El título de este ensayo tiene tantas probabilidades de sugerir cosas diferentes a diferentes personas, que tal vez se me excuse si antes de explicar qué es lo que quiere decir explico qué es lo que no quiere decir. Es posible que, cuando hablamos de la «función» de algo, estemos pensando en lo que ese algo debería hacer, antes que en lo que efectivamente hace o ha hecho. La distinción es importante, porque yo no pretendo hablar de lo que en mi opinión tendría que hacer la poesía. Quienes nos hablan de esto, sobre todo si son poetas, por lo general tienen en mente la clase particular de poesía que les gustaría escribir a ellos. Siempre es posible, desde luego, que en el futuro le quepa a la poesía una tarea distinta de la que le ha cabido en el pasado; pero aun siendo así, vale la pena decidir primero qué función ha tenido en ese pasado, tanto en diferentes épocas e idiomas como universalmente. Me sería fácil escribir sobre lo que hago yo con la poesía, o lo que me gustaría hacer, y luego intentar persuadirlos de que es exactamente lo que todos los buenos poetas del pasado han intentado o habrían debido hacer —salvo que no lo han conseguido del todo, aunque quizá no sea culpa de ellos. Pero me parece probable que si la poesía -y hablo de de toda gran poesía— no ha tenido función social alguna en el pasado, es difícil que vaya a tenerla en el futuro.
Si digo toda gran poesía es para eludir otra manera de tratar el tema. Se podrían abordar las diversas clases de poesía, una tras otra, y discutir la función social de cada una de ellas sin alcanzar la cuestión general de cuál es la función de la poesía como tal. Yo quiero distinguir entre las funciones general y particular, de modo que sepamos de qué no estábamos hablando. La poesía puede tener una función social consciente, deliberada. En las formas más primitivas este propósito suele estar muy claro. Están, por ejemplo, las runas y cánticos tempranos, algunos de los cuales tenían propósitos mágicos muy prácticos: evitar el mal de ojo, curar cierta enfermedad o propiciar cierto demonio. La poesía se utiliza muy pronto en los rituales religiosos, y cuando cantamos un himno aún estamos usándola para un propósito social concreto. Acaso las formas tempranas de la épica y las sagas hayan transmitido lo que se tenía por historia antes de sobrevivir como pura forma de entretenimiento comunitario; y la forma en verso tiene que haber sido extremadamente útil para la memoria antes de la aparición del lenguaje escrito —y la memoria de los bardos, narradores y estudiosos primitivos tiene que haber sido prodigiosa. En sociedades avanzadas, como la de la Grecia antigua, las funciones reconocidas de la poesía son también muy conspicuas. El drama griego deriva de ritos religiosos, y se mantiene como ceremonia pública formal asociada a las celebraciones religiosas tradicionales; la oda pindáríca se desarrolla en relación a un evento social particular. No cabe duda de que estos usos definidos dieron a la poesía un marco que le hizo posible alcanzar la perfección dentro de tipos específicos.
Algunas de estas formas subsisten en ejemplos poéticos más modernos, tales como el himno religioso que ya he mencionado. El significado del término didáctica ha sufridos ciertos cambios. Didáctica puede querer decir «que transmite información», o bien «que proporciona instrucción moral», o bien algo que abarca los dos significados anteriores. Las Geórgicas de Virgilio, por ejemplo, son poesía muy bella, y contienen información muy sensata sobre cómo trabajar bien la tierra. Pero en nuestro tiempo se antojaría imposible escribir un libro de agricultura actualizado que también fuera excelente poesía: por un lado, el tema en sí se ha vuelto mucho más complicado y científico; por otro, la prosa permite manejarlo más fácilmente. Tampoco deberíamos nosotros escribir, como los romanos, tratados astronómicos y cosmológicos en verso. El poema, cuya meta ostensible es transmitir información, ha sido reemplazado por la prosa. Poco a poco la poesía didáctica ha ido quedando limitada a la poesía de exhortación moral, o a la que se propone persuadir al lector del punto de vista del autor con respecto a algo. Por lo tanto incluye buena cantidad de lo que podría llamarse sátira, aunque la sátira rebosa de caricatura y parodia, el fin principal de las cuales es causar risa. Algunos poemas de Dryden, en el siglo diecisiete, son sátiras en el sentido de que tienden a ridiculizar los objetos contra los cuales se dirigen, y también didácticas en la intención de inclinar al lector hacia determinado punto de vista político o religioso; y para esto se valen también del método alegórico de disfrazar la realidad de ficción. Su obra más notable de este tipo es The Hind and the Panther, que quiere persuadir al lector de que el bien estaba de parte de la Iglesia de Roma contra la Iglesia de Inglaterra. En el siglo diecinueve buena parte de la poesía de Shelley se inspira en el fervor por las reformas sociales y políticas.
