Por Sergio Sinay (*)
Fuente: Diario Perfil, 07.02.2020.
La problemática de género (que incluye
violencia, desigualdad, inequidad, crimen, explotación, como reflejo de la
sociedad y de la cultura en que acontece) ha generado grandes y peligrosos
bolsones de intolerancia, de pacatería, de dogmatismo, de rigidez mental, de
autoritarismo. Nada de eso ayuda ni a las mujeres ni a los varones que aspiran
a encontrarse, integrarse, crear y sostener vínculos fértiles, respetarse,
cooperar y amarse (sí, también esto) en un mundo que aliente, nutra y proteja
esa esperanza. Reacciones como la de Onfray, lejanas del careteo y del
oportunismo, y valientes tomas de posición de mujeres inequívocamente
feministas, como Mercedes Funes y otras, son necesarias y prioritarias para
poner un dique al desborde intolerante que es usufructuado con oportunismo por
muchos cobardes que callaron durante años en los medios, en la política, en el
mundo de la cultura y del espectáculo, y por quienes ven posibles unidades de
negocios en casi cualquier hecho de la vida. Y cabría sumar a todos estos
sectores a aquellos que encuentran en el colectivo constituido por los
movimientos de mujeres y de minorías de género un receptáculo para evacuar
rancios y no resueltos resentimientos personales que pretenden convertir en
causas colectivas.
Un tema que requerirá mucha atención en el
trabajo común por una sociedad con encuentro y no con batallas de género es el
de la equidad. Antepongo este término al de igualdad. La insistencia en la
igualdad es una invitación al autoritarismo, aunque no lo parezca. ¿Cuál es el
barómetro de la igualdad? ¿Cuál la medida patrón? ¿La situación de los varones?
Para muchas feministas (y para quienes repiten sus argumentos sin someterlos a
la más mínima reflexión) pareciera que sí. Pareciera que solo y únicamente
habrá igualdad cuando las mujeres tengan los mismos “privilegios” que los
hombres. ¿Aspiran entonces a una suerte de machismo femenino? ¿Esa es la meta?
Sin embargo, hay muchos hombres que empiezan a descreer de esos “privilegios” y
a rebelarse contra ellos por sus altos costos en salud física, mental y
emocional, por las grandes y dolorosas pérdidas que ocasionan en el vínculo con
sus hijos, con las mujeres amadas, con otros hombres. Y también porque observan
la inequidad y la injusticia social que provocan tales prerrogativas, generadas
por la cultura y no por la naturaleza del varón.
Por otra parte, la insistencia en la
igualdad trae reminiscencias del lecho de Procusto. Personaje mitológico de la
antigua Grecia, Procusto era un bandido y posadero que vivía en Eleusis, ciudad
en la que se celebraban rituales en honor de Deméter, diosa de las cosechas, y
de su hija Perséfone. A los peregrinos que llegaban hasta allí para los
festejos, Procusto les ofrecía alojamiento en su posada, ubicada en lo alto de
una colina. Allí les daba de beber un licor que los narcotizaba y, una vez
dormidos, los acostaba en un lecho especialmente preparado. A los viajeros que
eran más largos que la cama les cortaba el sobrante con un hacha. A quienes
eran más cortos los estiraba mediante una suerte de potro de tortura. Todos debían
medir lo mismo. El parámetro lo daba el lecho. El dogma de la igualdad estira a
los bajos y mutila a los largos, y deja sin respuesta una pregunta: ¿quién
determina que la medida justa es la del lecho? ¿Por qué esa medida y no otra?
Siempre habrá un Procusto (o un colectivo de tales) que pondrá su medida, su
visión del mundo, sus intereses como los válidos y someterán a todos a esa
“igualdad”.
Una cosa distinta es la equidad. Fueron
Platón y Aristóteles quienes primero instalaron este concepto, que propone
aplicar la ley general considerando cada caso particular. Equitativamente se
respeta la estatura del alto y la del bajo, pero a ambos se les conceden y
garantizan los mismos derechos y se les piden los mismos deberes, que cada uno
cumplirá según sus características. Ni en lo físico, ni en lo sexual, ni en las
habilidades y atributos naturales los varones y las mujeres somos iguales ni
podemos serlo, lo que debe agradecerse porque, más allá de los misterios del
otro y de la otra, esto amplía nuestra visión del mundo, nos complementa y nos
enriquece.
No somos iguales, pero podemos hacer del
mundo en el que convivimos un hábitat de equidad. Una equidad de la que hoy, en
el inicio de la tercera década del siglo XXI (¡nada menos!), sabemos poco y
tenemos escasa experiencia. Una equidad para explorar, construir, modelar en
todos y cada uno de los ámbitos de la vida.
Una equidad imposible si se traza un muro, o se abre una grieta, que divide al mundo en feministas (de cualquier género) y antifeministas. Y más aún si el que toma la batuta es un feminismo estrecho y pueril, como el que denuncia la estadounidense Camille Paglia (feminista heterodoxa y crítica, que revolucionó los estudios de género al publicar en 2001 su libro Sexual Personae). Solo una mentalidad política ingenua, dice Paglia, puede culpar “de todos los problemas humanos a varones blancos imperialistas que han victimizado por siempre a las mujeres. Esta visión de la historia proviene de personas que no saben nada de historia”. Paglia agrega que la insistencia en afirmar que los hombres callan ante las violaciones y los femicidios (insistencia que se suele practicar sin previa comprobación y escuchando y viendo lo que se quiere) es “una calumnia grave” hacia los varones. “A lo largo de la historia –escribe– la violación ha sido condenada por numerosos hombres honorables. Los hombres honorables no asesinan; los hombres honorables no roban; los hombres honorables no violan. [… ] Esta idea de que el feminismo habría descubierto milagrosamente que las mujeres fueron explotadas y violadas es ridícula [… ] La historia de la humanidad no consiste en una serie interminable de atrocidades. Los hombres también han protegido a las mujeres. Y han muerto para defender a sus países y a las mujeres de sus países. Debemos volver la vista atrás y también reconocer lo que los hombres han hecho por las mujeres. Los hombres han creado el mundo tecnológico de hoy, gracias al cual soy posible yo”. (De La ira de los varones, Ediciones B (fragmento).
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