MIS NEGRAS CULEBRAS
Mis negras culebras dormían sobre la alfombra;
y la intranquilidad que de pronto se apoderó de ellas
llegó a mis trémulas historietas, donde el llanto por
emociones pasadas consiguiera nuevos triunfos.
La agitación de las finas bestias cobró forma
de un desvelo; la seda de sus pieles aquietó pausadamente
el nervioso moaré, y, ya de rodillas ante ellas,
en el silencio de la gran sala, sus ojos de vidrio traslucieron
el paisaje de su inquietud, bajo la tienda de un jefe
de rebeldes: los espejismos crepusculares danzaban
en el horizonte extrañas geometrías. Y una luna enorme
surgía, tambaleándose. Y sobre el insomnio
de las negras culebras que no supieron conservar tu manto,
el silencio pudo ser llenado con el chocar de tu cadenilla,
¡Salambó, Salambó!
QUIÉN PODÍA...?
¿Quién podía detenernos en aquella marcha
nocturna, en que yo era desbocado corcel; tú, amazona
de imperios, y tus talones me fustigaban tanto
que la sangre acudía a agolparse a mis ijares?
Y la impetuosidad de la carrera nos arrastraba
sin sentido al abismo que se abría ante nosotros.
Ya estábamos cerca y no nos deteníamos. Corríamos
furiosamente. Pero, al llegar al borde, todos tus músculos
se crisparon. Cerraste los ojos y yo salté.
Cuando llegamos al fondo, tus talones se habían
separado, estabas desvanecida y el látigo
con que me azuzabas te había cruzado
los ojos en dos lívidas curvas.
AQUEL PRIMER EPISODIO
Aquel primer episodio fue tan recordado
en tus sonambulismos, que tu lecho empezó
a parecer una flor roja de la que conservabas todos
los sobreentendimientos. A altas horas de la noche
paseabas por los salones, desvelada para siempre;
las luces que por ti quedaban encendidas no alcanzaban
a darte sombra; y para los viejos retratos que sentían tus pasos
sin verte, eras el alma de aquellas aventuras
que no se acabaron de contar.
Hermosas, lamentablemente hermosas, tus manos
no sabían sino desprender las pulseras. Los criados
fueron despedidos uno a uno. Caíste en un sueño
profundo y, sola en el lecho, tu respiración fue
largo tiempo la música del oscuro piano.
Y tus medias de seda eran lo único que en la casa
guardaba tu tibio resplandor. Y en el lúgubre episodio,
mi locura era la flor roja sobre la que estabas dormida
pesadamente.
LA MONA
Tengo entre los recuerdos de mi juventud
las memorias inseparables de una mujer
y un animal: mi novia y una mona.
Quería entrañablemente a las dos,
sobre todo a mí amada. Hoy, al evocarlas,
encuentro tan íntimamente ligados los dos cariños,
que me cuesta trabajo separar las dos personalidades.
Con la diferencia de que cuando recuerdo a mi amada,
nada siento de anormal; y cuando pienso en la mona,
echo dolorosamente de menos el amor de mi novia.
Horacio Quiroga
Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació en 1878, en Salto, Uruguay. Su infancia quedó marcada por la trágica muerte de su padre al producirse un disparo accidental de su escopeta cuando descendía de una embarcación, en presencia de su mujer y del propio Horacio. Tras la tragedia la madre se trasladó con sus hijos a Córdoba, donde residieron cuatro años, y regresaron a Salto. En 1891 su madre casó con Ascencio Barcos. Fue un buen padrastro para el niño, pero la tragedia recayó para la familia ya que éste sufrió en 1896 un derrame cerebral que le impedía hablar y se suicidó disparándose con una pistola. Siempre fue buen deportista y amante de la mecánica y la construcción, pero además a los veintidós años comenzó sus primeros tanteos poéticos. Descubrió la obra de Leopoldo Lugones y Poe, que marcaron claramente su escritura. Mientras trabajaba y estudiaba, colaboraba con las publicaciones La Revista y La Reforma. Durante el carnaval de 1898 conoció a su primer amor, una niña llamada María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas y Una estación de amor. Colaboró con el semanario Gil Blas de Salto, y conoció en esta época a Lugones en una escala durante un viaje fluvial, y se inició una amistad que duraría toda su vida. En 1899 Quiroga fundó en su pueblo natal la Revista de Salto, pero la revista fracasó. En 1900 la herencia de su padre le permitió viajar a París, partió esperanzado en primera clase y vestido de frac, y allí conoció a Rubén Darío, pero volvió tras cuatro meses en tercera clase, hambriento y con la barba negra que no lo abandonaría más. Fundó en Uruguay el Consistorio del Gay Saber una especie de laboratorio literario experimental de cariz modernista. Su primer