domingo, 2 de mayo de 2010

TODO ESCRITOR INVENTA SU IDIOMA





























Entrevista de Hinde Pomeraniec a César Aira

-Podría decirse que vos estás en las antípodas de aquellos narradores que tienen una relación conflictiva con la propia producción escrita ¿no?

—Sí, hay una cosa que me parece lamentable y es cuando alguien escribe una novela y no puede escribir otra hasta no ver publicada la anterior. Eso es francamente paralizante, pero es muy común. A mi, obviamente, no me pasa.

—Es como si se tratara de parir para volver a concebir...

—Sí, pero eso es una analogía, una metáfora, y cuando uno se mete con las metáforas, está perdido. De cualquier manera es cierto que hay necesidad de exorcizar publicando que yo mismo he sentido, y por eso me decidí a publicar todo, pero en mi caso es más bien por exceso.

—Decís que decidiste publicar todo lo que tenés escrito. ¿No pensás seleccionar?

—En realidad querría publicar todo pero no voy a hacerlo. Aunque también me cuesta seleccionar porque no sé con qué parámetros, con qué criterio. A mí me parece que está todo bien (risas). Es cierto que hay cosas que fallan. Uno de los aprendizajes que debería hacer un escritor es el de poder evaluar los proyectos antes de ponerse a escribir. Recién ahora estoy empezando a aprenderlo. Antes me largaba con cualquier cosa.

—¿A través de esta política de ser tu propio editor estarías, de alguna manera, preservando tu producción de los vaivenes del mercado o algo así?

—Totalmente. Pero no como una toma de posición por motivos de pureza ni nada de eso sino, en realidad, por necesidad. Es lo más práctico. En esto de publicarse uno mismo, la simplificación llega a un extremo maravilloso.

—¿Y qué pasa con la circulación de esos textos?

—Eso no tiene ninguna importancia. Yo soy de los que dice "no he tenido ningún lector todavía, ni lo voy a tener nunca".

—¿Vos serías tu lector ideal, entonces?

—Yo soy un lector más. Soy un lector y secundariamente soy un escritor, lo único que me gusta en el mundo es leer. Una vez le oí decir a José Bianco que había pasado treinta años sin escribir porque le gustaba mucho leer. Está perfecto, es la única excusa.

—Si la circulación no tiene importancia, ¿cuál sería la necesidad de publicar las novelas?

—No sé si la palabra es publicar, ver mis novelas publicadas porque en realidad estas novelas no pasan al dominio público sino que más bien quedan como en secreto, son poquitos ejemplares. A lo mejor la necesidad es que queden hechas como objetos. Ahí sería otro nivel de secreto, un secreto difundido.


Manual de instrucciones

—¿Dejas muchas novelas inconclusas?

—No, nunca. Pero últimamente imprimí algunos cambios. Ahora estoy escribiendo corto, cada vez más corto. Cien páginas me parece un número ideal. Es, también, un modo de simplificar. No creo que vuelva a escribir cosas largas porque, incluso, algunos proyectos de novelas que tenía, como narrar la vida de una persona, veo que en cien páginas se lo puede hacer perfectamente. Además cien páginas simplifican también la vida del escritor, porque el inconveniente de escribir novelas largas es que cuando uno comienza a escribirlas no sabe si va a salir bien y dedicarle un año a algo que no valga la pena es como para terminar con la carrera de cualquiera. En cambio, 100 páginas, a tres páginas por día, se terminan en un mes y un mes uno puede sacrificarlo ¿no?

—Toda esta economía de la escritura suena muy práctico, casi un manual ...

—Sí, pero a la vez esto me da libertad para escribir lo que se me ocurre, lo más absurdo, lo más ridículo.

—¿Qué lugar le asignarías al reconocimiento?

—Cuando hay un reconocimiento, es decir, si a partir de esto se supone que uno escribe bien, podría hablarse de una utilidad práctica. El deseo de todo escritor es seguir escribiendo. Si uno escribe bien, tiene una buena excusa para seguir escribiendo, excusa en realidad inmejorable. Pero al mismo tiempo, y paradójicamente, tiene también la excusa para dejar de escribir. Porque si escribe bien, ya no necesita seguir escribiendo.

