JONÁS
Todo lo
podría condenar igualmente, no se me pregunte en nombre de qué.
En nombre de
Isaías, el profeta, pero con el grotesco gesto
inconcluso de su colega
Jonás
que nunca
llegó a cumplir su pequeña comisión sujeto a los altos y bajos
del bien y
del mal, a las variables circunstancias históricas
que lo
hundieron en la incertidumbre de un vientre de ballena.
Como Jonás,
el bufón del cielo, siempre obstinado en cumplir su pequeña
comisión, el
porta-documentos incendiario bajo la axila
sudorosa, el paraguas raído a modo
de pararrayos.
Y la
incertidumbre de Jehová sobre él, indeciso entre el perdón y la cólera,
tomándolo y arrojándolo, a
ese viejo instrumento de utilidad dudosa
caído, por
fin, en definitivo desuso.
Yo también
terminaré mis días bajo un árbol
pero como
esos viejos vagabundos ebrios que abominan de todo
por igual, no me pregunten
nada, yo
sólo sé que seremos destruidos.
Veo a ciegas
la mano del señor cuyo nombre no recuerdo,
los frágiles
dedos torpemente crispados. Otra cosa, de nuevo, que
nada tiene que ver.
Recuerdo algo así como...
no, no era
más que eso. Una ocurrencia, lo mismo da. Ya no sé a dónde voy otra vez,
Asísteme
señor en tu abandono.
LOS AMIGOS DE LA CASA
No hemos nacido para el canto sino para el acopio
de las palabras en el rechinar de los dientes.
La música fue toda bondad. No
hemos nacido
sino para la sedicente
murmuración, silenciosos
del ruido en que envolvemos
nuestras voces
al caer de la tarde como a un
pozo sin fondo
—toda ciega bondad— en el patio
constelado de viejos enfermos
apacibles.
Nuestra es la fiebre que declina
y no amaina, impenetrable
al sol de la locura, el
calentarse de los huesos
en la ceguera del patio
lluvioso.
Se encerró a los dementes sobre
nuestras cabezas que recalienta y pudre
la imagen latente del sol y por
sí solas se nos abrieron las verjas
transfundidos el hierro y la
herrumbre, llegado que fue el tiempo
en que ni aun la tierra
permanece. Sólo el vaho
y la siembra del musgo en los
jardines eriáceos.
No hemos nacido para el amor,
hemos nacido para el coito que embadurna la sangre
de la maceración de su semilla,
para el débil soplar sobre el rescoldo
como si el aliento fuera ceniza
y la carne el erial en que se recalienta,
al calor de las piedras, un
guiso sangriento.
La última cena de la tribu
cuando todo es arena
—la noche misma— en la extensión
de la noche
y el viento seca un paraíso
disperso:
el alforfón y la escanda
silvestre.
Imposible distinguir entre el
sudor y las lágrimas
que se disputan dos bocas
resecas.
Y viejos vecinos de pieza de la
muerte seguiremos plegándonos
a los caprichos de la dueña de
casa, persistentes y dóciles
al igual que la impronta de la
humedad en los muros,
como la pasiva infiltración
de las larvas
en los zócalos pringados de
lavazas.
La confianza sabrá dispensarnos
a los amigos de la casa de los
dolores del pánico.
(De la Antología poética:
“Sólo sé que seremos destruidos”,
compilada por José Villa,
Ed. Gog y Magog, 2019)
Enrique Lihn (Santiago de Chile, 1929-1988)
IMAGEN: Jonás y la ballena (1621); pintura de Pieter Lastman.
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