lunes, 24 de agosto de 2020

LA PIEZA OSCURA (1963)


















JONÁS

Todo lo podría condenar igualmente, no se me pregunte en nombre de qué.
En nombre de Isaías, el profeta, pero con el grotesco gesto
                     inconcluso de su colega Jonás
que nunca llegó a cumplir su pequeña comisión sujeto a los altos y bajos
del bien y del mal, a las variables circunstancias históricas
que lo hundieron en la incertidumbre de un vientre de ballena.
Como Jonás, el bufón del cielo, siempre obstinado en cumplir su pequeña
                     comisión, el porta-documentos incendiario bajo la axila
                     sudorosa, el paraguas raído a modo de pararrayos.
Y la incertidumbre de Jehová sobre él, indeciso entre el perdón y la cólera,
                     tomándolo y arrojándolo, a ese viejo instrumento de utilidad dudosa
caído, por fin, en definitivo desuso.

Yo también terminaré mis días bajo un árbol
pero como esos viejos vagabundos ebrios que abominan de todo
                    por igual, no me pregunten
nada, yo sólo sé que seremos destruidos.
Veo a ciegas la mano del señor cuyo nombre no recuerdo,
los frágiles dedos torpemente crispados. Otra cosa, de nuevo, que
                    nada tiene que ver. Recuerdo algo así como...
no, no era más que eso. Una ocurrencia, lo mismo da. Ya no sé a dónde voy otra vez,
Asísteme señor en tu abandono.




LOS AMIGOS DE LA CASA

No hemos nacido para el canto sino para el acopio
de las palabras en el rechinar de los dientes.
La música fue toda bondad. No hemos nacido
sino para la sedicente murmuración, silenciosos
del ruido en que envolvemos nuestras voces
al caer de la tarde como a un pozo sin fondo
—toda ciega bondad— en el patio
constelado de viejos enfermos apacibles.

Nuestra es la fiebre que declina y no amaina, impenetrable
al sol de la locura, el calentarse de los huesos
en la ceguera del patio lluvioso.
Se encerró a los dementes sobre nuestras cabezas que recalienta y pudre
la imagen latente del sol y por sí solas se nos abrieron las verjas
             transfundidos el hierro y la herrumbre, llegado que fue el tiempo
en que ni aun la tierra permanece. Sólo el vaho
y la siembra del musgo en los jardines eriáceos.

No hemos nacido para el amor, hemos nacido para el coito que embadurna la sangre
de la maceración de su semilla, para el débil soplar sobre el rescoldo
como si el aliento fuera ceniza y la carne el erial en que se recalienta,
al calor de las piedras, un guiso sangriento.
La última cena de la tribu cuando todo es arena
—la noche misma— en la extensión de la noche
y el viento seca un paraíso disperso:
el alforfón y la escanda silvestre.
Imposible distinguir entre el sudor y las lágrimas
que se disputan dos bocas resecas.

Y viejos vecinos de pieza de la muerte seguiremos plegándonos
a los caprichos de la dueña de casa, persistentes y dóciles
al igual que la impronta de la humedad en los muros,
                  como la pasiva infiltración de las larvas
en los zócalos pringados de lavazas.
La confianza sabrá dispensarnos
a los amigos de la casa de los dolores del pánico.

(De la Antología poética:
“Sólo sé que seremos destruidos”,
compilada por José Villa,
Ed. Gog y Magog, 2019)
Enrique Lihn (Santiago de Chile, 1929-1988)



IMAGEN: Jonás y la ballena (1621); pintura de Pieter Lastman.





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