Por Mercedes Halfon-----Fuente: RADAR LIBROS, 3-1-2021
Tan erudito como excéntrico, interesado por los aspectos más disparatados de la ciencia y por la seriedad de los ismos vanguardistas, Raymond Queneau fue además un autor prolífico de ficción. Entre sus novelas se destacan dos que ahora se publican en ediciones argentinas: Odile, de la editorial Leteo, que aparece con un importante apéndice que incluye la entrevista que le realizara Marguerite Duras en 1959, y Zazie en el metro (Godot), el libro que le dio una popularidad quizás inesperada. Aquí se presenta un perfil de Queneau y fragmentos de la entrevista con Marguerite Duras.
Raymond Quenau es prácticamente
un prócer en Francia: exquisito enciclopedista, matemático anómalo, escritor
genial -por lo proteico, rupturista y prolífico-, vanguardista disidente y a la
vez, casi el último de su especie. Cofundador del mítico grupo de
experimentación literaria OuIiPo, miembro honorario del Colegio de Patafísica y
los títulos siguen -ampliaremos más adelante, pero basta para delinear su
enorme y singular figura. Pese a todo, hasta hace pocos meses era dificilísimo
encontrar libros suyos en nuestro idioma. Había que conformarse con retazos de
sus textos principales -Ejercicios de estilo, Cien mil millones de
poemas- en Internet, o quien podía, leerlos en francés. Pero este año el
vacío se ha empezado a completar generosamente, cuando dos libros de su
autoría, con traducciones locales, acaban de llegar a librerías. Uno de ellos es
Odile (Leteo), hipnótica novela de iniciación publicada en 1937 y que
llega a la Argentina por primera vez, en manos de Pedro B. Rey. La otra es la
muy conocida Zazie en el metro (Ediciones Godot), que ya tenía ediciones
en nuestro idioma, pero con la juguetona traducción al rioplatense realizada
por Ariel Dillon, cobra una dimensión muy particular. Excelentes noticias para
los francófilos en general y para los amantes de Queneau en particular. Una
doble entrada a la obra de este inmenso autor de culto.
Hay que saber que Raymond Queneau
nació en El Havre, Sena Marítimo, en 1903. Graduado en 1919 en latín y griego, se
trasladó a París a formarse en la Sorbona donde estudió matemáticas, letras y
filosofía. Allí se sintió llamado por el movimiento surrealista, en el que
entró en 1924 y partió en 1929. Trabajó como periodista y a partir de 1938, fue
colaborador de la editorial Gallimard en la que trabajó como traductor, lector
y miembro del comité de lectura. Para esa editorial dirigiría, años más tarde
la ambiciosa Enciclopedia de la Pléaide. Además de narrativa, poesía y
frecuentes colaboraciones en el terreno cinematográfico, será miembro de la
Academia Concourt de letras y de la Sociedad Matemática de Francia. Su vida de
pionero erudito y excéntrico es apasionante y bien vale un estudio biográfico pormenorizado,
con todos sus detalles, sus amistades célebres, sus invenciones en diversos
campos, sus vueltas sobre algunas ideas que va a profundizar hasta el día de su
muerte, en 1976.
En la condensada y bella
introducción a Odile, Rafael Cippolini sitúa este texto en la enorme y
profusa constelación de obras de Queneau. Se trata de su cuarta novela, que
publicó a los treinta y cinco años, en el fervoroso y agitado período de
entreguerras, cuando ya había salido eyectado del surrealismo por desavenencias
con su líder, André Breton. El prologuista pone el acento en una investigación
que Queneau desarrolló por esos años y que quedó inédita hasta después de su
muerte: un estudio monográfico sobre una figura extraña e interesante: “los
locos literarios”, científicos franceses del siglo XX, que proyectaba como una
enciclopedia de ciencias inexactas. Este estudio sienta las bases de toda la
obra de ficción que va a desarrollar Queneau, con un punto de vista claramente
distinto del adoptado por el surrealismo con respecto a los mismos temas. Como
se dice en el prólogo: “En cierto modo, las investigaciones de Queneau fueron
una continuación de los trabajos emprendidos, por este grupo, pero se
distinguen de ellos por su rigor científico, su espíritu de análisis y su deseo
de comprender.”
Vayamos entonces a Odile,
historia que es una suerte de ajuste de cuentas con el movimiento surrealista.
