Te palpo, te toco, y las yemas de mis dedos
buscan en la oscuridad las tuyas porque si yo
te amo y tú me amas tal vez no todo esté
perdido. Las montañas duermen abajo y
quizás las margaritas enciendan el campo de
flores blancas. Un campo donde Los Andes y
el Pacífico abrazados en el fondo de la tierra
muerta despierten y sean como un horizonte
de flores nuestros ojos ciegos emergiendo en
la nueva primavera. ¿Será? ¿será así? Las
margaritas siguen doblándose sobre el mar
difunto, sobre las grandes cumbres difuntas y
en la oscuridad, como dos envanecidas pieles
que se buscan, mis dedos palpan a tientas los
tuyos porque si yo te toco y tú me tocas tal
vez no todo esté perdido y, todavía, podamos
adivinar algo del amor. De todos los amores
muertos que fuimos y de un campo de flores
que crecerá cuando nuestras mortajas blancas,
cuando nuestras mortajas de nieve de todas
las montañas hundidas nos besen boca abajo y
nos vuelvan para arriba las erizadas pestañas.
Está la carretera bordeando el pie de las montañas.
Están las nieves y arriba el cielo rosa de la aurora,
están las pequeñas flores rosas que nacen entre los
abismos de las montañas y arriba las estrellas, las
estrellas igual que infinitas flores rosas cubriendo
el húmedo cielo que amanece. Bruno escucha las
infinitas estrellas rosas rodando sobre el amanecer
y recuerda. Susana recuerda alucinantes flores,
alucinantes amaneceres, alucinantes granizos
color agua sangre nevando desde un extraño cielo.
Bruno y Susana flotan sobre la carretera que
bordea a las montañas. Por ahora están lejos el
uno del otro. Ambos dirían de minúsculas flores.
Dirían de infinitas flores rosas como de nieve y
sangre en los abismos blancos de las montañas.
Un rostro es un rostro es un desierto florecido. Oí
largas llanuras florecer, escuché desiertos enteros
cubrirse de flores. Una flor es un rostro en la
soledad del desierto como un rostro es una flor en
la soledad de las cosas. Un rostro escucha años,
estaciones, vidas sin fin que terminan. Una flor solo
unos días, unos crepúsculos, unas pocas noches sin
fin que terminan. Un rostro es una flor más que
termina. Oí infinitos desiertos florecidos apagarse.
Me apodo Zurita y te digo estas cosas como podría
decirte otras. Quizás las demenciales flores se aman.
Está el desierto de Chile. Hay un barco en el medio
del desierto y una mujer dejándole flores. Las
piedras gritan. Nadie, salvo las piedras son capaces
de gritar así. Las flores también gritan, pero sólo
cuando las dobla el viento. Oí campos enteros de
flores doblarse en el viento.
Les vaciaron los ojos ¿sabías? Les arrancaron los
ojos de las cuencas. Por eso en este poema nadie
ve, sólo oye. Las flores oyen y gritan a veces al
doblarse bajo el viento. Los rostros no ven. Las
piedras están locas y sólo gritan.
Nadie ve. Tal vez las cercenadas flores se aman.
Raúl Zurita (Santiago, Chile, 1950)
IMAGEN: Desierto de Atacama -Photo by Hailey Kean.
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