Me han preguntado muchas veces qué significa para mí escribir en una lengua, el español, que no es mi idioma materno y que aprendí relativamente tarde, a los quince años. He contestado siempre algo distinto y también ahora, que no me lo pregunta nadie sino yo mismo, diré algo que nunca he dicho: inseguridad por un lado y alivio por el otro.
La inseguridad se explica fácilmente. La afirmación de que uno no deja jamás de aprender su lengua, aunque es válido para todos, es particularmente verdadera para los no naturales de un idioma determinado, que han tenido que aprenderlo conscientemente, a base de esfuerzos, errores, extrañamiento e incidentes que son difíciles de olvidar, aunque el aprendizaje haya ocurrido en la juventud. Quiero decir que sólo los extranjeros aprenden un idioma, ya que la lengua materna se inhala o se absorbe junto con el alimento y los gestos de los padres. Aun después, conforme el hablante nativo enriquece y corrige su idioma, lo hace aparentemente sin esfuerzo, como si el idioma lo hiciera por él, arrastrándolo por su corriente que todo lo pule y lo modifica. También el hablante extranjero se ve arrastrado por esa corriente, pero no en el centro del río sino en las orillas, sin el ímpetu del que disfrutan los otros, quienes no están nunca equivocados como él lo está ni manifiestan jamás ninguna de sus torpezas lingüísticas, aunque muchos de ellos hablen peor, es decir con menos corrección.
Aprender un idioma implica un don de imitación que es innato en el niño y que se atrofia rápidamente con el peso de los años. Para el adulto y aun para el adolescente supone un esfuerzo que a veces conlleva una dosis de vergüenza; quien imita se desnuda; al querer asimilar unos rasgos ajenos, deja ver como nunca los propios. El adulto que imita demasiado flagrantemente a otro hombre o una conducta específica, nos causa pena; muestra una blandura que es propia de un niño y también un oportunismo y una avidez que nos parecen despreciables, porque intuimos que toda imitación es un atajo, que el verdadero conocimiento no es imitativo sino, por decirlo así, germinativo, es decir introspectivo y no gestual. El imitador supone que cualquier ser puede compendiarse y abarcarse en su figura y que por lo tanto es posible conocerlo todo por pura comparación, por pura traducción. Precisamente el vago rechazo que probamos al oír nuestro idioma estropeado por un acento foráneo es el rechazo a la traducción que se adivina detrás de la pronunciación imperfecta, traducción que implica reducir las palabras de nuestro idioma a una función exclusivamente comunicativa, a un uso puramente instrumental, siendo que para nosotros, que las absorbimos como una materia insustituible junto con la leche de nuestra madre, representan mucho más que eso: una contraseña y un vínculo que nos constituyen como unos hombres concretos e inconfundibles. Algo en nosotros se subleva frente al torpe manoseo de nuestra lengua, ya que por este manoseo captamos dolorosamente que nuestra lengua no es mágica sino que en efecto representa una herramienta para usarse, un instrumento que puede resistir más o menos bien, como se espera de un buen instrumento, las abolladuras producidas por un mal uso.
Porque los hablantes nativos no manosean su idioma, podría decirse que apenas lo tocan. Quiero decir que no están particularmente interesados en que se vuelva más eficaz y correcto. Son como los habitantes de una vieja casa que consideran poco conveniente hacer los resanes necesarios y prefieren amoldar su vida a sus innumerables desperfectos e incomodidades, dejándose en cierto modo construir por lo que ellos construyeron. En el uso de la lengua predomina como nunca el sentimiento tribal del menor esfuerzo y de la convivencia sin brusquedades, lo que hace recelar de todo aquel que comete demasiados errores como de aquel que pone excesivo cuidado en no cometerlos. El escritor es en cierto modo el mayor centinela y el mayor abastecedor de esta "normalidad discursiva" que el nativo transpira cuando habla y que necesita como el aire para seguir sintiendo su lengua como suya. Aun en sus exploraciones más audaces, en sus combinaciones más atrevidas, el escritor realiza una labor de conservación, de recapitulación, de ensanchamiento de los recursos existentes. La reinvención del lenguaje que todo escritor lleva a cabo es una labor de desentumecimiento, de reactivación de ciertos músculos que él es el encargado de poner a prueba y templar a través del uso artístico, que representa la verdadera prueba de resistencia de las palabras. El espíritu artístico es por naturaleza conservador, pero por procedimiento hipotético; el artista es el jugador y el utópico de la tribu; fraguando los valores de ésta en el fuego de la ficción y de la poesía, les otorga una consistencia verídica, no incestuosa, no limitada al recinto doméstico, sino capaz de ser entendida y apreciada por los extraños. A través de sus obras artísticas, el grupo confirma la salud de su ser, su capacidad de comunicarse con los otros, de reclamar para sí la definición de hombres. Por eso en las expresiones del artista hay siempre algo de irreconocible para los propios nativos, un pliegue sordo, una consideración refractaria, casi