Cada cierto tiempo fugábamos a la provincia a través de una serie de trenes intensos y oscuros. Cada poste burlado ponía en relieve segmentos de un paisaje real (y ardoroso) como un delirio que invade nuestras fatigas de afuera. Aquellos campos (interminables) eran los del sopor, entre sus pliegues nos adormecíamos... Despertábamos a la inercia de otros pueblos sin rastro, en la ofuscada escritura.
También nosotros...
También nosotros habíamos inventariado el mundo. Nuestro propio zoo. Estallamiento, aura de lucidez le llamábamos... como si estuviéramos soberanamente al margen y no invocáramos mitos.
Un ruido abrió la tierra...
Un ruido abrió la tierra. Algún nervio habríamos pisado hasta producir el dolor, que es siempre lacerante. Así fue nuestro afecto: meses enteros sin que la aguja del reloj girase, sin que ningún rótulo marcara nuestra(s) vida(s). Allí no habían rostros; todo era molecular y fragmentado. Oíamos la música del cerdo, puntual, aunque inexacta.
Pedro Marqués de Armas
Pedro Marqués de Armas nació en La Habana en 1965. Ha obtenido el Premio de Poesía Julián del Casal, de la UNEAC y el Premio de la Crítica. Integra el grupo Diáspora (s). Ha publicado: Fondo de ojo, 1988; Los altos manicomios, 1993; Fascículos sobre Lezama, 1994 y Cabezas, 2002.
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