lunes, 20 de abril de 2020

HABITACIONES

























(NOTA del Administrador: La novela tiene varias entradas, que remiten a los nombres de los protagonistas; en este caso elegí y uní todas las entradas que corresponden a Florencia (entradas que alternan con otros personajes, como Alfredo o Angélica) con quien la narradora, tiene una relación amorosa.)



FLORENCIA TIENE TRECE AÑOS

Conocí a Florencia cuando recién vino a Buenos Aires desde la provincia. Se hospedaba con su madre, en casa de copoblanos, donde yo iba habitualmente por las noches a jugar a las cartas, luego de casarme. A pesar de sus trece años, y sin motivos que yo asuma, coquetea terriblemente conmigo. Noche a noche, después de la partida de naipes, la acompaño a su cuarto. Miro sus hermosos cabellos, los toco, los huelo, paso mi lengua sobre ellos. Me dice ¡Hasta mañana! Hace tres días se los recoge en una redecilla. De ese modo me impide disfrutar de ellos. Me parece absurdo, pero no digo nada. Hablo con ella diariamente por teléfono. Esta tarde, temprano, al descuido de la conversación, me habla de la red que usa. Yo digo que no me gusta porque me oculta su pelo. ¿Cuándo te la vas a sacar? A ella no le interesa mi opinión, dice. Siempre se atará los cabellos y sólo cuando vea al hombre que quiere se los desatará.
          Como mi marido trabaja por la noche, voy luego de cenar a su casa, como de costumbre. Son tres cuadras de la mía. Después de la cena, charlamos. Y hablando de cualquier cosa, Florencia introduce, de pronto, y como sin darle importancia, la explicación que aguardo. No puede peinarse este cabello tan largo. Ya no sé cómo, si no me lo recogiera así, no sé qué haría. Además así tengo menos calor. Duermo con la red también. Explicación que no cuadra con el verano, pero las niñas son caprichosas.
          La llevo a su dormitorio luego y asumo la misión de acariciarla. Le acaricio las sienes, las orejas, los bordes de la boca, la frente, la nariz, los ojos, cada pedacito de la cara, la espalda, muy sabiamente, y las piernas, muy furtivamente.
          De pronto paso por hábito la mano por la cabeza. Y Florencia dice, en súplica y orden, como tantas noches: Rásqueme un poquito.
          Paso suavemente mis dedos entre los agujeros de la red. Al momento, veo su satisfacción. La observo tan profundamente siempre que puedo ver cómo, a mis caricias, se ensancha súbitamente su nariz, como olfateando algo. Un momento; luego la primitiva sensación se hace costumbre y deja de ser fuerte y espontánea. Por eso, a cada instante varío la técnica de mis caricias, o de mi rascar. Con la yema del dedo, levemente con la punta de las uñas, con pequeños golpecitos... Ella conoce cuándo van a agotarse las nuevas sensaciones. Su sensibilidad animal lo sabe y después de un momento se resuelve: Me está hartando esta red -dice-, y la arranca de un tirón. Me da el goce de su pelo. Sabe. Sabe que así renueva sensaciones y me incita a buscarlas.
          Yo me muero de deseos de sumergir mi cara en sus cabellos castaños con hebras doradas. Hundo mis dedos con avidez. Los huelo. Los despeino. Los estrujo. Ya no es una mano, sino las dos. El deseo de no hacerle daño es lo único que me detiene en el logro de caricias más íntimas. Ella, coqueta, hunde su cara en la almohada. No puedo ver su expresión, pero de pronto agarra mi mano, la besa y me dice: ¡Hasta mañana!


