Cuando el mundo quede reducido a un solo bosque negro para nuestros ojos asombrados, —a una playa para dos niños fieles, —a una casa musical para nuestra clara simpatía—, te encontraré.
Que no haya aquí abajo más que un anciano solo, sereno y hermoso, rodeado de un lujo inaudito, y estaré a tus rodillas.
Que yo haya realizado todos tus recuerdos, —que sea la que sabe sujetarte, —te ahogaré.
Mi camarada, mendiga, niña monstruo! cuan poco te importan, esas desdichadas y esos obreros, y mis turbaciones. Únete a nosotros con tu voz imposible, tu voz!, único halago de esta vil desesperación.
Una mañana nublada, en julio. Un gusto de cenizas vuela en el aire; —un olor de madera sudando en el fogón, —las flores herrumbrosas, —la confusión de los paseos, —el vapor de las acequias por los campos,—¿por qué no también los juguetes y el incienso?
He tendido cuerdas de campanario a campanario; guirnaldas de ventana a ventana; cadenas de oro de estrella a estrella, y danzo.
El alto estanque humea continuamente. ¿Qué hechicera va a levantarse sobre el poniente blanco? ¿Qué follajes violetas van a descender?
Mientras los fondos públicos se derrochan en fiestas de fraternidad, suena una campana de fuego rosa en las nubes.
Avivando un agradable gusto a tinta de China, un polvo negro llueve dulcemente sobre mi vigilia. ¡Entorno las luces de la araña, me arrojo en el lecho, y, vuelto hacia el lado de la sombra, os veo, mis hijas! ¡mis reinas!
Arthur Rimbaud (Francia, Charleville, 1854-Marsella, id., 1891)
(Traducción de Cintio Vitier)
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