En cuanto a la poesía dramática, tiene una función social de un tipo actualmente peculiar a ella. Pues mientras la mayor parte de la poesía de hoy se escribe para ser leída en soledad, o en voz alta en compañía de pocos, sólo el verso dramático está pensado para causar una impresión inmediata, colectiva, en un gran número de personas reunidas para mirar un episodio imaginario representado en un escenario. La poesía dramática es distinta de cualquier otra, pero como sus leyes especiales son las del drama, su función se funde con la del drama en general, y aquí no me estoy ocupando de la función social específica del drama.
En cuanto a la función específica de la poesía filosófica, demandaría un análisis y un resumen histórico de cierta amplitud. Ya he mencionado, creo, suficientes clases de poesía como para dejar en claro que la función específica de cada una se relaciona con alguna otra función; la de la poesía dramática con la del drama, la de la poesía didáctica de información con la de su tema, la de ¡a poesía didáctica filosófica, religiosa, política o moral con la del asunto respectivo. Podríamos considerar la función de cualquiera de estas especies sin tocar siquiera la cuestión de la función de la poesía. Pues todos estos asuntos pueden tratarse en prosa.
Pero antes de seguir adelante quiero descartar una objeción que acaso se suscite. A veces la gente sospecha de cualquier poesía que tenga un propósito particular: de la poesía en la cual el poeta abogue por enfoques sociales, morales, políticos o religiosos. Y tanto más se inclina a decir que no es poesía cuando esos enfoques le desagradan; del mismo modo que otros acostumbran pensar que algo es verdadera poesía porque expresa un punto de vista que les gusta. Yo diría que la cuestión de si el poeta usa su poesía para defender o atacar una actitud social no tiene importancia. Puede que malos versos se pongan en boga transitoriamente si el poeta refleja una actitud social del momento; pero la verdadera poesía sobrevive no sólo a los cambios de opinión popular sino a la extinción completa del interés en los temas que preocupaban apasionadamente al poeta. El poema de Lucrecio sigue siendo un gran poema por más que sus nociones de física y astronomía estén obsoletas; lo mismo el de Dryden, aunque ya no nos importen las disputas políticas del siglo diecisiete; del mismo modo que cualquier gran poema del pasado puede seguir dándonos placer aunque el tema de que se ocupa deba tratarse hoy en prosa.
Ahora bien, para descubrir cuál es la función social esencial de la poesía hemos de observar primero sus funciones más obvias, aquellas que debe desempeñar si es que debe desempeñar alguna. Creo que en primer lugar podemos estar seguros de que tiene que dar placer. Si me preguntan qué clase de placer, sólo puedo contestar: la clase de placer que da la poesía; por la sencilla razón de que cualquier otra respuesta nos llevaría muy lejos en el terreno de la estética, y en la cuestión general de la naturaleza del arte.
