Por Juan Manuel Domínguez. (Fuente www.perfil.com). Cultura. 04-10-2020
En 2013, Juan Manuel Domínguez
–editor de Espectáculos de Perfil– se reunió con Joaquín Salvador Lavado, QUINO,
(Mendoza, 1832, septiembre, 2020), para realizar una entrevista que utilizaría
para un libro que nunca prosperó. En la charla que se extendió por horas, el
genial artista mendocino reflexionó sobre sus mentores, su infancia, su
relación con Mafalda, los fantasmas y la muerte. A manera de homenaje
reproducimos parte de ese diálogo, inédito hasta ahora.
Se suele caer en dos lugares
simples, comunes (entendibles, por supuesto) a la hora de intentar comprimir el
océano cultural que representa Quino, nacido en 1932, Santo Patrono argentino
de la tira familiar cándida gracias a Mafalda y el humor gráfico
editorial quirúrgico, universal y sentido (su legión de viñetas de una página).
Su muerte tan solo hace evidente lo que ya era oxígeno de nuestra cultura: lo
crucial del legado de Joaquín Salvador Lavado, que es por partes iguales filoso
y hogar, plaza de juegos y bunker embroncado contra todo aquello que el mundo
nunca fue (que Quino, sea cuando era niño mendocino o alguien que recibía la
Orden Oficial de la Legión de Honor, se merecía, al menos por su lúcido enojo).
Son esos lugares comunes los que lo hacen una excepción en la historia del
medio de las viñetas. Son, también, los que lo hacen Quino, es decir, la
palabra más linda y feroz de nuestra historieta. Esos tics, comunes les
decimos, no son malos. Tan solo reflejan aquello que, sin malicia, no se
respeta del medio que Quino, a quién Art Spiegelman define como “un artista
noble” (se conocieron allá por 2015, cuando a Quino ya le costaba –todavía más–
el mundo), dominaba con tanta potencia, finura e inteligencia, algo que queda
todavía más en evidencia en su obra como humorista gráfico. Su talento en ese
campo hace difícil creer lo inseguro que siempre, sea en Tía Vicenta o
en Clarín, dijo ser (tanto es así que hasta calcaba a su Mafalda para no
equivocarse.
Volvamos a nuestros lugares
comunes. El primer lugar común es inmediato. Es Mafalda, creada en 1964
(un año después del primer libro como humorista gráfico, Mundo Quino). Es
aquella obra que estornuda cualquier biblioteca argentina, sea aquella que
existe superpoblada, especialista, o aquella tan raquítica que es casi casual
su presencia en el hogar. Donde sea, en nuestras casas aparece Mafalda, la tira
nacida en los años 60, que Quino quería, pero consideraba solo una etapa de su
carrera y que fuera eternamente asociada a Peanuts. Seguramente, esto
último se diera por sus niños protagonistas que comprimen la visión del mundo
de su autor desde una falsa simpleza (creada por el estilo de la caricatura). Y
también se diera por su omnipresencia en la cultura donde nació: la forma en
que Mafalda pasó a ser la historieta fundamental del medio en Argentina.
Pero es crucial entender una diferencia: Quino, a sabiendas, generó una
operación similar a la de Schulz, pero alterada: Quino no quiso ser siempre Mafalda,
y en eso, en esa búsqueda que es más fácil ver en su humor gráfico, es fácil
leer a Mafalda como un primer paso (símil paso en la luna) de un artista
enorme. Lejos de Schulz, a Quino le interesaba más comprimir y dejar en
evidencia nuestro vínculo con el mundo, con sus injusticias, con su ternura y
con su inevitabilidad. La melancolía de Quino tiene que ver con su
irreverencia, y hasta podría decirse con su quijotesca incomprensión para con
la desigualdad social, con la vida en la ciudad y su demencia civilizada, con
el sistema de clases y su elegante cinismo (sea aquel económico o el que existe
en el arte, sea aquello que definimos como nuestra naturaleza o nuestra necedad
con la religión). Es por ello que Mafalda es política, seguro, pero no
solo cuando lo era y es explícitamente: es política porque no está aislada del
mundo.
