Yo, en cambio,
odio las fiestas con baile, dijo,
incluso de joven, cuando
no dejaba de bailar una pieza.
Las odio porque
nunca,
ni en la iglesia -vos sabes
que soy creyente-
ni en mis caídas depresivas
o en mis periódicos enclaustramientos
pienso tanto como durante un baile,
pienso en todo
con una lucidez
que me desconozco,
insoportable,
veo, pienso y veo,
y lo que veo y pienso
no es alegre,
aunque estemos bailando
esos sambas brasileños
que a vos te enloquecen.
En cada uno que miro
en cada bailarín, en cada invitado
veo que su destino
le presenta -le presentó o le presentará-
un momento
superior
a sus fuerzas.
Para algunos
será
el momento de la muerte
propia o de otros,
para algunos
ese momento ya pasó
y llevan la marca del espanto
mientras brincan
y ríen bailando un rock.
Y finalmente pienso en mí
y enumero -los enumeraba
ya de joven- mis espantos,
mis muchos espantos,
y deduzco que si son tantos
es porque todavía falta
aquél que los sepulte a todos,
y me estremezco
mientras doy vueltas
y me aplauden porque dicen
que bailo muy bien.
Y su interlocutor,
a quien le gustaba bailar,
replicó -no, no replicó,
aceptó el argumento y agregó-:
Es verdad que hay en el baile
una alegría grave
y ahora que lo pienso
es verdad
que en el baile personas y cosas
se manifiestan
con rara intensidad;
lo que yo creo descubrir
es lo que afirma
aquel poema precolombino
acerca de que las personas nacen,
echan una o dos flores y mueren.
Algunas llevan su flor enhiesta
-lirio, cala, orquídea,
o rosa entre espinas-
o arrastran la memoria
de un antiguo esplendor
o dejan adivinar
la aparición de un pimpollo
o están ahí
envejeciendo en la espera
y desesperando
de una posible esterilidad.
Aquel poema dice que no,
que no venimos a vivir sobre la tierra,
que venimos a soñar,
que somos como una planta
que nace, crece, da su flor,
marchita y muere.
Y claro, en ese extraño equilibrio
de seguir adonde arree la música
-che, que a mí también me aplauden
cuando bailo-,
en ese difícil equilibrio
de movernos como sólo nos movemos
en el momento de nacer
o en el momento de jugar o copular
o de la agonía quizás,
uno da un salto
y tira adelante los brazos
y abre los puños
como si lo que pudieran desparramarse
fuesen estrellas,
y entonces, ahí está, florece
cada cosa, cada bailarín,
prado o desierto de hielo.
Así que aunque te cueste
aunque tengas que fingir
que te brota un manojo de pétalos y lunas
en la punta de cada cabello,
me inclino, te ruego
que salgas
conmigo al ruedo.
Enrique Butti (Santa Fe, Argentina, 1949)
IMAGEN: Boliche gay.
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