Se aceptará, supongo, que todo buen poeta, sea un gran poeta o no, tiene algo que darnos además de placer: porque si sólo fuera placer, ese placer en sí no podría ser de la especie más alta. Más allá de cualquier intención específica, como las que acabo de ejemplificar en diversos tipos de poesía, siempre está la comunicación de una experiencia nueva, o de una comprensión renovada de lo familiar, o la expresión de algo que hemos experimentado y para lo cual carecemos de palabras, que nos amplía la conciencia y nos refina la sensibilidad. Pero no es de ese beneficio individual de la poesía, ni tampoco de la cualidad del placer individual, que se ocupa este artículo. Todos comprendemos, pienso, tanto la clase de placer que da la poesía como el modo en que, más allá del placer, vuelve nuestras vidas diferentes. Si no produce estos dos efectos sencillamente no es poesía. Quizá lo reconozcamos, pero al mismo tiempo pasamos por alto algo que la poesía hace por nosotros colectivamente, como sociedad. Y digo esto en el sentido más amplio. Porque me parece importante que todo pueblo tenga su propia poesía, no sólo para quienes disfrutan de ella —éstos siempre tendrán la posibilidad de aprender otras lenguas— sino porque realmente marca una diferencia para la sociedad en conjunto, es decir incluso para los que no disfrutan de la poesía. Incluso para los que no conocen los nombres de sus poetas nacionales. He aquí el verdadero tema de este artículo.
Observamos que la poesía se diferencia de todas las demás artes en que tiene para la raza y el idioma del poeta un valor que puede no tener para otros. Es cierto que hasta la música y la pintura poseen carácter local y racial: pero sin duda al extranjero le es mucho menos difícil apreciar estas artes. También es cierto que los escritos en prosa tienen en su propio idioma una significancia que en la traducción se pierde; pero todos sentimos que se pierde mucho menos al leer una novela que un poema traducidos; y que en la traducción de ciertos tipos de trabajos científicos la pérdida es virtualmente nula. Que la poesía es mucho más local que la prosa es algo que se advierte en la historia de las lenguas europeas. Durante toda la Edad Media, y hasta hace cientos de años, el latín fue el idioma de la filosofía, la teología y la ciencia. La tendencia al uso literario de las lenguas de los pueblos se inició con la poesía. Lo cual parece perfectamente natural cuando comprendemos que la poesía tiene que ver sobre todo con el sentimiento y la emoción; y que el sentimiento y la emoción son particulares, mientras que el pensamiento es general. Es mucho más fácil pensar que sentir en un idioma extranjero. Por lo tanto, no hay arte más porfiadamente nacional que la poesía. Es posible despojar a un pueblo de su idioma, suprimírselo, e imponerle otro idioma en las escuelas; pero, a menos que se le enseñe a sentir en un idioma nuevo, el viejo no habrá sido erradicado y reaparecerá en la poesía, que es el vehículo del sentimiento. Cuando digo «sentir en un idioma nuevo», aludo a algo más que el mero «expresar los sentimientos en un idioma nuevo». Un pensamiento expresado en un idioma diferente puede ser prácticamente el mismo, pero un sentimiento o una emoción expresados en otro idioma no lo son. Una de las razones para aprender al menos un idioma extranjero es que adquirimos una suerte de personalidad suplementaria; una de las razones para no adquirir un idioma nuevo en lugar del propio es que casi nadie quiere convertirse en otra persona. Difícilmente se podrá exterminar un idioma superior si no es exterminando a la gente que lo habla. Por lo general, sí un idioma reemplaza a otro es porque posee ventajas que lo recomiendan, y que ofrecen no una mera diferencia sino un alcance más amplio y más refinado, no sólo a las ideas sino al sentimiento, que el del idioma más primitivo.