Y eso era Quino. Era alguien que
podía comprimir escuelas (aquella que lo crió y le dio sus primeros trabajos en
Argentina, su amor por Divito, su cariño por los humoristas gráficos del New
Yorker –por Saul Steinberg–, su permanente atención a los nuevos artistas) y
disparar viñetas. Que podía confeccionar, sea en una tira o una viñeta de humor
gráfico, sea en la edad dorada de la historieta argentina o en las páginas
dominicales de Clarín Revista, máquinas de historieta, obras mercurianas
con tanto corazón como dientes apretados, que si fueran algoritmos le
generarían, al menos por cinco minutos, un rato de bochorno al
capitalismo. Lo que sigue, son apuntes, inéditos, de una conversación que
este cronista tuvo con Quino en 2013. Un paseo por su vínculo con Mafalda,
sus amigos en la historieta argentina, su legado, su inseguridad, su vida en
Mendoza, su vínculo con los fantasmas, sus padres andaluces y sus
influencias.
Los fantasmas. “Tengo
páginas, viñetas, con aparecidos, con fantasmas. Son páginas de humor: un señor
que toma whisky, vistiendo una bata de seda y pañuelo al cuello, retando al
mayordomo: ‘Ah, los fantasmas me toman el whisky’ y en el ambiente, en el aire,
flotando, se ven muchos fantasmas tomando whisky. Me quedó mucho eso de que los
muertos no se mueren. Cuando de niño, en casa, en Guaymallén, Mendoza, los
colchones eran de lana y cada tanto había que cargarlos. Eso en casa lo hacía
una señora que para mí sería muy mayor, pero no tendría más de 40, y era una
señora mendocina, que sabía mucho de leyendas de la zona, de los aparecidos.
Por aquella época todavía se celebraba el día de las ánimas. Y en aquellos días
se dejaba en algunas esquinas unos platos, con unas velitas. Mientras ella
lavaba la ropa, yo me sentaba en una sillita y me contaba todas estas
historias. En el momento no me di cuenta y recién a los 40 años, cuando empecé
a rebobinar, eso apareció.
Primeras viñetas. “En mi
casa, si bien no teníamos mucha plata, y mi papá no leía mucho: siempre había
revistas, se compraban como cinco o seis, aparte del Billiken, Rico Tipo, El
Gorrión, Tit Bits, Patoruzú. Yo veía que para comprarse un traje mi padre debía
pedir plata prestada pero siempre había revistas. O las revistas eran regaladas
o la ropa era carísima. Lamento mucho que mis padres se hayan muerto cuando yo
era chico y joven, porque me gustaría mucho pedirle mis orígenes, saber de
dónde era mi abuelo. Viviendo en Europa me acostumbre que con solo saber de qué
región es un tipo, ya sabés algunas cosas. Qué vino toma, qué pasta le gusta,
de qué cuadro es. Cuando me fui de Mendoza, la ciudad me costó mucho: vivía con
tres tipos en la misma habitación, iba a un café a dibujar. Yo en Mendoza vivía
a diez cuadras del cine, y a los 8 años empecé a ir solo, porque lo más que te
podía atropellar, como a Pierre Curie, era un caballo. Mordillo también lo dice
(tenemos 20 y pico de días de diferencia de edad): yo me crié con un cine
buenísimo sin saber lo que veía. Keaton, Chaplin, los hermanos Marx.”
La historieta y su técnica.
“Algo que siempre me sorprendió y mucho: un ojo para nosotros es un puntito.
¡La de veces que yo borre ese puntito! ¡Mil veces! No lograba esa cosa que yo
mismo no manejo pero que sé está ahí. Y, sin embargo, una vez, ahí, aparece
eso, eso que transmite humanidad y sabes, o al menos crees, que está bien. Yo
sufría el dibujar. Sufro cuando veo tipos que agarran la lapicera y dibujaban
directamente en tinta, como el Negro Fontanarrosa. Yo dibujaba todo a lápiz,
borraba mucho, hasta que no tenía todo a lápiz, no lo podía pasar a tinta.”