hostil, que desfigura el lenguaje rutinario y muestra la voluntad de sacrificar una comprensión plena y automática en el interior del grupo para poder entenderse con los de afuera. Porque el artista se emparenta no sólo con el extranjero a secas sino con ese extranjero peculiar que es, en cada familia, el hijo. Así como el nacimiento de un hijo nos afianza en un lugar al tiempo que nos revela sus penurias (es cuando defendemos algo que se agudiza nuestro sentido de la escasez), el artista, con sus ficciones, nos otorga el verdadero horizonte de nuestros valores, su alcance más hipotético, y así nos separa de ellos, porque por primera vez los vuelve entrañables. En efecto el hijo, frente al padre, es el memorioso, el verdadero basamento, el que rezuma antigüedad. La antigüedad de la juventud tiene un nombre, se llama utopía, y es el anhelo de una vuelta a los orígenes, cuando el significado de cada cosa era transparente y no dependía de las astucias y los vaivenes del lenguaje. La abundancia de jergas juveniles denota el recelo del hijo frente al lenguaje heredado y su deseo de sustituirlo por otro más íntimo, más auténtico. El hijo es el portador de lo natural, por eso es más antiguo que el padre. Más radical que él, más cercano a los fundamentos, es por lo tanto más remoto, remoto como el extranjero. Uno y otro hablan un lenguaje que no se ha endurecido en las formas y rituales corrientes. Usan esas formas y rituales con ingenuidad y torpeza. Esta torpeza puede ser una forma de clarividencia. De ahí que profeta suele ser el hijo y no el padre. La torpeza del hijo es condición de su sabiduría. Y del extranjero, quizá como una contraparte del recelo y la desconfianza que provoca, se espera siempre eso: sabiduría, profecía, como si su desconocimiento de las formas y la falta de destreza en su uso lo mantuviera próximo a un sustrato y a unas intuiciones más fundamentales. Se espera de él más arrojo, menos remordimiento, más ligereza, ya que una creencia tácita quiere que el extranjero, por carecer de arraigo, sea intrínsicamente más rápido que los demás, un ser cercano a la disolución y, por ello, expedito y sin trabas. Quien encarna mejor que nadie este mito es Don Juan, que es el eterno extranjero porque es el eterno conquistador. Por eso dije al comienzo que escribir como extranjero, en un idioma que no es el propio, implica además de inseguridad cierto alivio. Es el alivio del desprendimiento. El idioma no materno no se encuentra lastrado por la voz, las órdenes y las dudas de nuestros padres, no arrastra antiguas deudas, no denota nuestros acentos más íntimos. El acento extranjero es un magnífico escudo para encubrir acentos más comprometedores. Pero esta aparente salud es también una orfandad. ¿Quién más huérfano que Don Juan, quién más solo que él y quién más apatrida? Don Juan es mucho más que un picaro vividor; el hecho de que no se acuesta dos veces con la misma mujer, porque quiere acostarse con todas, convierte sus andanzas en una búsqueda metafísica; intuye que sólo así, acostándose con todo el género femenino, su alocada carrera amatoria tendrá un significado; de vuelta de todas las mujeres, podrá enfrentarse por fin a una mujer concreta, podrá tener una patria propia. Es como si el escritor que escribe en otro idioma quisiera, para hacerlo definitivamente suyo, conocer y usar todas sus palabras. La conquista de un estilo puede ser el sustituto de esta necesidad abarcadura. Puesto que el estilo, como una red envolvente, somete el discurso a un clima de palabras, giros y cadencias específicos, dejando fuera otras palabras, otros giros y cadencias, produce la impresión de un todo sin fisuras. Cada estilo es una burbuja en la que se refleja el idioma y un sustituto de la imposible hazaña de usarlo en su totalidad. No habría necesidad de estilo si pudiéramos sacar provecho indiscriminadamente de todas las palabras y los giros de la lengua; los dioses no tienen estilo porque no tienen lagunas, porque lo recuerdan todo; el estilo es producto de nuestra torpeza, de las repeticiones y aproximaciones nebulosas a las que nos obliga nuestra torpeza, y en este sentido nadie tiene tanto "estilo" como un extranjero, con sus deficiencias verbales a la vista. Y precisamente por esta propiedad del estilo de convertir las insuficiencias en resorte de una comunicación más intensa, por esta cualidad suya de magnificar la pobreza expresiva que todos padecemos en mayor o menor medida, aquel que proviene de otra lengua se encuentra paradójicamente más apto para una conquista estilística, para la aprehensión de una expresividad original, porque su extrañamiento de la lengua, sin cierta dosis del cual el estilo no existe, es algo connatural en él. Con esto, más que decir que los escritores que escriben en un idioma suelen ser grandes estilistas, quiero subrayar que su dependencia de la escritura, la subordinación a ella de sus otros valores, es a menudo (piénsese en Kafka, que en palabras de George Steiner "estaba dentro de la lengua alemana como un viajero en un hotel"), más radical y patética que en los otros, porque es en la expresión escrita donde se encuentran realmente en su casa, en la casa de su propio estilo, con el cual han estilado su rostro.