Donde mejor se expresan la emoción y el sentimiento, pues, es en la lengua común del pueblo; es decir, en la lengua común a todas las clases: la estructura, el ritmo, el sonido, los modismos de una lengua expresan la personalidad del pueblo que la habla. Cuando digo que la expresión de la emoción y el sentimiento conciernen más a la poesía que a la prosa, no quiero decir que la poesía no necesite contenido o significado intelectual, o que la gran poesía no contenga más de ese significado que la poesía menor. Pero desarrollar esta investigación me apartaría de mi cometido inmediato. Daré por sentado que un pueblo encuentra la expresión consciente de sus sentimientos más hondos más en la poesía de su propio idioma que en otras artes o en la poesía de idiomas ajenos. Esto no significa, por supuesto, que la verdadera poesía se limite a sentimientos que todos pueden reconocer y entender; no hemos de limitar la poesía a la poesía popular. Basta con que, en un pueblo homogéneo, los sentimientos de los más refinados y complejos tengan con los de los más toscos y simples algo en común que no tienen con gentes de su mismo nivel que hablan otro idioma. Y, cuando una civilización es saludable, el gran poeta tendrá algo que decirles a sus compatriotras de todos los niveles de instrucción.
Podemos decir que sólo indirectamente el deber del poeta, como poeta, es para con su pueblo; su deber directo es para con su lengua: consiste primero en preservarla, y segundo en extenderla y mejorarla. Al expresar lo que sienten otros también cambia el sentimiento, porque lo vuelve más consciente; permite que las personas se apropien de lo que sentían, y por lo tanto les enseña algo sobre sí mismas. Pero no es que sólo sea más consciente que los demás; también es individualmente distinto, de la gente y de los otros poetas, y puede dar a sus lectores la posibilidad de compartir sentimientos que no hayan experimentado nunca. En ello radica la diferencia entre el escritor meramente excéntrico o loco y el poeta genuino. Tal vez aquél tenga sentimientos únicos, pero imposibles de compartir y por lo tanto inútiles; éste descubre nuevas variaciones de la sensibilidad de las que pueden apropiarse otros. Y expresándolas desarrolla y enriquece el idioma en que habla.
He dicho bastante sobre las impalpables diferencias de sentimiento entre diversos pueblos, diferencias que se afirman en sus diferentes idiomas y son desarrolladas por ellos. Pero la gente no sólo experimenta el mundo de forma diferente en diferentes lugares, sino también en diferentes épocas. De hecho, nuestra sensibilidad se transforma de continuo, como se transforma el mundo que nos rodea: el nuestro no es igual al de los chinos o los hindúes, pero tampoco es igual al de nuestros ancestros de hace varios siglos. Esto es evidente; menos evidente, con todo, es que aquí estribe la razón de que no podamos permitirnos dejar de escribir poesía. La mayoría de las personas educadas se enorgullecen en cierta medida de los grandes autores de su lengua, aunque tal vez no los lean nunca, del mismo modo que se enorgullecen de cualquier otra distinción de su país: algunos autores se vuelven incluso lo bastante célebres como para ser nombrados de vez en cuando en los discursos políticos. Pero la mayoría de las personas no comprenden que con eso no alcanza; que, a menos que sigan produciendo grandes autores, su lengua se deteriorará, se deteriora su cultura y acaso acabe absorbida por otra más fuerte.
Una cuestión, por supuesto, es que si carecemos de literatura viva nos volveremos cada vez más ajenos a la literatura del pasado; a menos que mantengamos la continuidad, nuestra literatura pasada se nos volverá más y más remota hasta que nos resulte tan extraña como la de un pueblo extranjero. Porque nuestro idioma no cesa de cambiar; cambia nuestro modo de vida, bajo presión de toda suerte de cambios materiales en el entorno; y, salvo que contemos con esos pocos hombres que combinan una sensibilidad excepcional con un excepcional poder sobre las palabras, degenerará nuestra capacidad, no ya para expresar, sino incluso para sentir algo más que las emociones más toscas.
