«Se conviene en una niñita de un dia para otro. O en una anciana. O yo en un niño o en un anciano. Así termina
la historia». Eso le conté cuando me enamoré de ella a sus treinta y siete años.
Porque eso soñaba yo. Le dije que yo así imaginaba que iba a ser nuestra
despedida, porque todo se acaba: va a ser como un cambio brusco de edad de
alguno de los dos. Lo mismo que la breve aparición de su presencia. El bello
desaparecer de ese lucero. Pensé en su fotografía cuando era nena y pensé que,
por una cosa fantastica, algo ocurría y ella retornaba a
esa edad o se volvía una anciana, pero yo permanecía en la edad que tengo
ahora, treinta y nueve años, enamorado como estoy de ella.
Supongamos que
nos encontramos una vez que se termina todo. Ella tiene menos de siete años y
anda con su padre. Yo tengo treinta y nueve. Me hace reír su gracia de nena,
pero ella, a sus siete, está consciente de quién era hasta hace poco: una mujer
de treinta y siete años, mi amante. La tristeza es voluptuosa e inmoviliza. Nos
conocemos muy bien. Nos empezamos a gustar cuando trabajamos juntos en un
proyecto interdisciplinario hace un año. El flirteo era como una cosa de niños.
Ella trabaja con tenacidad y alegría, yo creía en casi nada.
Por el momento,
tengo treinta y nueve y ella treinta y siete y a veces pienso que va a salir
del baño del motel convertida en una niñita o una anciana, de la que sigo enamorado,
pero con la cual no voy a tener una relación carnal, ni siquiera una caricia en
el pelo, porque eso sería demasiado doloroso. No, mejor abstenerse hasta de
mirar. Sé que esto se va a acabar, todo se acaba. Y llega el momento en que
cambia de edad brutalmente. Y justo aquí. El asunto realmente importante ahora
es cómo nos la vamos a arreglar para salir de este motel que hemos visitado
desde que somos amantes. ¿La reconocerán las señoras de delantales escoceses
con cuellito blanco que tienen algo de monjas, algo de tías de colegio, cuando
la vean con otra edad? Es posible, porque a veces, sin que les digamos
absolutamente nada, automáticamente nos llevan a nuestra pieza preferida, que
aunque tiene la bulla de los autos y de un molino industrial, da hacia el
poniente y tiene una luz que nos gusta.
Cuando llegamos
en una ocasión, una de ellas nos dijo: “Ustedes, puro amor, ¿eh?». Lo dijo con
naturalidad precisa, a la vez distante y cálida. Ya habíamos iniciado nuestra
colección de peinetas. Muchas peinetas. Una vez te tocaba a ti y la otra a mí.
Nos pidieron las cédulas de identidad al principio, pero luego de un tiempo ni
siquiera se molestaban en hacer eso. En una ocasión, no sé por qué motivo, se
te vio sólo tu pelo largo ex rubio y ahora casi blanco ya a tus treinta y siete
y tu figura delgadita y una de las señoras, nueva seguramente, vio tu silueta y
me preguntó: ¿es mayor de edad la señorita? Estallamos en risa. Gracias, le
dijiste, y luego me dijiste que quizás lo dijo por la cara de degenerado que
pongo en el umbral de ese lugar y no por tu aspecto de infantil, aunque
efectivamente pareces una niña cuando tomas sol panza abajo, las piernas tienen
algo de nena y obvio que la silueta delgada también, si no fuera por el pelo blanco
y las arruguitas que adoro. Y de anciana.
Las primeras
ocasiones que entrábamos a ese motel, tú fotografiabas el cuarto, lo que se
veía por la ventana, los grafitis que dejaban las parejas que habían visitado
el lugar con anterioridad. Hacías eso cuando yo estaba en el baño y luego,
durante la noche o al otro día, me enviabas por mail un adjunto con las fotos de ese motel, ese
color rosado que tienen, el mejor filtro, las mejores fotografías. Imagínate el
lío, porque sin duda las señoras van a reconocer que eres tú, pero anciana o
nena, qué van a decir. Jamás pensé que iban a decir con una cara grave, honda y
comprensiva: «Ah, otro caso de estos, sucede poco pero cada tanto pasa» y se
quedarían hablando contigo de unos remedios naturales para el reumatismo y de
la mejor pastelería del sector, de jardines y plantas que merecen sombra o
media sombra, eso contigo, anciana, porque cuando salimos los dos y tú tienes
forma de nena ponen una cara terrible, se apresuran en darme un calmante, una benzo muy fuerte con un vaso de agua, luego te dan
un caramelo y te sonríen y entretienen, pero entonces sí que ponen una trágica
cara de preocupación.
(del libro:
“Mantra de remos”,
Alquimia
ediciones, 2015)
Germán
Carrasco (Santiago de Chile, 1971)
IMAGEN: "La luna vieja abrazando a la nueva", así describió este fenómeno (que se observa cerca de la luna nueva), Leonardo Da Vinci. Sin créditos, fotografía tomada de la página Mi cerebro va a explotar.
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