Aprendí a hablar y escribir en español en México, donde el estilo tiene en la vida social un sitio preponderante. Tanto la refinada cortesía mexicana como la notoria coquetería del mexicano con la muerte son al fin y al cabo un complicado ejercicio estilístico. Ese lugar común según el cual el mexicano no sabe vivir, pero sabe morir, verdadero o no, describe a un ser que cree en la ponderación del gesto y sabe que un momento de supremo decoro rescata mil torpezas y errores. Cuando habla o escribe, el mexicano se engalana con el lenguaje y no le gusta dar pasos atrás para remendar esas descoseduras que todos cometemos al comunicarnos, así que prefiere sopesar las palabras, a costa de pecar de acartonado. Siente que su integridad personal depende en gran medida de su integridad lingüística, por eso tiende a menudo a la solemnidad y a la estatuaria, ocultándose detrás de las palabras que usa. Esta complicada relación con el lenguaje se debe quizá a que en México se habla un idioma que se impuso a la fuerza y que no pudo borrar el vasto entramado de las lenguas indígenas, las lenguas atávicas. Es posible que esto me ayudara, como hablante de otro idioma, a asimilar más fácilmente el español de México, que es también un idioma aprendido, sin contar que en mi caso influye el hecho de que soy un italiano nacido en Egipto, algo que siempre me hizo experimentar mi italianidad como raquítica y dudosa. Todo esto debe de haber facilitado las cosas para que poco a poco aceptara el español como mi primera lengua, hasta sentirme capaz de escribir en ella, aunque no de inmediato sino después de una época dedicada intensamente a la traducción de algunos poetas italianos modernos (Ungaretti, Saba, Pavese, Montale), como si sintiera la necesidad de pagar algún tributo antes de asumir mi segundo idioma como aquel en el que habría de expresarme. Conforme traducía la poesía de mi lengua al nuevo idioma que me rodeaba, recuperaba mi lengua de un modo más maduro y consciente y al mismo tiempo me despedía de ella. Traducir poesía fue una forma de "empezar a poner orden en mis asuntos", para repetir un verso de Eliot, ya que la poesía como en ningún otro lugar se compendia la imagen de un idioma y del mundo de ese idioma. Quien se despide de un mundo, se despedirá por último de su poesía, porque la poesía es el postrer saludo que puede lanzar una cultura a quien la abandona, su mensaje más audible a la -mayor distancia. Y tal vez la poesía surgió así, como un arte del saludo y de la despedida. Aquel que pese a la distancia sigue oyendo las voces de la tierra que dejó, es porque ha afinado su oído como lo afina el poeta, que es aquel que condensa el lenguaje y lo desfigura parcialmente para que alcance su mayor longitud de onda.
Pese a todo lo que me ayudó la traducción para cortar el cordón umbilical con mi idioma materno, no he salido, ni creo que nunca saldré, de la franja dudosa a la que me ha relegado mi bilingüismo. En ella se reúnen y dialogan dos idiomas mermados: el materno, por hallarse en continuo proceso de erosión, y el adquirido, porque no logrará jamás hacer desaparecer el fantasma del otro. El resultado es la sensación de vivir lingüísticamente en un estado precario. Mi segundo idioma ha usurpado demasiado terreno para representar a estas alturas una mera adquisición intelectual; cada error o tropiezo en mi lengua materna los atribuyo a esta usurpación, y cada conquista en este nuevo idioma la atribuyo secretamente a una merma en mi idioma original. Por eso no puedo imaginarme escribiendo en los dos; me parece inconcebible crecer simultáneamente en ambas direcciones. Ya bastante trabajo me cuesta aceptar mi afición a dos géneros parcialmente antagónicos como son el cuento y la poesía como para, por añadidura, concebirme capaz de cultivar cada uno con una herramienta doble. Nadie puede albergar en sí tantas personas distintas. Porque se trata, por supuesto, de transformarse cada vez, de que la herramienta utilizada lo convierta a uno en alguien diferente. Se trata, al menos en la creación artística genuina, de olvidar la traducción e invocar la metamorfosis, o lo que es lo mismo, hacer lo que se hace desde un lugar, no desde un saber. Por eso el bilingüismo, que es un saber, no garantiza ninguna ventaja artística, y el escritor bilingüe, en el momento de escribir en un idioma determinado, es bilingüe sólo por accidente, no por inspiración, porque dentro de ésta sólo se puede ser dueño de un idioma. Yo diría incluso que la inspiración es precisamente esto: el estado más profundo de monolingüismo, ese momento en que la lengua, envuelta y protegida por una especie de sordera frente a todas las otras, habla sin recatos y sin escrúpulos, como si fuera la única existente, el único idioma concebible.
