Rincones
La tía Florinda dormía
la siesta destapada
y sin corpino
según ella misma decía
desde el claroscuro
de su cuarto.
Atravesé el pasillo y me detuve.
Corrí un poco la cortina pesada
y apoyé mis labios sobre el vidrio
frío de la puerta,
ésa que da a la calle pero no se usa
más que para sacar los muebles
una vez al mes.
Un cielo tormentoso
caía sobre el baldío
de enfrente.
El viento sacudía
las rosas aisladas
del patio.
Escuché un ruido
en el dormitorio,
entonces lo recordé:
"Mañana te voy a dar
una sorpresa."
Ahora Florinda me hacía
señas desde su cuarto,
para que me acercara.
Traspuse la puerta,
me dejé llevar.
Perplejo,
sorprendido
por el olor de otro cuerpo
demasiado real,
mi cuerpo se introdujo
en ese rincón húmedo
de la casa.
***
El calor ha avanzado sobre un barrio
que no se lo merece.
Una noche más
con baja tensión.
Este prende y apaga de la conciencia
que puntúa la lamparita de sesenta
cansa a cualquiera.
Si la luz se cortara de una vez
sería otra cosa.
La oscuridad
—bromeas.
Pero así el tacto y el oído
crecerían como dos temibles babosas
poniéndonos locos de contentos.
O podríamos jugar a contemplar
las pocas estrellas
que los monoblocks del fondo
dejan ver desde el patio.
Pero la luz no se corta
y agoniza espasmódica
durante toda la noche,
atizando la duda
de si es cierto o fingido
nuestro actual desconcierto.
Insomnes,
jaqueados por el ruido
de los artefactos
al borde de la ruina,
se vislumbra más lejana
la utopía del hogar.
Hombre de su casa
Platos sucios
para el otrora aventurero
de la mente
—hoy repartidor de leche—
que extraña oscuramente
los días felices
embotados
por el vaso de vino
del almuerzo familiar,
mientras los niños lloran o juegan
en el patio trasero
y la mujer refunfuña
frente a la pila de platos
del día anterior.
Diego Colomba (San Nicolás, Provincia de Buenos Aires, 1972)
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