Todos tenemos un instante en que
nos entra una tristeza pegajosa,
y la vida, quedándose al desnudo,
se nos muestra como algo sin sentido.
Frío de muerte llena las entrañas.
Pero, para vencerlo, golpeamos
sin fuerza apenas a las puertas de la memoria,
como quien va a una hermana de la caridad.
A veces, sin embargo, hay dentro de nosotros
tanta noche y es tanta la ruina,
que ayudarnos no puede la memoria,
ni la del corazón, ni la de la razón.
Se nos apaga el brillo de los ojos.
Y la conversación, los movimientos...
todo se apaga. Pero existe aún
la tercera memoria: la del cuerpo.
Que recuerden los pies
el polvo y el calor de la carretera,
la hierba fresca
cuando descalzos caminaban.
Que recuerde la mejilla con ternura
cómo, tras una riña, la consolaba
la agradable aspereza de la lengua
del perro, que todo lo comprende.
Que recuerde la frente, avergonzada,
cómo, bendiciéndola,
un beso la rozaba, apenas la rozaba,
descubriéndole toda la ternura de madre.
Que los dedos recuerden los pinos, el trigo,
y la lluvia casi imperceptible,
y el temblor del gorrión,
y las crines nerviosas del caballo.
Que los labios recuerden otros labios.
Hay hielo y fuego en ellos. Hay tinieblas y hay luz
Todo el mundo contienen, impregnado
de aroma de naranjas y de nieve.
Y entonces pedirás a la vida perdón.
y le dirás: «A ciegas te acusaba.
Absuélveme del grave pecado
de mi absurda irritación».
Y si la maravilla de este mundo
es preciso pagarla
con un precio cruel,
no importa, yo lo acepto.
Pero ¿acaso el capricho del destino,
los golpes y las pérdidas,
son un precio tan alto por gozar
las maravillas que la vida ofrece?
Evgueni Evtuchenko (U.R.S.S., Zima, 1932-Tulsa, Oklahoma, Estados Unidos, 2017)
(Versión de Jesús López Pacheco
sobre la traducción directa del ruso
de Natalia Ivanova)
sobre la traducción directa del ruso
de Natalia Ivanova)
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