No deseo hablar con alguien que ha escrito más libros de los que ha leído.
viernes, 25 de julio de 2008
EL BRILLO DE LAS PIEDRAS
A este lugar se llega
por muchos caminos. Por eso esta persistencia
de la retina. Fluyen claridad, tiempo
y en un día calmado se puede ver
la ciudad de los muertos.
Esa franja rosada que perece y que
la extranjera señala
con el dedo. Y el frío.
Gotas de hielo cayendo sobre el frío.
Cuando nos detengamos raptados
ante sucesivas porosidades
azules. Una nota cuya letra no dejamos de observar,
la cuidadosa ausencia con que se anuncia
nuestro nombre. Descansa en el fondo,
ovillado en el lento aceite de sí mismo. Se ha vuelto
incalculable, la superficie
espesa de los párpados.
La bestia y sus latidos
en su muerte solitaria, en un espectro
de calles incandescentes, igual
de solitarias. Luz como una mueca
calcinada, desde allí te observarán.
Tu cuerpo pasa. Graznidos de las viejas.
La escoba que rasca el piso, el silencio
hace correr su líquido sol por contornos
que se expanden. Hacia
la claridad sin nombre. Los párpados
representan, de la piel, su transparencia.
Parece un día sin nombre
sobre los abrigos, trapos congelados
en ese vagar que rota, perceptivo.
Entiendo lo abismal,
desaforado. El brillo ínfimo a la deriva
de una aguja. Un cuerpo cuya alma viene
arrastrada y arrastrada. Parece
que vaciláramos; intermitencia
provocada por sombra y cuerpo
como vahos. Detenidos
sobre olores
irritantes. Nos obliga a mantenernos
en un continuo reconcentrado,
la cabeza que masca
en lo absurdo. El ovólo de los ojos
ve con hojas. El olor primitivo se ha vuelto
extracto químico: sangre,
gota entre vidrios, conducto
al bajar por la garganta del niño
que dice: era la infancia. He recorrido
la periferia, o al menos la curva felposa
de la fruta. Para llegar. Y cada vez
que llego, solo, un poco sucio, traído por el azar,
me ve usted, cálida dueña de la escena
de lo que está siempre detenido.
El cabello enmohecido en los brillos
de la ventanilla.
El auto incendiado al borde de la vía,
la cascara blanca,
sobre un cuenco de yema. Una especie del aire:
intensidad deshilada
que él en un rincón
oye. En tu piel viejas incrustaciones.
De hombre. Una mente llena
de sinuosidades y enconos. A mí, como a otros,
se me ha dado por andar chato y sin retorno.
Todo pasaje desemboca, de alguna manera,
en una reverberación
que pertenece al mapa del tiempo. Todo estero
se confunde, al final, con unos ojos;
ese puntilleo, de pulsos,
que talla la muerte banal. Tu cuerpo
reducido a una efigie
de yeso;
como de paseo
cae, se sumerge en el alcohol,
la bocanada de dolor se ensancha
y entra en una especie de éxtasis de repeticiones.
Despertabas con el zumbido
de su imagen en el rostro. Pero
el ruido de los cubiertos
en el comedor
cuando se hace contacto
con la losa. En el tejido
el calor del delirio
que daba fondo a las cosas. Ser expulsado
de la autoridad oscura. Responde al inconstante,
sigiloso itinerario. Tu cara
cubierta de impulsos. Apenas
manteniéndote una suma escueta
en equilibrio
que se inclina. Las estaciones
en la misma tela. El ojo fijado en el resto de té.
Allí, nuestra pequeña Balbec.
Palpitado que golpea.
Al final, sobre piedras
explanadas. Esferas inmensas
de las estaciones; iguales.
José Villa (Argentina, Martín Coronado, Pcia. de Bs.As., 1966)
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