—Con eso estarías diciendo que si uno escribe bien significa que "llegó a algo", ¿pero a qué?

—Bueno, hay una cosa a la que se llega y es a ser un escritor, no solo a creérselo.

—¿Quiénes serían los grandes escritores?

—Durante mucho tiempo, si me ponían en el brete de tener que dar nombres, de elegir un escritor, el máximo, el supremo, yo decía que era Proust. En estos últimos años le empecé a ser ligeramente infiel con Balzac. En realidad lo redescubrí y lo descubrí porque en Balzac hay tanto que uno no termina de descubrirlo en toda una vida.


De jurados y concursos

—¿Lees todo lo que llega a tus manos?

—Sí, por supuesto. También leo muchos manuscritos. Incluso estoy en contra de esa especie de consenso generalizado que dice que ser jurado de un concurso es una de las peores condenas. Para mi es estimulante y divertido, porque hay un determinado momento en la vida en el que lo único que uno puede pedir razonablemente es que nos dejen seguir leyendo en paz, y ser jurado te posibilita esa situación ideal. De todas maneras habría que moderar el optimismo porque un buen escritor es una excepción rarísima. En uno de esos concursos tuve la suerte de descubrir a (Daniel) Guebel. Con él tengo muchísimas esperanzas. Su novela, La perla del emperador, no solo me gustó sino que me conmovió. El podría ser un gran escritor.

—¿Acostumbrabas a mandar tus novelas a concursos?

—Por supuesto. Durante muchísimos años mandaba mis cosas a todos los concursos que había y nunca gané nada. Pasé a ser jurado de concursos sin haber ganado nunca nada. A mi juicio, los teóricos no han logrado aún realmente dilucidar bien el tema de la plata. El dinero tiene algo de futuro anterior ¿no?


En busca del narrador malo

—En esta especie de práctica compulsiva que es tu característica de escritura ¿hay un lugar privilegiado del narrador? Digo: hay un narrador Aira, una voz constante, ¿o estás a la búsqueda de un narrador para cada novela?

—No, para nada. No hay un narrador para cada novela. Nunca he podido hacer eso, como escribir en primera persona, o buscar una voz. Prefiero ser siempre yo, pero al mismo tiempo, yo no soy yo, es un poco fluctuante, son voces distintas. Hay un poco de snobismo en eso de tomar una voz y de creerme Borges o Gornbrowicz y ponerme a escribir como ellos. Prefiero mantener una cierta espontaneidad porque yo escribo así, linealmente, no corrijo, como va saliendo...

—Alguna vez dijiste que el futuro de la literatura estaba en la literatura mala. ¿Podrías aclarar ese concepto?

—Lo que tiene de bueno la literatura mala es que opera con una maravillosa libertad, la libertad del disparate, de la locura, y a veces la literatura buena es mala porque para ser buena tiene que cuidarse tanto, se restringe tanto, que termina siendo mala. Termina siendo aburrida o, directamente, no vale la pena leerla. Es como ese poema que está en Ferdydurke, de Gombrowicz, que tiene esos versos tan correctos, y en lo que se llama Mi traducción, el personaje repone como: "Los muslos, los muslos, los muslos, los muslos, los muslos, los muslos, etcétera." Algunos de esos libros de Marguerite Yourcenar, Octavio Paz o Milán Kundera, que se suponen buena literatura, podrían traducirse interiormente como: "Estoy bien escrito, estoy bien escrito, estoy bien escrito, etcétera", y eso es todo. Y uno querría otra cosa, ¿no?

—¿Vos decís que esos libros funcionan como de acuerdo a un deber ser de lo que es la buena literatura?