FLORENCIA POR SEGUNDA VEZ

  Volvemos del campo al anochecer. Siempre el campo está un poco mezclado a todas mis cosas. La provincia se reitera en mí, no la interrumpo, convive con mi Buenos Aires querido, paso allí todas mis vacaciones, recuerdo rigurosamente las fiestas familiares, me aburro, me deslumbro, oscilo, como siempre. Vuelvo del campo, al campo, pienso en el campo, ando por el campo; ¡mierda!
          Estamos en el asiento de atrás de un viejo Ford A y es apenas pasado el invierno. He calculado bien las cosas, procurando que Florencia vaya a mi lado, en el medio del asiento. Tengo una manta, porque sé desde hace mucho tiempo lo que es ir en un viejo Ford. Florencia tiene pantalones gruesos pero acabará sintiendo frío, recurrirá a mi manta, lo preveo. Atenta a todo esto no intervengo en los cantos, las exclamaciones, las bromas. Me excluyo en un silencio que puede parecer importante o enfurruñado. Estoy, sin embargo, alerta al menor de sus gestos. Somos viejas conocidas, pero nuestros encuentros recientes en la provincia han incluido una deferente atención de mi parte y una desvaída indiferencia de la suya. Sólo sus ojos, ahora huidizos, están cargados de recuerdos y de promesas, tantas, a veces, que por eso mismo los torna esquivos. Florencia quiere saber, ya sabe, quiere entrar en el juego, quiere que yo tome decisiones, quizá, que no sea tan morosa. Como para mí comienzo es intensidad, demoro la partida. Al cabo, hoy, el frío ha de ponerse de mi parte. Cuando empieza a caer la noche, todos los que vamos atrás, apenas cubiertos del aire por las maltrechas cortinas del Ford, empezamos a quejarnos del frío. Extiendo mi manta sobre todas las rodillas. Y, aprovechando la mala luz del crepúsculo, tomo la mano de Florencia por debajo de la manta y la aprieto con la fuerza necesaria para que sea caricia y dominio, protección y entrega. Florencia se deja hacer, sabe y conoce ahora que somos cómplices y que podrá determinar a su gusto los encuentros que tendrán lugar en el futuro. Mi mano no intenta, por el momento, ninguna otra audacia debajo de la manta. Así reanudo mí relación con Florencia, que ya no es sólo una niña que se deja acariciar el pelo.


FLORENCIA

"¿Está mi sobrina arriba?", pregunto en la portería del hotel. "Sí, señora, en la habitación 210. ¿Cómo le ha ido de viaje?" Es de rigor que me pregunten eso en esta portería donde conocen a los provincianos y en este hotel donde me arriesgo a reunirme con Florencia, titulándome su tía. Subo con mi bolsón en la mano. Es así que se producen nuestros encuentros ya que no puedo llevarla a casa y ella vive en una pensión del centro. Florencia, encantada; todo lo que es oculto, anormal y que atenta contra las convenciones la atrae. Nuestra relación participa de todo esto. Ella dice sentirse cumplida, tranquila, feliz. En una oportunidad deja a su amante de turno para reunirse conmigo en el hotel, desde donde la llamo. Hacerlo resulta difícil, pues debo inventar pretextos para faltar a casa de noche y tampoco podemos ir al hotel a dormir la siesta. Sólo una vez lo hacemos, en el Tigre, adonde vamos a pasar el día, caluroso y propicio. Pero es lejos, caro y lleva tiempo; Florencia se aburre, debo inventarle siempre un programa, y comer con buen diente a veces no es todo. Ella quiere conocer, ver gente, lugares, cines, teatros, callejear por Corrientes. Por ella me muestro dispuesta a conseguir un departamento, pero sin mucho énfasis, porque un departamento para mí significa el planteo claro de todas las situaciones que me afectan y afectan a otras personas y eso aparece en mí menos resuelto que el deseo de tener a Florencia. Y por lo tanto procuro tener a Florencia de otro modo. Dispongo de dinero, pero no tanto como el que ella requiere. Lo del departamento se va haciendo