Los mentores. “Dobal a mí
me ayudó muchísimo. Lino Palacio no aparecía por las redacciones: era un
dandi. Divito era todo lo contrario: te corregía, te miraba, te inspeccionaba
las ideas. Cuando él me publicaba, yo tenía que llevarle los dibujos en lápiz,
ahí me los aprobaba y recién ahí los pasaba en tinta. Cascioli es un hombre que
hizo mucho. Divito se anticipó a la ola de psicoanálisis que vino a la
Argentina. Dobal, que trabajaba con Lino Palacio, me corregía muchísimas cosas
en redacción. Los tableros, las máquinas de escribir, la madera gigante y
cincuenta tipos uno al lado del otro, papeles por el suelo, el linotipo: esa
era la imagen. Recuperar los originales de uno era una tarea a realizar: yo lo
descuide mucho, hasta que apareció Miguel Brascó, y dijo que los originales
eran nuestros, no de la redacción. Por eso me fui de Primera Plana, porque no
me querían devolver mis originales. Yo
me encontraba con Carlos Garaycochea, y nos íbamos a tomar un café, y nos
mostramos lo que habíamos llevado, y era otra la relación, de amistad. Hay que
entender que yo empecé haciendo humor mudo. Yo estaba enamorado del humor mudo,
y acá me decían que a la gente no podías darle solo humor mudo, había que darle
mal. Lino Palacio, la gente del New Yorker, la comedia clásica del cine. Tati y
ver lo peor de nuestro neorealismo. Jugar con la modernidad desde el ridículo.
Landrú cuando apareció con Tía Vicenta estuvo muy abierto a muchos
dibujantes. Vos les decías que tal estaba copiando a tal, y él te decía ‘Si es
gracioso, no importa’. En cambio, Divito no, una vez descubrió a un tipo que me
había copiado puntualmente una idea y lo echó.”
Su lugar como creador. “Me
veo como alguien que a nivel dibujo no fue un innovador de nada. Cuatro días
para pensar, tres para dibujarla. Soy muy metido en mí mismo. Siempre tapaba lo
que estaba dibujando, no dejaba que Alicia (N. de R.: Su esposa) la vea. Siempre
fui muy lento para dibujar. Siempre fui tímido con mi obra. La mostraba cuando
estaba la idea dibujada y terminada. Me aterraba la idea de que me dijeran que
no se entiende bien. No soy Copi, no aparecí con algo revolucionario. No salí
con nada que generara un ¡Ahhh! Sigo a Oski, a Divito, a Palacio. Y me doy
cuenta por eso. Siempre tuve una libreta donde anoto ideas, tengo todavía una
carpeta muy grande con ideas inconclusas que no se ocurría un final, capaz que
algunos finales se te ocurrían tres años después. Hay un escalón muy grande en
mi humor, cuando llega Ongania y lo sacan a Ilia. Hay un escalón que me hace
subir a un lugar más desorientado, y más amargo. La amargura fue mi motor. La
gente me dice pesimista, pero yo sostengo soy realista. Vi una vez una foto de
un policía brasileño que le estaba disparando en la cara alguien que tenía
secuestrado a un niño: no hay forma de que se me pueda ocurrir tamaña
violencia, no hay forma de lidiar con eso.”
Peanuts y mafalda. “A mí
me llamaron a comienzos de los años 60, de una agencia donde trabajaba Norman
Briski. En esa época estaban las heladeras Siam Di Tella, y a esta gente se le
había ocurrido pedirme una familia que se parecía a Charlie Brown, a Peanuts.
Lo cual era difícil, porque allá, en esa tira, los adultos no aparecían
siquiera. Pero tampoco era imposible ya que el mismo Schulz había roto un poco
el molde de la tira cómica al alterar su fórmula ‘un personaje con un solo
chiste’. Acá, en ese momento, había historietas donde dominaba una condición
del protagonista (Avivato, por ejemplo, donde el personaje siempre terminaba
mostrando esa característica de su nombre: siempre, siempre y siempre) y listo.