El protagonista es Roland Travy: curiosamente, si bien él es el narrador, su
nombre termina de aparecer completo hacia mitad del texto. Se trata de un
solitario joven, alejado voluntariamente de su familia, que vive en hoteles de
mala muerte y se rodea de toda clase de rufianes, mientras dedica día y noche a
oscuras investigaciones matemáticas. Vive a expensas de un tío adinerado y
rehúye de cualquier contacto íntimo, hasta que aparece en su vida una mujer
llamada Odile, con la que va a establecer una suerte de amistad. Centro ausente
de sus días, la anhela al mismo tiempo que la aleja y aunque todo indica lo
contrario, exclama vivamente que no está enamorado de ella. Algo interesante es
que cuando el relato se inicia, Travy se encuentra enlistado en las tropas
francesas que ocupan el territorio de Marruecos. Lo que el narrador experimenta
en esos meses extraños no queda fijado en su memoria, ni tampoco todo lo
ocurrido antes de aquel acontecimiento. Una parte de su vida se borró. Como una
constatación poética de ese shock que produjo en los hombres la guerra, del que
hablaría Walter Benjamin.
El mundo de los rufianes, las
especulaciones matemáticas y la soledad se verá de pronto interrumpido cuando
Travy conoce a Anglarès, líder de un movimiento -algo más que- literario y de
intereses infrapsiquicos. Así como el narrador se parece mucho al Queneau de
aquellos años, este carismático señor de monóculo no es otro que el alter ego
de André Breton. Travy trajina incansablemente por calles, bares y plazas
parisinas, pensando en aquellas personas, con las que termina enredado. Sus
estudios matemáticos le interesan a Anglarès, quien lo invita a formar parte de
este grupo. Todo el retrato de ese movimiento, con sus lecturas poético
adivinatorias, sus rencillas, sus asambleas, sus votaciones arregladas, sus secretos
a voces, es de un humor y una picardía extraordinarias. Y si bien hay parte de
esa trama que el lector puede perderse por lo difícil de reponer las internas
de aquella época de ismos, es muy disfrutable la burlona parodia de esa
insólita solemnidad. Toda la riqueza y la vivacidad de los diálogos de Odile,
explota en Zazie en el metro. La
novela cuenta la aventura de una simpática y burlona niña de provincia que
visita París y a pesar de que es su única obsesión, nunca puede viajar en
metro. Guiada por su tío Gabriel y por un taxista amigo, recorren una París, levemente
alucinada, dónde los célebres monumentos históricos se confunden en las cabezas
de estos ineptos guías turísticos. La obra adquirió una relevancia tan
inmediata que convirtió a Queneau -que ya contaba con un extenso recorrido en
las letras- en un autor popular. Es uno de los libros más vendidos de Francia
hasta hoy y es considerado uno de los más importantes del siglo XX. Existe
también una celebrada adaptación cinematográfica, filmada en 1960 por Louis
Malle.
Parte de las experimentaciones
literarias de Queneau -que se insinúan en Odile y se consolidan en Zazie-
pasaron por la utilización de lo que él bautizó como “neo francés”. Una
transformación del idioma escrito —sumamente formal y codificado-, hacia la
lengua popular francesa, llegando al extremo de la adaptación de su
pronunciación en la letra impresa. De hecho, la primera palabra de Zazie en el
metro es “Doukipudonktan?”, constructo trasgresor que es traducido en la
edición local como “Dondeskapestatán”. Toda la versión de Ariel Dillon brilla
por el dinamismo de su rioplatense, tanto en el léxico usado - “mecachendie”,
“debilucho”, “pichona”, “Gzactamente”- como por el ritmo y la gramática de las
frases.
A estas dos novelas, de dos
momentos distintos de la obra de Queneau se suma un elemento más y es la extensa
entrevista que hace al autor francés Marguerite Duras y que está incluida en la
edición de Odile de la que aquí se reproduce un extenso fragmento. La relación entre
Duras y Queneau parece haber sido fructífera. Ella misma anotó en su libro Escribir:
“Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación
de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para
empezar, uno se pregunta, qué es ese silencio que lo rodea. Esta soledad real
del cuerpo se convierte en la soledad inviolable del escribir. Nunca hablaba de
eso a nadie. En aquel período de mi primera soledad ya había descubierto que lo
que yo tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo había confirmado. El
único principio de Raymond Queneau ' era este: Escribe, no hagas nada más.” Eso
mismo debe haber hecho él. Más de dieciséis novelas, diez libros de poemas, y
otros tantos ensayos, dan testimonio. Por el momento, tenemos estas dos novelas
para leer. Leer y no hacer nada más.
