Siempre sentí la nostalgia por una forma más capaz,
que no fuese demasiado poesía ni demasiado prosa
y que permitiera la comprensión sin exponer a nadie,
ni al autor ni al lector, a torturas de orden superior.
En la esencia misma de la poesía hay algo indecente:
surge de nosotros algo que ni sospecharnos que estuviera allí,
parpadeamos entonces, como si un tigre saltara de nosotros,
firme en la luz, la cola golpeando sus costados.
Por eso justamente se dice que la poesía está dictada por el demonio,
aunque se exagera al sostener que debe tratarse de un ángel.
Es difícil comprender de dónde viene el orgullo de los poetas
si a veces sienten vergüenza por ser visible su debilidad.
¿Qué hombre razonable aceptaría ser territorio de demonios
que se comportan en él como en casa propia, hablando múltiples lenguas,
y que, no satisfechos de robarle la boca y la mano,
tratan, por comodidad propia, de cambiarle el destino?
Pero lo que es morboso recibe hoy mucho aprecio;
cualquiera podría pensar que sólo estoy bromeando
o que he encontrado algún nuevo modo
de alabar el Arte sirviéndome de la ironía.
Hubo un tiempo en que se leían sólo los libros sabios
que ayudaban a soportar el dolor y la desgracia.
Esto, sin embargo, no es lo mismo que hojear mil obras
que provienen directamente de una clínica psiquiátrica.
Además, el mundo es distinto de lo que parece,
y nosotros somos distintos de nuestro farfullar.
La gente conserva entonces una silenciosa honestidad
conquistando así el respeto de los parientes y del vecindario.
La utilidad de la poesía está en recordarnos
que es difícil seguir siendo la misma persona,
porque nuestra casa está abierta, su puerta, sin llave,
y los huéspedes invisibles salen y entran.
Lo que aquí digo no es, de acuerdo, poesía.
Porque es lícito escribir versos rara vez y sin ganas,
bajo un apremio insoportable y sólo con la esperanza
de que los espíritus buenos, no malignos, hagan de nosotros un instrumento.
Czeslaw Milosz (Polonia; Szetejnic, 1911 - Cracovia, 2004)
(Traducción de Barbara Stawicka)
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