Más alta que el hotel más elegante
la cresta luminosa se divisa desde lejos, pero ved,
alrededor suben y bajan callejuelas
como un gran suspiro del siglo pasado.
Son despreciables los conserjes; los vehículos
que llegan no son taxis; y en el vestíbulo, además
de enredaderas, cuelga un olor amenazante.
Hay novelitas, y té en las muchas tazas,
como en los aeropuertos, pero esos que dóciles ocupan
las hileras de sillas de acero, hojeando revistas ajadas,
no vienen de lejos. Las ropas de salir,
las bolsas de compras medio llenas, las inquietas caras
resignadas parecen de autobús local, sí bien
cada tanto aparece una especie de enfermera
para llevarse a alguno: los demás apoyan
la taza en el platito, tosen o buscan en el suelo
un guante o un papel caído. Humanos, sorprendidos
en campo curiosamente neutro, con nombres y hogares
en suspenso repentino; jóvenes algunos,
otros viejos, la mayoría de esa vaga edad que marca
el fin de las opciones, la última esperanza; y todos
vienen a confesar que hay algo que no anda.
Ha de tratarse de un defecto serio,
pues mirad cuántos pisos exige, a qué altura
está llegando y cuánto dinero se ha invertido
en corregirlo. Fijaos en la hora,
las once y media de un día laborable,
y en estos excluidos de él; mirad, en tanto suben
a los niveles señalados, cómo sus ojos se investigan
mutuamente, imaginando; en el camino alguien
pasa empujado sobre ruedas, en gastadas sábanas de guardia.
También ellos lo ven. Están tranquilos. Descubrir
que comparten algo nuevo los serena,
pues tras las puertas hay habitaciones, y tras éstas otras,
y más habitaciones todavía, cada cual más lejos
y de retorno más difícil, ¿y quién sabe
cuál verá, y cuándo? Por el momento esperan,
la mirada en el patio. Fuera todo es harto viejo:
ladrillos, caños revestidos, y alguien caminando
hacia el aparcamiento, libre. Más allá del portón,
el tráfico; una iglesia bajo llave; breves calles en terraza
donde juegan niños, y muchachas con peinados
van a las tintorerías... Oh, mundo,
tus amores, tus azares, están fuera del alcance
de las manos que aquí esperan. Irreales, pues,
son un sueño tocante en donde caemos todos con el mismo arrullo,
pero del cual despertamos separados. Vanidad, en él,
e ignorancia protectora se congelan
para acarrear la vida, y sólo se derrumban
cuando nos llaman a un pasillo (pues ahora la enfermera
vuelve a hacer señas...). Cada uno al fin
se levanta y va. Algunos saldrán al mediodía, o a las cuatro.
Otros, sin saberlo, han venido a unirse
a la congregación oculta que en hileras blancas
yace apartada, arriba: mujeres, hombres,
jóvenes, viejos; crudas caras de la única moneda
que se acepta aquí. Todos saben que morirán.
No aún, tal vez, no aquí, pero algún día
y en un sitio como éste. Tal el significado
de este peñasco regular; un afán de trascender
la idea de la muerte, pues salvo que su poder supere
al de las catedrales, nada impide
que el ocaso llegue, aunque multitudes lo intenten cada tarde
con débiles, pródigas flores propiciatorias.
(De: Ventanas altas,
Lumen, 1989)
Lumen, 1989)
Philip Larkin (Inglaterra, Coventry, 1922-1985)
(Traducción de Marcelo Cohen)
THE BUILDING
Higher than the handsomest hotel
The lucent comb shows up for miles, but see,
All round il close-ribbed streets rise and fall
Like a great sigh out of the last century.
The porters are scruffy; what keep drawing up
At the entrance are not taxis; and in the hall
As well as creepers hangs a frightening smell.
There are paperbacks, and tea at so much a cup,
Like an airport lounge, but those who tamely sit
On rows of steel chairs turning the ripped mags
Haven't come far. More like a local bus,
These outdoor clothes and half-filled shopping bags
And faces restless and resigned, although
Every few minutes comes a kind of nurse
To fetch someone away: the rest refit
Cups back to saucers, cough, or glance below
Seats for dropped gloves or cards. Humans, caught
On ground curiously neutral, homes and names
Suddenly in abeyance; some are young,
Same old, but most at that vague age that claims
The end of choice, the last of hope; and all
Here to confess that something has gone wrong.
It must be error of a serious sort,
For see how many floors it needs, how tall
It's grown by now, and how much money goes
In trying to correct it. See the time,
Half-past eleven on a working day,
And these picked out of it; see, as they climb
To their appointed levels, how their eyes
Go to each other, guessing; on the way
Someone's wheeled past, in washed-to-rags ward clothes:
They see him, too. They're quiet. To realise
This new thing beld in common makes them quiet,
For past these doors are rooms, and rooms past those,
And more rooms yet, each one further off
And harder to return from; and who knows
Which he will see, and when? For the moment, watt,
Look down at the yard. Outside seems old enough:
Red brick, lagged pipes, and someone walking by it
Out to the car park, free. Then, past the gate,
Traffic; a locked church; short terraced streets
Where kids chalk games, and girls with hair-dos fetch
Their sepárales from the cleaners—O world,
Your laves, your chances, are beyond the stretch
Of any hand from here! And so, unreal,
A touching dream to which we all are lulled
But wake from separately. In it, conceits
And self-protecting ignorance congeal
To carry life, collapsing only when
Called to these corridors (for now once more
The nurse beckons—). Each gets up and goe?
At last. Some wtll be out by lunch, or four;
Others, not knowing it, have come to join
The unseen congregations whose white rows
Lie set apart above—women, men;
Old, young; crude facets of the only coin
This place accepts. All know they are going to die.
Not yet, perhaps not here, but in the end,
And somewhere like this. Thal is what it means,
This clean-sliced cliff; a síruggle to transcend
The thought of dying, for unless its powers
Outbuild cathedrals nothing contravenes
The coming dark, though crowds each evening try
With wasteful, weak, propitiatory flowers.
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