La entrevista de Marguerite
Duras a Raymond Queneau
(Se publicó en L'Express el 29
de enero de 1959)
Marguerite Duras entrevistó a
Raymond Queneau cuando acababa de publicar Zazie en el metro, una novela
experimental que lo convirtió curiosamente en un escritor enormemente popular
en Francia. Ahora este texto forma parte de la edición de Odile, de editorial
Leteo
Marguerite Duras: Queneau,
usted es escritor… ¿Qué piensa de los escritores que tienen ideas acabadas
sobre la novela?
Raymond Queneau: ¡Ah, bueno! Sí,
es verdad, eso existe…
¿Significa eso que a usted le
repugna tratar con ellos?
-No, no… Yo también tengo ciertas
ideas sobre la novela. Como todo el mundo, tengo ideas sobre casi todo.
Entonces, ¿por qué no podría tenerlas sobre la novela?
¿Puedo preguntarles cuáles son
esas ideas?
-Una novela, en cierta forma, es
como un soneto, aunque mucho más complicado. Estoy a favor de las cosas
sólidamente constituidas. No pretendo que otros hagan o piensen lo mismo que
yo, pero para mí las cosas son así. Me gusta que los personajes entren y salgan
con gran precisión. Si hay repeticiones, obedecen a una elección voluntaria. Al
menos así es como yo trabajo. No me gustaría que se hiciera evidente, ¡sería
horrible si se notara! Yo cuento hasta las líneas que separan las apariciones
de los personajes. Ciertas palabras, ciertas frases, deben repetirse a lo largo
del libro, aunque deben estar dosificadas. Eso hace a mi placer personal, pero
pienso que también tiene que proporcionarle un gran placer al lector. Cuando lo
leo a continuación, no me parece nada aburrido. En cambio, a veces sí encuentro
aburrido escribir… Es un trabajo muy duro.
¿Y qué es lo que más le gusta
de su trabajo como novelista?
-La estructura, y después también
trabajar en la precisión y ajuste de los detalles. En cambio, verter el cemento
no me divierte. Construir la cosa está bien, pero luego hay que darle forma, un
estilo, rellenarla. Ése es el verdadero trabajo. Y por último está el toque
final, el pulido, que me resulta de lo más interesante.
Y como editor, ¿cuál es su
criterio para juzgar si un manuscrito es bueno o malo?
-No creo que se pueda juzgar la
calidad absoluta de un original. Se valora desde un punto de vista particular:
el del editor.
¿Si es publicable o no?
-Así es. Se plantean algunas
preguntas respecto al autor: ¿Se trata de un escritor? ¿De un futuro escritor?
¿O de alguien que está fuera de órbita? No se juzga mucho si un manuscrito es
bueno o malo, eso siempre es muy subjetivo. Pero sí resulta posible ver si el
autor de una obra pertenece a la categoría de los escritores, de los futuros
escritores o si es sencillamente un aficionado. Creo que es sencillo distinguir
de inmediato si alguien es profesional, un futuro profesional o bien un
amateur. El profesional, cuando envía un manuscrito, no es todavía un
profesional, por supuesto. Pero se intuye al leerlo que ya tiene conciencia de
lo que es la escritura, el oficio, el trabajo del escritor, y de que lo que
escribe tiene el destino de ser publicado. Mientras que el aficionado, cuyo
manuscrito puede ser tan bueno o tan malo como cualquiera, no se da cuenta en
absoluto de lo que es la literatura y la escritura. Es alguien que sólo piensa
en sí mismo, que escribe por propio placer, que escribe para aliviarse.
El acróbata, un jardinero,
¿pueden llegar a ser buenos escritores?
-Sí. Hay gente que trabaja como
carpinteros o acróbatas. Y quizás sean malos acróbatas y mediocres carpinteros;
pero, a pesar de todo, saben su oficio. No son los que con una varita mágica se
imaginan que son carpinteros. Para darle un ejemplo, el escritor aficionado es
el que asume la escritura como si hiciera bricolaje. Un escritor es quien se da
cuenta de que no se escribe sólo por gusto propio, que tiene conciencia de no
estar solo. El hombre o la mujer que está verdaderamente interesado por la
escritura, sabe que pertenece a la comunidad de los demás escritores, que tiene
contemporáneos que lo juzgarán, que lo criticarán, que escribirán paralelamente
a él. El aficionado es alguien que se queda en sí mismo, que puede escribir
cosas agradables, pero que no tiene la potencia suficiente para comunicar con
los demás, con el público, ni siquiera con un público restringido. Lo que más
me llamó la atención a lo largo de estos años de lectura de manuscritos, es que
se ve con suma rapidez si un autor, incluso totalmente desconocido, pertenece
ya por vocación, por decirlo de alguna manera, al gremio de los escritores.