Y en Peanuts se querían, odiaban, puteaban, eran felices, tristes, lloraban y
pataleaban. Yo no había visto nunca algo así. Mi maestro en este campo es
Charles Schulz, su autor. Me enseñó a cambiar los tonos. Y que, si gritaban,
que fueran letras grandes, que invadieran lo que estaba al lado.”
La capacidad de observar.
“Yo creo que lo tenemos todos los dibujantes de humor es la capacidad de
observar. No sé si todos, pero varios lo tienen. Por ejemplo, Liniers es un
chico que trajo una irrealidad y la transformó en casi realidad. Hace cosas que
en la vida real existen poco, o que son ideas que a uno se le ocurren en la
intimidad (esto de los duendes, por ejemplo). Me acuerdo una vez que estaba con
el Negro Fontanarrosa en Rosario, y fuimos a comer a un restaurant. Por esas
cosas, que se dan cuando hay mucha gente en la misma mesa, el Negro quedo de espaldas
al salón donde estaba comiendo la mayoría de la gente. Empezamos a comer y de
repente él se para y dice ‘Perdónenme, pero yo me tengo que cambiar de lugar y
ponerme mirando al salón, porque no puedo comer sin estar mirando lo que pasa.’
Y yo soy igual. Me fijo en cómo un camarero lleva la bandeja, cómo se mueve,
cómo habla, y lo hago porque uno no es un tipo que dibuja una sola cosa, sino
muchas cosas de la vida cotidiana, se acostumbra a mirar todo. Porque por ahí
lo tenés que dibujar y en ese instante tenés que estar listo.”
Los cansancios y Mafalda.
“De Mafalda un poco sí. De la historieta no. Eso me había dicho Esquí: ‘No
crees un personaje, porque es una esclavitud’. Ha habido discusiones cuando yo
dije que Mafalda es un dibujo más. A los cantantes me imagino les pasa lo
mismo. Es como preguntarle a un marinero que navegó toda la vida, que te dio el
navegar. Me quitó, sí, libertad, una vida más intensa en otros rubros. Mi
obsesión era publicar en Rico Tipo, en Paris Match. Dedicaba mi tiempo a eso.
Yo creo que con la Mafalda me preocupe mucho por poner muchas escenas que se
dan dentro de una casa (la cena, salir al colegio, guardar el auto) y esa
familiaridad que yo pinte en esta familia, valga la redundancia, es lo que dio
en el lugar correcto. Las preguntas que se hacía Mafalda me las sigo haciendo
yo. No sé, ¿por qué se sigue destruyendo el Amazonas? Hay muchas preguntas y no
hay tantas respuestas.”
El vínculo popular con Mafalda.
“‘Yo crecí leyendo a Mafalda’, esa frase. Tantas veces. Incluso en anécdotas
trágicas: mi hermano fue muchas veces al avión de la tragedia uruguaya en la
cordillera, y me trajo hojitas de Mafalda aplastadas. Para entretenerse leían a
Mafalda. Y una vez una chica uruguaya que se puso a llorar tanto, con una
congoja, con una pena, y me di cuenta que su sufrimiento, más grave en otro
momento, había sido más leve leyendo Mafalda. Cuando me fui de la Argentina,
había una foto de los curas palotinos muertos con el poster de Mafalda encima,
y fue una cosa espantosa.”
La realidad en el arte. “Maus
me convulsiono muchísimo. Me parece la obra superior que se ha hecho en
cualquier arte respecto del Holocausto. Lees del campo de concentración y ves
el campo de concentración, lo sentís. Cuando vi La vida es bella salí
con un cabreo importante. Esa es una discusión sobre si uno se puede reír de
todo, o de solo ciertas cosas. Cuando se cayó el avión de los uruguayos en la
cordillera, O Pasquin, una revista brasileña, sacó un suplemento
especial de canibalismo. Y tenía cosas graciosísimas. Me acuerdo que había un
dibujo, de gente en la montaña, comiéndose entre sí, y había un vegetariano
indignado. Me tocó de chico, tipo once años, el terremoto de San Juan en
Mendoza. Yo estaba patinando, eran las siete de la tarde, y de pronto empezó a
temblar todo. Teníamos un arbolito que se movía como una planta de perejil
agitada por una bestia. El agua de las acequias se había salido. Luego
empezaron a llegar los heridos en un camión de cosechas. Me impresionó
muchísimo. Durante tres días no pude comer. Y jamás podría hacer nada
humorístico con un terremoto. O con la tortura. He recibido cartas puteándome,
porque hice un chiste donde una señora le mostraba a sus hijos un rincón de una
casa, y decía ‘Aquí estaba siempre la abuela con sus agujas’, y se veían cosas
de lana, y cerraba la puerta, y se veía el fantasma de la abuela drogándose con
una cara de fruición. Me escribió un médico puteando hasta porque la gomita
estaba mal. También siempre te putean cuando uno se mete con la religión. No lo
hacía mucho porque trataba de cuidarme.”
