lunes, 22 de diciembre de 2008

SOBRE LOS RECITALES




Hace unas décadas, cuando conocí estrechamente a algunos aspirantes a poetas estadounidenses, lo que más me llamó la atención es que esos poetas -que experimentaban cierta antipatía por cualquier poema que no fuera contemporáneo- tenían una amplitud de gustos en música, y por lo tanto en las letras de esas músicas, que no se relacionaba para nada con sus gustos en poesía. Era como si usaran una parte diferente del cerebro para pensar en el tema de la música. Y lo que es más, era como si en esa parte diferente tuvieran las cosas más claras que en la parte con la que pensaban la poesía. En la parte musical sabían muy bien qué les gustaba y deseaban escuchar, y aun qué deseaban hacer si, por ejemplo, tomaban una guitarra para interpretar una melodía o componer una canción. Pero en cuanto a la parte poética, sus juicios eran defensivos y tensos; tenían claridad para una cosa, y confusión acompañada de cierto nerviosismo para la otra.
Se me ocurrió entonces que esos poetas serían más felices si echaran abajo las barreras de su cerebro, si aceptaran que la persona dedicada a estudiar escritura creativa con el propósito de producir poesía era la misma cuyo auto estaba lleno de cintas de música country, o la que fuera de su preferencia. La persona que toleraba los malos versos de una canción era la misma que no toleraría para nada una rima en un poema. El gusto que se deleitaba con el ritmo del rap pertenecía a la misma persona que había desterrado el metro de la poesía.
Y estos aspirantes a poetas también eran notables cuando entraban en acción ante algún público: era claro que les hubiera gustado causar placer a su audiencia, pero se los impedía el hecho de leer en voz alta lo que habían escrito para la página. Con una parte de su cerebro lo sabían, porque afirmaban, bajo la presión de una pregunta, que la poesía moderna en rigor se escribía para el ojo más que para el oído. Cualquier "intensificación", o cualquier cosa que hicieran para aumentar la gravedad específica de los poemas no incluía nunca el aspecto auditivo. Pero cuando se encontraban frente a un público, intentaban proporcionarle alguna clase de interés extra para compensar lo que faltaba en el texto. Y con cuánta frecuencia escuchamos a poetas, incluso a poetas exitosos y respetados, que hacen exactamente lo mismo. Leen ante el público de manera de expresar el modo en que el poema se ve en la página, lo cual no es fácil ya que, en verdad, el poema fue escrito para verse bien, no para sonar bien.
También estos poetas serían más felices, me parece, si se hicieran a sí mismos el favor -aunque sin ir tan lejos como para cambiar su práctica poética básica-de escribir al menos un poema pasible de ser leído en voz alta. Así, tras la agonía de estar leyendo ante un público palabras que fueron específicamente construidas para ser leídas en silencio, podrían, antes de abandonar el estrado, alegrar a todo el mundo con algo que valga la pena escuchar.
Ahora bien, usted podrá preguntarse cómo es que estos poetas no se retrajeron ante la sola idea de subir al estrado, ya que los preceptos de su arte militaban contra tal posibilidad. La respuesta es que probablemente nunca hayan tomado en cuenta las consecuencias de su práctica poética que, como ya dije, se basa en una serie de definiciones negativas: nada de rima, nada de metro, etc. Creo que a veces los poetas directamente no relacionan lo que hacen cuando escriben con lo que ocurre cuando leen en público.
Tal vez esto parezca poco plausible, pero nunca olvidaré un enfrentamiento que se produjo en un festival internacional de poesía, entre un poeta africano y otro estadounidense. El poeta africano había traído instrumentos musicales. Cantó y se acompañó con ellos, improvisando sobre temas que, de tanto en tanto, explicaba al público. El estadounidense era uno de los que escribía para la página, y una noche, durante la cena, decidió decirle al poeta africano hasta que punto resultaba desconsiderada su tipo de performance: "No te das cuenta", le dijo, "cuando cantas y tocas tus instrumentos, lo difícil que le haces las cosas al que lee después de vos".
La acusación era que creaba en el público una atmósfera que resultaba perjudicial para la clase de poesía que él mismo tenía para ofrecer... que, por otra parte, era la de la mayoría (y eso era cierto, al menos en ese festival).
El africano le respondió con palabras que al principio me sorprendieron: "Ustedes, los poetas estadounidenses", dijo, "y ustedes, los poetas europeos, piensan que por ser poetas son muy importantes, mientras que yo soy africano, y no pienso que sea importante en absoluto. Cuando voy a una aldea y empiezo a contar una historia, lo primero que hace el público es interrumpirme. Me hacen preguntas sobre la historia que estoy contando, y si no me esfuerzo se adueñan de la historia y la cuentan entre ellos. Tengo que tomarme mucho trabajo para que me la devuelvan".
Lo que me había parecido una actitud prepotente por parte del poeta estadounidense -su idea de que, porque su poesía sólo tenía una limitada capacidad de seducción, los otros poetas debían refrenar sus performances para no ponerlo en evidencia- era, para el africano, sólo una parte del asunto. Todos suponíamos que, porque éramos poetas, el público nos escucharía en apreciativo silencio. Todos enmudecerían cuando nos aproximáramos al estrado, y cuando lo abandonáramos, recibiríamos aplausos. Pero al africano el razonamiento le parecía arrogante; para él, era necesario esforzarse para lograr cualquier signo de atención y de reconocimiento.
Por cortés que sea el público con el que debamos enfrentarnos tal o cual vez, a la larga el poeta africano está en lo cierto: hay que luchar por cada signo de atención y de reconocimiento. Un texto puede estar escrito para la página. O las palabras escritas pueden ser tan sólo la notación de una performance. Pero hasta el público más dócil acabará por sentir que hemos abusado de su buena voluntad si no demostramos que merecemos la atención que le pedimos.
Todos nos enteraremos, a su debido tiempo, de aquello que el poeta africano sabía pocos segundos después de haberse puesto de pie. Nos enteraremos de si merecemos ser escuchados.

An Introduction
to English Poetry, Viking,
Londres-Nueva York, 2002.

James Fenton (Inglaterra, 1949)

(Traducción de Mirta Rosenberg)

Diario de Poesía Nº64,
(2003)

IMAGEN: El poeta y músico africano Alhaji Papa Susso.






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