libro de poesía Los arrecifes de coral, se publicó en 1901. Ese mismo año murieron sus dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, en el Chaco, a causa de la fiebre tifoidea. A esta desgracia le sucedió la muerte accidental de manos del propio Quiroga de su amigo Federico Ferrando, que iba a batirse en duelo, Horacio lo ayudaba a limpiar el arma cuando ésta se le disparó. Fue detenido y finalmente puesto en libertad, tras comprobar la naturaleza accidental del homicidio. La desolación por este suceso lo llevó a abandonar Uruguay. Fue a Argentina a vivir con María, otra de sus hermanas, su cuñado lo inició en la pedagogía. Fue designado profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en marzo de 1903. En junio de 1903 Quiroga se unió como fotógrafo a Leopoldo Lugones en una expedición a Misiones, financiada por el Ministerio de Educación, en la que planeaba investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas. Esta experiencia marcó de manera absoluta a Horacio Quiroga que se decidió a invertir lo que le quedaba de su herencia paterna en la compra de unos campos algodoneros en Chaco. El proyecto acabó fracasando pero la experiencia fue fundamental para el escritor y provocó un cambio radical en su obra y en su vida. A partir de este momento se dedicó a cultivar la narración breve. En 1904 publicó El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar Allan Poe. Sus primeros cuentos fueron publicados en la revista argentina Caras y Caretas. Al año siguiente decidió volver a la selva, compró una chacra sobre la orilla del Alto Paraná y en 1908 se trasladó. Se enamoró de una de sus alumnas y consiguió convencer a sus padres no sólo de permitieran el matrimonio sino que vinieron a vivir a la selva con ellos. En 1911 nació su hija Eglé Quiroga. El escritor comenzó la explotación de sus yerbatales y al mismo tiempo fue nombrado Juez de Paz en el Registro Civil de San Ignacio. Al año siguiente nació su hijo menor, Darío. Se ocupó él personalmente de la educación de sus hijos un tanto especial adaptada a la necesidades de la vida en la selva, de modo que fueran autónomos. Su esposa cayó en una profunda depresión y se suicidó tomando veneno. Tras el suicidio de su esposa, Quiroga se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde recibió un cargo de Secretario Contador en el Consulado General uruguayo en esa ciudad. Apareció en esta época uno de sus libros más famosos: Cuentos de la selva. Su única obra teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se estrenó en 1921, El diario argentino La Nación comenzó también a publicar sus relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante popularidad. En 1921 apareció Anaconda. El escritor se dedicó a la crítica cinematográfica, teniendo a su cargo la sección correspondiente de la revista Atlántida, El Hogar y La Nación. Regresó por un tiempo a Misiones, allí se construyó una barca y con ella regresó a Buenos Aires. En 1927 se publicó Los desterrados. Se enamoró de María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, se casaron ese mismo año. A partir de 1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y la hija de su segundo matrimonio. Perdió el consulado pero sus amigos consiguieron tramitarle la jubilación argentina. Empezó a sufrir una prostatitis, y su mujer lo abandonó llevándose a su hija. Se descubrió que las molestias eran en realidad de origen canceroso, tras su regreso a Buenos Aires para ser internado en el hospital, ante tal diagnóstico el 19 de febrero de 1937 Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos después. Las desgracias siguieron a la familia y más o menos al mismo tiempo que el gran poeta, Eglé Quiroga, hija mayor de Horacio, se suicidó también. Su amigo Leopoldo Lugones se suicidó un año después por motivos amorosos. Finalmente, su hijo varón, Darío, se suicidó en un arranque de desesperación en el año 1951. Su obra estuvo marcada por la influencia reconocida de Kipling, Conrad y, sobre todo, Edgar Allan Poe. En sus cuentos reina una atmósfera de alucinación, crimen, locura situada en la Naturaleza salvaje de la selva. Quiroga legó a los jóvenes escritores su famoso Decálogo del perfecto cuentista que resumía de manera perfecta su propio estilo: una prosa precisa, estilizada y contundente al mismo tiempo, que lo convirtió en maestro del relato breve. Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
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