La muerte. “Ha sido todo
una guadaña, como decía el viejo Oski con sus botellas de alcohol. Con él me
pasó: tuve una experiencia que me impresionó mucho. Yo estaba en el British
Museum, viendo una estela, tallada en piedra persa, una batalla en un río, y
estaba hasta la transparencia del agua tallada, con la batalla ahí, con tipos
con la armadura llena de escamas. Y de pronto sentí como si al lado mío el aire
se moviera. ¿Quién podría estar ahí? pensé. Y me acordé de él, como le hubiera
gustado a él que era tan detallista (más allá de que él la debería haber visto
porque vivió en Europa mucho tiempo), y no me cabía duda que era él quien
estaba al lado mío, mirando eso. Oski era muy detallista, era casi medieval
para relatar las cosas”.
Mafalda, nuestra heroína nacional
Gabriela Saidon*
Se llamaba Andrea. Era la hija
mayor de un amigo de mi papá. Se parecía mucho al padre, Andrea. Ese pelo mota.
Supongo que habría antepasados afro, o así me gusta pensarlo. Andrea era
grande. Me llevaría, no sé, ¿cuatro años? Veraneábamos juntas en una isla en el
Delta, en una casa que alquilaban nuestras familias. Yo tendría ocho, nueve
años. Me queda una foto de Andrea en un bote, en el río; lleva puesta una malla
enteriza blanca con florcitas. Leía mucho, Andrea. Leía todo el tiempo. Y todo
el tiempo leía Mafalda. Ella me la presentó. Recorríamos juntas las
páginas de las historietas en esos libros de tapa blanda rectangulares, con los
dibujos blanco y negro. No como los comics de superhéroes coloridos, Batman,
Superman, o de Archie y sus amigos, o Susy, secretos del corazón. Mafalda se
convirtió en el clásico preferido de mi infancia. Fue mi Odisea. A diferencia
de otros libros de aventuras lejanas, como los de Enyd Blyton, Mujercitas,
los de la colección Robin Hood, El llamado de la selva de Jack London,
o, incluso, las novelas de Colette que leía a escondidas de mi mamá, en Mafalda
la aventura era la del pensamiento, la de los vínculos de ese grupo de amigos
de barrio, la casa, la vereda, el almacén. A lo sumo, un viaje a la playa en el
Citröen 2 CV. Mafalda reflexionando frente a su globo terráqueo, porque el
mundo era ancho y ajeno. Sobre todo, ajeno. Ese globo terráqueo era un
personaje más, interlocutor, objeto. Alguien que aparece, herido y vendado,
personificado, ya en la primera edición de la historieta en formato libro,
publicado por Jorge Álvarez en la década del 60 (y que leíamos con mi amiga
grande, Andrea, en la isla del Delta), antes de su lanzamiento definitivo por
De La Flor, la editorial de Kuki Miller y entonces también de Daniel Divinsky.
Ese globo terráqueo que siguió girando y se independizó y aterrizó, por
ejemplo, en la casa de una nena en una zona rural en los 70 que vive con sus
abuelos porque sus padres desaparecieron, en el libro Mapamundi, de la
escritora rosarina Lila Gianelloni. Tal vez de los diálogos de Mafalda
con y sobre ese mundo–objeto nos vino esa mirada crítica, y también el humor.
