soldados. Bajan dos y comen arriba de
piso; pájaro gorrión no come directo, él roba escondido de las palomas".
Solo Uhart es capaz de sostener doce páginas perfectas con esos balbuceos.
Los cuentos, sin embargo, también
tenían los días contados. "Hace tiempo que viré del cuento a la crónica dijo en noviembre pasado, al recibir el premio Manuel Rojas,
en Chile porque me pareció en
su momento una forma de renovación. Cansada
de escribir sobre la infancia, los abuelos y la inmigración, quise ver un poco más del mundo que me rodeaba y empecé a
viajar, sobre todo por América Latina, porque me pareció que ahí había mucho
por aprender y descubrir".
En las crónicas, Uhart se trenza
con todo lo que se le cruza en el camino, ya sea en un pueblo chico o en una
comunidad indígena. Puede registrar desde lo más trivial y aburrido hasta
definir en una línea a los tucumanos: "Son conversadores, fiesteros y
cafeteros". De Viajera crónica (2011) al reciente Animales (pasando
por Visto y oído, De la Patagonia a México, De
aquí para allá) dio forma a un corpus insólito. Un detalle lo vuelve más
sorprendente. Uhart empezó a escribir esos trabajos inquietos, a priori
reservados, se diría, a una millennial veinteañera, cuando ya había entrado en
los setenta. Usaba la experiencia, pero al mismo tiempo hacía con ella tabula
rasa. Quizá por eso, de escritora rara y desconocida, haya pasado a ser
influyente. Su estilo puede rastrearse en muchos, aunque pocos de sus
seguidores hayan alcanzado hasta ahora entonación propia. Por muy generosa que
haya sido, fue ella la que, lo quisiera o no, llegó primero, la que puso la
vara, a lo largo de toda una vida, para esa tonalidad inimitable.
(*)Hebe Uhart -Nació en Moreno, Argentina, en 1936.
Cuentista, novelista y narradora. Profesora de Filosofía egresada de la UBA.
Entre sus libros de cuentos figuran Dios, San Pedro y las almas (1962); La
gente de la casa rosa (1970); El budín esponjoso (1976); La luz de un nuevo día
(1983); Guiando la hiedra (1997); Del cielo a casa (2003); Camilo asciende y
otros relatos (2004); Turistas (2008); Relatos reunidos (2010) y Un día
cualquiera (2013). Además escribió Memorias de un pigmeo (relato, 1990),
Mudanzas (novela, 1995), Señorita (novela, 1999) y Viajera crónica (crónicas de
viaje, 2011). También publicó en libros de filosofía y participó en antologías
de libros de cuentos como El cuento argentino, Así escriben las mujeres,
Antología 100, Esas malditas mujeres y Cuentos de escritoras argentinas, entre
otros. Escribió notas de viaje, crónicas de personajes y situaciones para
diferentes revistas.Murió el 12 de octubre de 2018.
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