Importa poco si un poeta tiene o no un público vasto en su época, Lo que importa es que siempre tenga al menos un público reducido en cada generación. No obstante, lo que acabo de decir sugiere que la importancia de un poeta cuenta para su propia época, o bien que los poetas muertos dejan de servir de algo a menos que también haya poetas vivos. Llevaré aún más lejos mi primera afirmación, diciendo que la circunstancia de que un poeta adquiera un público vasto muy rápidamente es bastante sospechosa: pues nos lleva a temer que no esté haciendo algo realmente nuevo, que sólo le esté dando a la gente algo a lo que ya está habituada, y que por lo tanto ya había recibido de los poetas de la generación precedente. Pero que un poeta tenga el público adecuado, pequeño, en su propio tiempo es importante. Siempre debería haber una reducida vanguardia, capaz de apreciar la poesía, que sea independiente y se adelante un poco a su época y esté dispuesta a asimilar con mayor rapidez las novedades. Que la cultura se desarrolle no significa que todo el mundo deba estar en primera línea, lo cual se reduce a conseguir que todos mantengan el paso; significa que se mantenga una élite tal, con el cuerpo principal y más pasivo de lectores a no más de una generación de distancia. Los cambios y desarrollos de la sensibilidad que se manifiestan primero en algunos se abrirán paulatino paso en el lenguaje, mediante la influencia de ellos en otros, más prontamente populares; y cuando también ellos hayan llegado a establecerse, se hará preciso un nuevo avance. Es a través de los autores vivos, por lo demás, que perduran los muertos. Un poeta como Shakespeare ha influido muy profundamente en el idioma inglés, no sólo por el efecto en sus sucesores inmediatos. Porque en los grandes poetas hay aspectos que no surgen a la luz en seguida; y, al ejercer influencia directa en poetas de varios siglos después, continúan repercutiendo en el idioma vivo. Sin duda, si un poeta inglés quiere aprender a usar las palabras en nuestra época, deberá estudiar riogurosamente a aquellos que las usaron mejor en la suya; a aquellos que, en su día, renovaron el idioma.
Hasta aquí no he hecho más que sugerir el punto último al cual, en mi opinión, puede decirse que alcanza la influencia de la poesía; y acaso esto se exprese mejor con el aserto de que, a la larga, el hecho de que se lea y disfrute o no la poesía tiene repercusiones en el habla, en la sensibilidad, en las vidas de todos los miembros de una sociedad, en todos los miembros de la comunidad, en el pueblo entero; y hasta las tiene, de hecho, que conozcan o no los nombres de sus grandes poetas. En la periferia más lejana la influencia de la poesía es, por supuesto, muy difusa, muy indirecta y muy difícil de demostrar. Es como seguir el curso de un pájaro o un avión en un cielo transparente: si uno lo ha visto cuando estaba muy cerca, y no le quita el ojo a medida que se aleja cada vez más, lo seguirá viendo aún a gran distancia, una distancia a la cual otra persona no podrá divisarlo por más que uno procure señalárselo. Así, si siguen ustedes la influencia de la poesía, de los lectores más afectados por ella a esa gente que no la lee nunca, la encontrarán presente por doquier. Al menos la encontrarán si la cultura nacional está viva y sana, porque en una sociedad sana existen una influencia recíproca y una interacción continuas entre cada parte y las demás. Y es esto lo que quiero decir cuando hablo de la función social de la poesía en su sentido más amplio: que, en proporción a su excelencia y vigor, afecta al lenguaje y la sensibilidad de la nación entera.
No imaginen ustedes que digo que el idioma que hablamos está exclusivamente determinado por nuestros poetas. La conformación de la cultura es mucho más compleja. En igual medida será verdad, por cierto, que la calidad de nuestra poesía depende de cómo la gente use su idioma: pues el material de un poeta debe ser el idioma propio tal como se habla realmente a su alrededor. Si el idioma está mejorando, el poeta se beneficiará; si se está deteriorando, tendrá que extraerle lo mejor que pueda. Hasta cierto punto la poesía puede preservar, e incluso restituir, la belleza de una lengua; también puede ayudarla a desarrollarse, a ser tan sutil y precisa, en las condiciones más complicadas y para los cambiantes propósitos de la vida moderna, como lo fuera en y para una época más simple. Pero la poesía, como cualquier otro elemento de esa misteriosa personalidad social que denominamos nuestra «cultura», ha de depender de muchísimas circunstancias que escapan a su control.