—Exactamente. Una buena literatura es buena en relación con normas establecidas. Si la función de la literatura es inventar normas nuevas, no podemos limitarnos a seguir obedeciendo. Hay una cosa que les suelen decir a los escritores ya maduros y es: "Vos, aunque te lo propongas, no vas a poder escribir mal". Yo he estado buscándole la vuelta a eso, a ver si, sin necesidad de degradarme, puedo llegar a escribir mal. Pero ocurre que el asunto es más complejo, porque hay que pensar que para un lector sofisticado, hoy en día lo inesperado también es algo qué está esperando. Otro lugar común de los escritores argentinos es el de preocuparse por hacerse traducir en el extranjero. Eso no significa absolutamente nada, es la nada, es un pedazo de vacio que nos tiran por la cabeza.

—A lo mejor esto también tiene que ver con el reconocimiento. ¿O será que los textos quedan mejor escritos en otra lengua?

—Sí, quedan mejor. Habría que pensar en esa frase de Proust: "Los libros que amamos siempre parecen escritos en una lengua extranjera". Creo que el sentido de la frase es que, en realidad, todo escritor inventa una lengua extranjera, que es su estilo.


El origen de los relatos

—Con poco tiempo de diferencia aparecieron dos novelas tuyas, Los fantasmas y El bautismo. ¿Cuándo las escribiste?

—Las dos fueron escritas en 1987, que fue un año muy productivo para mi. La anécdota de El bautismo es una anécdota real que me contaron hace unos años. Es la historia de un cura que se negó a bautizar a un chico que había nacido muy poco formado. Se trataba de un joven que yo conocía y, curiosamente, me la contó un cura. No el mismo, por supuesto. Lo que me sorprende de esta novela es el estilo como de chiste que tiene. Se trata de un chiste sobre otro chiste. Y no creo que tenga tanto que ver con el humor sino que uno cae en ese estilo chistoso cuando quiere hacer una microscopía de la acción. Describir una acción o un gesto en su menor detalle termina siendo un chiste. Por otro lado, es lo más siniestro que he escrito.

—Muchas veces el chiste funciona como freno a la angustia que provoca el efecto de siniestro...

—Sí, o a la manera de contraste.

—¿Y la historia de Los fantasmas?

—Es una especie de "conte philosophique", una demostración casuística de un asunto filosófico, o seudofilosófico, de filosofía práctica, casera. La idea era demostrar: qué vale más, ¿vale la pena sacrificar una cosa por otra? Quise hacerlo poniendo casos extremos: ¿vale la pena dar la vida para ir a una fiesta? No sé si quedó demostrado algo. Cuando uno parte de una idea conceptual como esta, todo el material con que se la viste queda como abierto a una gran libertad. Yo tengo esa idea, quiero hacer la escenificación de esa idea y puedo ponerla en escena en cualquier ambiente; está todo abierto, libre.

—En las dos novelas habría como una especie de contradicción entre el discurso del narrador, que tiende a la verosimilitud y presenta a los personajes ateniéndose a esto, y los diálogos, en los que de pronto aparecen albañiles o campesinos en disquisiciones que se suponen ajenas a su medio. ¿Qué pensás?

—Creo que hay un prejuicio intelectual que determina que unos albañiles, necesariamente, deben hablar de cosas vulgares, como hablan los escritores. A los indios de mis novelas siempre los hago hablar como hablo yo. Si uno traduce, ellos hablan bien en su idioma. Todo idioma tiene, para mí, todo lo que necesita el pensamiento para expresarlo elegantemente.

Todo el mundo habla de lo que quiere hablar y lo hace, en la medida en que puede hacerlo, bien, expresándolo articuladamente. Me da la impresión de que en la Argentina, en los últimos años, todo ha sufrido un proceso de traducción al tema de la plata. Entonces, ahí sí se vulgariza mucho todo lo que se dice, pero si uno deja de lado ese proceso traductivo, y deja sólo las cosas de las que habla la gente cuando se encuentra, lo que queda es universal.

—Por un lado, toda una economía de la producción literaria y, por el otro lado, una queja constante relacionada con la corrupción que genera el dinero. Parecería que se te hace imposible soslayar el tema...

—Sí, y por eso trato de obviarlo en la conversación. A lo mejor ese es el motivo por el que soy extraordinariamente silencioso.


CLARÍN, Cultura y Nación,
27.06.91

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