largo. Miramos algunos sin que nunca el efectivo sea suficiente. A la larga, Florencia presiente que no podré darle mucho y va conformándose momentáneamente con lo que le doy. Charlas, conocimientos, ambientes. Con ella me muestro desenvuelta a los lugares adonde vamos. Quiero deslumbrarla siempre, hacerla depender de mí. ¿Eso es amor? Florencia me atrae físicamente y no tiene ninguna inhibición, no me reprocha nada, sólo quisiera derrumbar todas las estanterías que he alzado en mi vida y no teme decírmelo. Una dependencia total mía quizá la satisfaría; habría logrado deshacer mi orgullo intelectual, mi pedantería, mi aparente savoir-faire, todo lo que ella imagina en mí apetecible o sabio. Esto nos asemeja, decía Florencia tocándose la frente. Y tenía mucho de razón. Una vez dependiente de ella, Florencia seguiría otro rumbo, depredando, reinando o intentando hacerlo. ¿Por qué depredando? ¿En qué me diferenciaba de ella cuando yo hablaba de mis búsquedas como si fueran algo importante? En poco. Pretendía yo que mis búsquedas afectivas tenían por fin "integrarme" y las de ella extraer algún beneficio para sí. ¿Integrarme no es acaso beneficiarme? ¿Por qué creerme mejor que Florencia? Ella necesita a toda costa imponerse por la ropa, por su capacidad en la oficina, por su inteligencia, por su físico y no acepta que nadie deje de sometérsele. Sin embargo, en cierta medida, algo parecido es lo que me mueve. También con Florencia me identifica el enfoque descarnado que hacemos de los demás, de nosotras mismas. Intento, pues, que Florencia dependa de mí, que me admire. La admiro. No puedo amar sin admirar, dice una estrella de la TV en sus declaraciones al público. Estoy de acuerdo, pero el porqué ya no me parece tan simple. Tal vez porque admirar exige una reciprocidad, una relación entre titanes. Admiro a Florencia por su físico femenino, de suaves curvas, por su mente masculina, por su frase oronda, su manera de encarar la vida como tal vez a mí me hubiera gustado encararla, en forma desfachatada, sin mayores escrúpulos, todo para sí, aprés moi, etc. Ni política ni religión son temas para ella y critica que yo los toque a menudo. Los desecha en nombre de un hombre-humus, un ser humano al que ve fundamentalmente egoísta y defectuoso, como probablemente se ve a sí misma. Yo para ella soy boba, "todo lo comprendo y lo perdono", al mismo tiempo que única, desinteresada, fiel a su cuerpo al que ella desea esclavizarme, como yo deseo hacerlo con su mente. ¿Fiel a su cuerpo? Igual que siempre me sucede, pasado el momento de la conquista, como Florencia exige un modo y yo otro, el desacuerdo físico se instala, pero en contra de mí. Logro que Florencia me sienta, yo no siento nada. Tal vez Florencia se propone sentirme, y yo demoro para que su juego se cumpla. La desilusiona que yo no la sienta y, como yo otras veces, pregunta: "¿Fue feliz?". El usted me enorgullece, siento como un pequeño dominio o respeto. Y el hecho de darle goce me exalta y contenta. Florencia no quiere tenerme a su lado sino encima suyo, me levanta como a un niño si yo me detengo mucho en su cuello. Al principio elude la boca, insisto en su oreja. La boca le parece para uso masculino; "estoy harta de que me babeen", dice. Casi siguiendo a Genet, podría decir que se masturba conmigo. Pero una cuestión de centímetros me impide casi siempre gozar al unísono. Yo más arriba, ella más abajo. Todo termina y yo digo: "Dejame bajar, querida, tengo miedo de hacerte daño con mi peso". Florencia gusta entonces que me tienda a su lado. "Su cuerpo tiene un calorcito de perro", me dice. Y se ovilla hasta dormirse. Al otro día me visto temprano. Raras veces salimos juntas. A veces pago al salir, a veces le dejo el dinero a ella. Me reintegro al día, donde todas las mentiras aguardan.