¿Ocurre muy poco?
-Sí, muy poco. Y a veces, eso
plantea problemas. Puede suceder que un manuscrito no sea bueno, aunque el
autor está plenamente enterado de lo que es la escritura. Entonces, da pena
rechazarlo.
¿Hay algo que puede sustituir
esa magia de la publicación, me refiero a la obra publicada?
-No, nada. Muchas veces podemos
preguntarnos si no hubiese sido preferible publicar esa primera obra,
transformarla en un libro impreso, incluso si no es muy bueno, o peor, incluso
si es bastante malo, porque a la vista de lo impreso, a la vista de lo que uno
escribe, al verse publicado el autor se transforma por completo. Hay
seguramente una reciprocidad que establece la impresión, la primera
comunicación con los demás. En fin, con los lectores.
Por una parte, hay cierta
fascinación, pero también se da un proceso de objetivación de la cosa. ¿Un
libro impreso se ve mejor?
-Sí. Pensamos: “He aquí un
autor... lo que escribió no es muy bueno; pero, si lo ve editado, él sólo se
dará cuenta de que no es muy bueno, sentirá las reacciones del público, de los
lectores, aun en el caso de que estos lectores sean poco numerosos, incluso si
nadie le escribe, si no tiene una sola crítica.” El mero hecho de saber que hay
aquí y allá, en el mundo, gente que podrá leer su obra, tendrá una influencia
en él que lo transformará, que lo ayudará a comprender lo que es la escritura.
¿Las vocaciones literarias
pueden ser tardías? ¿Qué piensa, por ejemplo, de un notario del último pueblo
de la Dordogne que, un buen día, ya con más de cincuenta años, se decide a
escribir una novela?
-Ocurre, efectivamente. Hay
ejemplos de escritores tardíos, y algunos incluso muy buenos. Pero la mayoría
de las veces es un signo patológico. Casi siempre, un escritor escribe
temprano, escribe joven.
¿A qué edad?
-A los siete años... Muy joven,
en fin... Que yo sepa, la mayoría de los escritores escriben desde la infancia.
Empezaron a los siete, ocho, diez años, casi todos.
¿Y Usted a qué edad comenzó?
-Yo nunca dejé de escribir.
Acaba de aparecer su última
novela, “Zazie en el metro”. ¿Hacía mucho que no publicaba nada?
-Unos seis o siete años, desde “El
domingo de la vida”, en 1952.
¿Y por qué ese silencio?
¿No tenía tiempo de escribir? ¿Lo abandonó el deseo?
-Las dos cosas. En particular, no
encontraba el tiempo necesario. Escribí las tres o cuatro primeras páginas en
1945 y no volví a retomar la historia hasta 1953. Hace cinco años. Empecé con
el nombre, el título, el personaje… O, mejor dicho, la concepción del
personaje. Se me apareció todo junto.
Su protagonista es Zazie, una
niña de catorce años…
-Algo menos.
Bueno, creí haber leído en la
novela que ella tenía catorce años…
-Sí, pero creo que el tipo que lo
dice se equivoca. No lo recuerdo bien. En todo caso, es un error suyo. Yo soy
el único que sabe realmente qué edad tiene.
Entonces quedamos en que Zazie
es una niña. ¿Ha escrito alguna otra cosa sobre niñas?
-Sí, es una niña pequeña. En
principio, ella debería estar por fuera de los deseos sexuales del mundo
adulto, aun cuando se siente atraída por las jóvenes.
Desde la primera vez que pensó
en ella, ¿mantuvo siempre la misma edad a lo largo de esos cinco años de
escritura?
-Sí, aunque desde un punto de
vista sociológico ha rejuvenecido. Primero la imaginé como una niña de catorce
años, y luego, con el rejuvenecimiento del erotismo, ella permaneció igual,
pero debe tener once o doce años como mínimo. Hacia el final, las últimas
palabras que pronuncia Zazie son: “He envejecido”. En verdad, ella envejeció
sólo cuarenta y ocho horas, pero, de hecho, quien ha envejecido he sido yo. Por
el contrario, ella rejuveneció, al menos en mi mente. Yo tengo cinco años más y
la idea que ahora me hago de Zazie es que sólo cuenta con once o doce años.
