miércoles, 30 de julio de 2008

ESE GENERAL BELGRANO (un poema)




















CUADRO I

CONSULADO


En un principio fue la imagen, doliente
en las esquivas oscilaciones de la visión.
Era, entonces, caso de cercar el foco, que,
a través de la ventana, insinuaba una
semiluz vacilante, en la esfera exterior,
renuente por la tenacidad de la tiniebla.
Era, entonces, la ocasión temeraria
de translucir esas viejas paredes
dinásticas, quizá, de las escasas
mutaciones urbanas del coloniaje.

Sírvanme, entonces, el elixir, en copa,
por favor,
de cristal ceñido a esta hora impenetrable.

Poca cosa, al fin: el barrunto del perfil
de un hombre:
cabellos claros, ojos tenues, esclarecidos
sobre un tomo incierto y un sinuoso
leve temblor de labios insinuando palabras
en la pieza nebulada de gris.
No nos concedamos
un viaje, en placentero travelling, a
la calidez de la ensenada de penumbra
que colma la cámara: una puerta
cerrada, un hálito lábil en las flexiones
de la vigilia en pensamiento,
contraponiéndose, hablándose.

Ahora, Manuel Belgrano, funcionario
de mano fértil en el Consulado,
sentado frente a su mesa,
enciende una vela; la mezquina llama
exhibe la dorada inscripción
de la tapa pulcra del libro:

Dupont de Nemours

DEL ORIGEN Y DE LOS PROGRESOS
DE UNA CIENCIA NUEVA

(1768)
Las palabras vuelven, luminosas
y agitadas, a su mente desde la intensa
lectura de la víspera.
Nombres ilustres, François Quesnay,
Mirabeau, Mercier de la Riviére,
Le Trosne, danzan en la coreografía
de la seducción del movimiento crítico.


Antes de cultivar hay que talar
los bosques, hay que desbrozar el terreno,
hay que extirpar las raíces, hay
que procurar una salida a las aguas
estancadas o que corren entre
dos tierras, hay que preparar edificios
para amontonar y conservar las cosechas,
etcétera, etcétera.

Al emplear su persona y sus riquezas
mobiliarias en los trabajos y en los gastos
preparativos del cultivo, el hombre adquiere
la propiedad territorial del terreno
sobre el cual ha trabajado. Privarle
de ese terreno sería arrebatarle el trabajo
y las riquezas consumidas en su
explotación, sería violar su propiedad
personal y su propiedad mobiliaria.
Al adquirir la propiedad del fundo,
el hombre adquiere la propiedad de
los frutos producidos por ese fundo.
.............................................................
Sin ellas nadie haría esos gastos ni esos
trabajos, no habría propietarios territoriales
y la tierra permanecería yerma con gran
detrimento de la población existente
o por existir.
Magnífico, Dupont (se dice Manuel con registro
agudo, entrecortado y cauto), usted sostiene
la trinidad hipostática de la propiedad
en la esencia del hombre. Un rosario de
cuentas coordinadas como en la voz
omnicreativa de Dios: como si la viera.
¿Quién se negaría a aspirar
el embriagante aroma imaginario
de esta certeza conjetural
de lo que fue?
Pero las multitudes de hombres,
de pueblos, excluyen al Hombre.
¿Los romanos, los hombres que fueron
sus procónsules, sus legiones,
no excluyen al hombre íbero?
¿Los señores de la propiedad feudal
no excluyeron al siervo Hombre?
¿Dónde y cuándo se instala
la unicidad humana
en la sustancia de la propiedad territorial?
¿Cómo ensamblar, entonces,
en un proceso de esfuerzo iluminante,
ciertos testimonios, que algunos
exhumaron y que cursan
el sobresalto de la historia?
Buenos Ayres es una lucecita
que, iluminando, apenumbra el duro
ajetreo contra el monopolio.
Mas, ¿qué son las vastísimas tierras
de estas colonias? Sus desiertos;
sus selvas insondables; sus desmesuradas
médulas de casi inconcebibles emergencias
de rocas que eternizan sus hielos y sus nubes;
sus aguas, que sólo ellas, parecen
conocer el intrincado desborde
de lo infinito?

Intentar generar la matriz de un país
cuando sólo puedo escribir: tal es el caso.

Sé que pagaré por ello.



Aldo Oliva (Argentina, Rosario, 1927-2000)





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