FLORENCIA

  -A mí me parece que Ud. debería dejar ya de verse con él -decía Florencia en ese momento-. ¿De qué sirve tanta amistad condensada, tanto amor ya agrio; no me tiene a mí acaso?
          -¿Estás celosa? -preguntaba yo-.
          -¿Celosa yo? -comenzaba a levantar el tono levemente-. ¡Por favor! Sólo que me parece estúpido verse con alguien con quien no se concreta nada.
          Nuestra amistad ella no podía comprenderla. Quien vive a fuego de llama no puede entender el rescoldo, pensaba yo. Pero decía:
          -Es claro, para vos todo debe ser concreto.
          -Por supuesto, entre un hombre y una mujer, a mí, la experiencia me dice que no puede haber amistad.
          -Yo no soy una mujer como todas, vos lo sabes.
          -Yo tampoco, pero me pudren los arrumacos sin sentido.
          -Entre nosotros no hay arrumacos. Eso es lo que no comprenderás nunca.
          -Ni quiero comprenderlo, me parece simplemente estúpido. Y un perdedero de tiempo. Usted me tiene a mí, eso es bastante. ¿O no? -preguntaba.
          -Sí, por supuesto -contestaba yo.
          Florencia ignoraba todo de mi amistad y ruptura con Angélica, encontraba justo que José se hubiese abierto a tiempo, según yo le había contado, que mi marido hubiera desaparecido luego de su viaje, pero este "sí, por supuesto" que yo le decía no la convencía totalmente. Creía que mi edad me obligaba a una entrega que quizá preveía como no total pero que anhelaba que lo fuera. Era probable que esto se debiera simplemente a un deseo de estabilidad que la urgía en el momento, pero nada más. Estabilidad conmigo mientras yo pudiera financiar las cosas. Después, ¿a dónde llegaría el exclusivismo de nuestro afecto, el egoísmo que a ambas nos movía? En el fondo de las cosas yo no anhelaba romper con nada de lo que poseía y Florencia, en cambio, pretendía echar abajo todas mis estanterías, según me lo había dicho repetidas veces. Es claro que lo que yo poseía era nada al cabo del tiempo, pero en mí siempre había el anhelo de una puerta abierta hacia otras habitaciones, hacia nuevas experiencias. ¿De qué madurez podía hablar yo?
          -Con usted es el cuento de nunca acabar -decía ahora Florencia leyendo mis pensamientos-. Nadie la habrá querido como yo, ni la querrá ya nunca.
          Yo sonreía y le hallaba razón, aunque me fuera difícil dilucidar los móviles de la aparente devoción de Florencia. Y hago mal en decir aparente; porque en cierta medida y a pesar de sus escapadas constantes en busca de halago aparentaba escucharme -o me escuchaba- como si de mis labios surgiera la verdad.
          -Extraeré de usted todo lo que me sea útil -decía otras veces.
          -No me vaciaré por eso, sigue cavando sin miedo —decía yo.
          -¿De qué hablan cuando se juntan? —insistía ella refiriéndose a vos.
          -De la Comisión de la SADE -reía yo para enojarla un poco. Pero como veía que ese poco podría acrecentarse con rapidez, intentaba una explicación más seria:
          -¿Cómo podría decirte, querida? Él es como el hilo conductor de mi vida, una especie de cuerda tensa de la que penden ropajes diversos, una especie de horizonte...
          Aquí empezaba a empantanarme, no sólo porque no había explicaciones posibles para la perduración de nuestra amistad, sino porque yo sabía que Florencia detestaba las frases en las que yo amaba perderme para eludir aclaraciones cuando me veía exigida a hacerlas.
          Ella sólo entendía que había que rehusar ataduras inútiles, que había que vivir el momento con la mayor intensidad posible y para ello confiaba plenamente en su físico, a fin de lograr de quien fuera lo que anhelaba conseguir. Por el momento era yo la elegida y de mí dependía mantener la continuidad prodigando dones, sabiduría, caricias, novedades. En el otro platillo estaba su entrega. Yo comprendía perfectamente que nadie se había dado a mí con la furia con la que ella lo había hecho, con el cariño que me prodigaba, pero sabía también lo precario de ese cariño y lo absurdo de creer en él. Si Florencia se identificaba conmigo por la cabeza antes que por el cuerpo, como yo misma pretendía, esto significaba que la duración de su cariño no era necesariamente muy larga. Tampoco mi cabeza bien puesta -al menos para vos- significaba nada frente a la turbiedad o turbación de mi vida afectiva. Y las infinitas oscilaciones de mis sentimientos indicaban en ella idéntica falta de garantía. Me perdía en reflexiones antes que en respuestas concretas, con la única seguridad de que el afán de Florencia por cortar mi relación con vos no indicaba otra cosa que el segregarme de todos para mejor hacerme objeto de su propio dominio, cosa que yo rehuía como siempre que había sido así.
          -¿Hasta cuándo ir al cine con un tipo semejante que todo lo mira con pedantería? -preguntaba Florencia un tanto envidiosa de un mundo que le era ajeno, el mundo del intelecto, al que accedía por golpes de intuición o guiada de la mano por mi propia pedantería.
          No pensaba en sacrificar tu amistad, pero para tranquilizarla a Florencia con algo que iba siendo cada vez más cierto, decía:
          -Ya verás que Alfredo no me llamará más, que dejará de llamarme cualquier día de éstos.
          En realidad yo distanciaba las llamadas, vos no las hacías. Pero yo, como siempre ponía la decisión, siempre la pongo, en manos de los demás.



PAPEL QUE FLORENCIA DEJA EN SU CASA AL IRSE Y QUE ME ENTREGAN LUEGO

            Querida:
           No sólo guarida sino isla donde me sumerjo y respiro, aliviada de todas mis tensiones, isla donde me tiendo sin violencias totalmente abandonada, aguardando, aguardándome, y cuando vuelvo a habitarme recobro mis voces antiguas, cantos que vienen de lejos, vibraciones diferentes y me quedo en acecho, vigilante, guardando las puertas de mi ciudad que sólo usted conoce, para que nadie entre después de nosotros.


 (Fragmentos de la novela: Habitaciones, escrita en 1950, 
y publicada en 2002, por la Editorial Catálogo)

Emma Barrandéguy (Argentina; Gualeguay, Entre Ríos, 1914-Id., 2006)


IMAGEN: Kristina Ruslanovna Pimenova ​​ modelo y actriz rusa.​




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