Muy bien, pero ¿quién es en
verdad Zazie? ¿Una salvaje de los tiempos modernos? ¿Una bravucona, una
filósofa?
-No. Para mí es alguien normal.
En fin, una persona normal tal como lo entiende la gente normal. Hay otras
personas normales en la novela, como Marcelina, la viuda Mouaque, la madre de
Zazie… Pero bueno, el personaje central del libro es Trouscaillon.
Todos sus personajes son
indocumentados: la guía gay, el falso chofer ruso… ¿Por qué su interés
particular por los marginales?
-No me interesa más que cualquier
otro ciudadano. Hablo de ellos porque, como dice la guía, toco mi tañido de
flauta como lo hacen todos los artistas. Es mi pequeña historia. Y vuelvo a
contarla una vez más porque me doy cuenta que es necesario repetir las cosas. O,
mejor dicho, no: lo hago porque de una vez por todas hice lo que se me dio la
gana, sin tomar en cuenta ciertas preocupaciones a las que un escritor parece
obligado, como renovarse o, en particular, parecer más serio. Hice exactamente
lo que deseaba y además me daba placer. Obviamente, soy consciente que en Zazie
dans le métro se repiten personajes o situaciones de mis otros libros,
pero no es tan distinto a lo que ocurre en el mundo. Hay todo tipo de personas
y muchas de ellas viven al margen de la sociedad. Y siempre en los mismos
lugares: mercados de pulgas, fiestas populares, estaciones de metro o trenes.
Lugares donde en todo momento pasa algo. Creo que puedo repetirme, y nunca nada
será igual.
¿Cuál es la virtud que opera
como común denominador y vincula a todos estos personajes entre sí?
-Mi simpatía por todos ellos. Es
algo puramente subjetivo.
Los personajes confunden a
menudo lugares públicos muy reconocidos, como Invalides y el cuartel de
Reuilly, el Panteón y la estación de Lyon…
-Sí, es un mundo donde los
monumentos históricos no siempre están en el lugar exacto que les fue asignado.
Gabriel lleva a los turistas a visitar la Santa Capilla, pero en realidad se
equivoca y los conduce a los alrededores del Tribunal de Comercio. Y todos quedan
encantados. No creo que la respuesta a ello es que son ignorantes. Por lo
general, el nivel cultural de mis personajes es bastante más bajo que el nivel
general. Para mí, todo el mundo es así. Todos somos así, por supuesto
incluyéndome a mí. No hay nada satírico en ello. Con excepción de mi mirada.
¿Está hablando el director de
la Academia?
-Si algo me enseñó la Academia,
es mi profunda ignorancia. Una enseñanza bastante terrible, debo decir...
Recién afirmó que en Zazie
hizo lo que realmente le gustaba. ¿Eso significa que sintió más placer
escribiendo este libro en relación a los anteriores?
-Es bastante difícil de precisar.
Hago grandes esfuerzos para escribir. Soy perezoso. Hay autores, estoy seguro
de ello, que disfrutan escribiendo. Yo no. Es trabajo. Y si bien se trata de un
trabajo que me gusta, de ningún modo es “soplar y hacer botellas”.
¿Cree que estos cinco años de
espera resultaron útiles para la maduración de la novela?
-No tengo idea. Obviamente, es
algo con lo que he vivido durante cinco años. Al cabo de ese tiempo, durante
esos cinco años, pensaba y trabajaba mentalmente en función de la novela.
Incluso en los días en los que no trabajaba ni pensaba en ella.
¿Qué ocurre con los escritores
que se ven ocupados por otras tareas, como aquellos que trabajan en una oficina
por ejemplo?
-Hay tiempo. Siempre hay tiempo
para todo. En necesario hacer del tiempo algo precioso.
Y usted, ¿cuándo escribe?
-No importa demasiado cuándo.
Para Zazie…, el comienzo y los primeros cinco o seis capítulos los
escribí durante unas vacaciones, y luego el resto.
¿Y de no haber sido escritor?
- ¿Qué hubiese hecho? Qué
pregunta más curiosa. Un montón de cosas. Podría citar muchos oficios: modisto,
cocinero, banquero.
¿Y por qué no filósofo? A fin
de cuentas, se puede considerar como si lo fuese.
-Creo que la filosofía no
necesita ser escrita.
Raymond Queneau (Francia; El Havre, Sena Marítimo,
1903 - París, 1976) fue un escritor, poeta y novelista francés, cofundador de
OuLiPo, miembro del Colegio de Patafísica y director de la Encyclopédie de la
Pléiade.
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