Como cuando mira a su mamá haciendo las tareas de la casa y asoma una
conciencia feminista. Claro que me identificaba con esa nena que se
quedó congelada en una edad en la que también se congelan nuestros recuerdos
(¿o cuando piensan en la infancia no tienen siempre más o menos diez años?).
Esa nena adulta que sin embargo no dejaba de ser una nena. Una representante de
una generación. De una época. No hay duda: Mafalda es nuestra heroína
nacional. La coleccioné en todos sus formatos: tapa blanda y tapa dura
(como en Todo Mafalda). Vi los dibujos animados en la tele y sé cantar la canción
(“Silbando viene la pandilla de Mafalda”). Recorté viñetas y las pegué en las
tapas de mis carpetas del secundario, plastificadas. Fui, soy fan. Y ahora que
lo pienso, cuando ya cumplió 56 años, con toda la tristeza del mundo herido y
vendado porque su creador, Quino, acaba de morir: esa nena sabia, Mafalda, fue
mi primera maestra de literatura.
* Periodista y escritora. Autora
de La Reina. El gran sueño de Belgrano (Planeta.
Filosofía de vida en tiritas
Pablo Temes*
Hoy se nos fue Joaquin Lavado.
Seguramente para muchos, este nombre no connote a nadie popularmente conocido.
Si en cambio, digo que murió el papá de Mafalda, gran parte del universo se
estremecerá por la ida de Quino. Así es, el maestro Quino, ejemplo de miles y
miles de humoristas gráficos hizo de su personaje corporizado en una nena a la
que él llamó Mafalda una aguda y observadora mirada de la realidad que nos
circunda día tras día. Su lenguaje visual atravesaba todas las capas sociales.
Nos servía a quienes tenemos más de 50 años para ver de qué lado de ese utópico
universo estábamos nosotros, con qué personaje teníamos más empatía, a quién
admirábamos más. La obra de Quino, debo decir, estaba asentada en una filosofía
de vida donde el dibujo era una suerte de escritura que se subordinaba a los
textos, a los diálogos entre los entrañables personajes. Era un docente que de
manera aguda criticaba o elogiaba a las actitudes de sus muñequitos. Mafalda
tiene mucho que ver con otras tiras famosas en un mundo que hoy ya no existe,
que dejó de estar. Sin embargo, la vigencia que tienen esos libritos apaisados
no tienen fecha de caducidad. Nos muestran cómo una familia de típica clase
media vivía en esa Argentina de los años 60, cómo era su educación, su
comportamiento frente a todos los hechos que llenaban la diaria rutina. Esa
reflexión que emanaba de sus monitos nos sacaba por lo menos una sonrisa, pero
también nos dejaba dando vueltas en nuestro cerebro qué rol hubiésemos
interpretado nosotros en esa tirita horizontal. Quino atravesó todas las culturas
del mundo. Millones de adeptos de todo el mundo sentirán hoy que algo de
nosotros se ha ido para siempre. Su ejemplo de humildad, coherencia, puntos de
vista, son piezas filosóficas. Piezas muy simples de una filosofía que muchas
veces calaba en lo hondo de su crítica. Quino era un político, a su modo lo
era. Su obra atraviesa desde la guerra de Vietnam a todas las injusticias
universales, nuestros tristes períodos autoritarios, nuestras esporádicas
democracias. Un dibujo muy simple pero característico. Nada hace que
confundamos su sello visual, pero también es importante decir que esos esquemas
eran el soporte de esos diálogos dentro de los globos de texto. Fue y será un
maestro para quienes nos manejamos en el universo de las imágenes. Agudísimo observador
pensante. Su análisis siempre seguirá vigente. Gracias por Mafalda. Gracias por
tus personajes. Gracias por hacernos reír y llorar al mismo tiempo.
* Artista plástico. Diseñador, director de
Arte.
Joaquín Salvador Lavado Tejón, conocido bajo el
seudónimo de Quino
(Mendoza, 1932 - ibídem, 30 de septiembre de 2020), fue un humorista gráfico
e historietista argentino. Su obra más conocida fue la tira cómica Mafalda,
publicada entre 1964 y 1973.También publicó "A mí no me grite" (1972)
y "Humano se nace"(1991), entre otras obras.
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