Esto me recuerda, para concluir, un pasaje de Drácula, la famosa novela de Bram Stoker. En el castillo transilvánico del vampiro, el joven Harker, que ha venido expresamente de Inglaterra, se halla virtualmente prisionero. Drácula no quiere que se vaya porque antes de partir hacia Inglaterra desea dominar perfectamente el inglés, y para ello necesita la compañía del joven. Por más que Harker le hace notar que su dominio del inglés es impecable, Drácula no se da por satisfecho; quiere familiarizarse con los matices más íntimos no sólo del idioma sino de las costumbres y de la mentalidad inglesas. Le dice a Harker que en Londres quiere "pasar como cualquier nativo", y lo que está diciendo con esto es que no le interesa la traducción, que de seguro desprecia, sino la identificación, la conversión. A su juicio, sólo es posible hablar otro idioma convirtiéndose en otro individuo. Pasar de una lengua a otra exige la mutación del ser. ¿Hay más desprecio de la traducción que en esta breve premisa? El vampiro quiere aprender inglés por inspiración, no por diligente aprendizaje, y esto porque la inspiración es su método preferido. Chupar la sangre de sus víctimas, ¿qué es sino un movimiento de inhalación profunda, de identificación absoluta, de inspiración total? ¿Y qué más puede hacer un muerto viviente como él para surtirse de vida sino recurrir a los argumentos más profundos, que son los de la sangre? Drácula pertenece por mitad de su ser a los muertos y esto lo vuelve el extranjero por excelencia. Hay algo en él que lo asemeja al escritor que se ve obligado a valerse de otro idioma. Los dos han optado por la conversión, desechando la traducción. Por eso Drácula acaba por chupar la sangre de Harker, para absorber su estilo, que es lo único que le falta a su inglés impecable. El escritor que se expresa en un idioma que no es el suyo es en cierto modo un muerto viviente; adoptar otra lengua significa otorgarse una vida suplementaria, renacer en el seno de una nueva expresividad, pero también enterrar definitivamente otras palabras y otras cadencias. Creo que por ello el escritor que escribe en otra lengua tiene una aguda conciencia del poder de la escritura de inventar, alterar y desfigurar el pasado. Un poema que logre plasmar un determinado episodio o situación de nuestra vida, en cierto modo los clausura; de ahí en adelante, cada vez que con el pensamiento queramos recuperarlos, el poema que escribimos nos saldrá al paso con sus palabras concretas, impidiéndonos movernos con el desenfado de antes. Pero si estas palabras fueron escritas en un idioma extranjero, la clausura tendrá un peso mayor, como una especie de sentencia inapelable. El vampiro, cuando chupa la sangre humana, recupera fugazmente el dibujo de la propia circulación sanguínea, es decir la visión de sí mismo, pero a través de la sangre de otro, como si se mirara a través de otros ojos. El escritor que escribe en otro idioma se encuentra frente a su pasado en un extrañamiento parecido, porque lo recupera con palabras y cadencias nuevas, desfigurándolo fatalmente y probablemente inventándolo. De hecho, el extrañamiento constituye el parecido más profundo entre estas dos creaturas; en cierto modo, el escritor que escribe en otra lengua escribe de noche, porque llegó tarde a las palabras que usa. Y tal como el vampiro, a causa de su vida nocturna, se ve impelido a conocer las cosas por contacto directo y en profundidad, es decir por el conocimiento de su sangre, sin poder conformarse con la serena contemplación de las apariencias, el escritor transterrado se ve impelido a responsabilizarse en exceso de las palabras que emplea, con el perpetuo temor de extraviar su ligereza y su genio recóndito.
Ciudad de México,
septiembre de 1991
Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, en 1955)
(Ensayo inédito, leído por su autor
en la Fundación Banco Patricios,
Buenos Aires, 1991, reproducido en
Diario de Poesía, Nº 29
Bs.As., Otoño, 1994)