Lo cual me conduce a algunas reflexiones de naturaleza más general. Hasta aquí he hecho hincapié en la función nacional y local de la poesía; y habrá que modificar esto. No quiero dejar la impresión de que el cometido de la poesía sea separar a unos pueblos de otros, porque no creo que las culturas de los varios pueblos de Europa puedan florecer aisladas entre sí. Altas civilizaciones del pasado, sin duda, produjeron gran arte, pensamiento y literatura pese a haberse desarrollado en el aislamiento. No puedo hablar de esto con seguridad, porque acaso algunas no hayan estado tan aisladas como parece en principio. Pero en la historia de Europa no ha sido así. Hasta la Grecia antigua le debió mucho a Egipto, y algo a las fronteras asiáticas; y en las relaciones entre estados griegos, con sus diferentes dialectos y sus hábitos diferentes, encontramos influencias y estímulos recíprocos que son análogos a las que existen entre los países de Europa. Pero la historia de la literatura Europea no manifiesta que alguno de estos países haya sido independiente de los demás; sino, más bien, que ha habido un intercambio constante, y que cada uno se ha visto periódicamente revitalizado por estímulos exteriores. En la cultura, la autarquía general simplemente no da resultado: la esperanza de perpetuar la cultura de un país reside en la comunicación con los demás. Pero si la separación de culturas dentro de la unidad de Europa es un peligro, también lo sería una unificación que deviniera uniformidad. La diversidad es tan esencial como la fusión. Por ejemplo, hay mucho que decir sobre el uso, para fines limitados, de una lingua franca universal como el esperanto o e! inglés básico. ¡Pues qué imperfecta sería la comunicación entre naciones si se realizara totalmente a través de una lengua tan artificial! O bien la adecuación sería completa en algunos aspectos, y en otros habría una incomunicación total. La poesía nos recuerda cuántas cosas hay que sólo pueden decirse en un idioma y son intraducibies. La comunicación espiritual ente pueblo y pueblo no se cumple sin individuos que se tomen el trabajo de aprender al menos un idioma aparte del suyo, y que por lo tanto sean capaces, en mayor o menor grado, de sentir en otra lengua. Y, de este modo, la comprensión que tenemos de otro pueblo necesita suplirse con la de los individuos de ese pueblo que se han tomado la molestia de aprender nuestro idioma.
Incidentalmente, el estudio de la poesía de otro pueblo es particularmente instructiva. He dicho que hay cualidades de la poesía de cada lengua que sólo los nativos de esa lengua pueden entender. Pero esto tiene otro costado. A veces, intentando leer en un idioma que no conozco muy bien, he descubierto que no comprendía bien un fragmento en prosa hasta que aplicaba los patrones del maestro de escuela; es decir, tenía que estar seguro del significado de cada palabra, aprehender la gramática y la sintaxis y entonces podía pensar el pasaje en inglés. Pero también he descubierto a veces que una pieza poética que era incapaz de traducir, que contenía muchas palabras para mí desconocidas y oraciones que no podía construir, transmitía algo vívido e inmediato que era único, diferente de cualquier cosa que exista en inglés: algo que yo sentía que estaba comprendiendo aunque no pudiera ponerlo en palabras. Y al aprender mejor ese idioma me daba cuenta de que la impresión no era ilusoria, algo, no imaginado, sino que realmente estaba allí. De modo que en la poesía uno puede entrar de vez en cuando en otro país, por así decir, antes de tener el pasaporte y el pasaje.
De modo que la pregunta sobre la función social de la poesía nos lleva, quizá inesperadamente, a la cuestión toda de la relación entre países de distinto lenguaje, pero cultura vinculada, dentro del ámbito de Europa. Sin duda no pretendo pasar de este punto a cuestiones puramente políticas; pero desearía que quienes se ocupan de cuestiones políticas frecuentasen más las que yo acabo de considerar. Pues éstas son la cara espiritual de unos problemas cuya cara material concierne a los políticos. En mi lado de la frontera uno se ocupa de cosas vivas que tienen leyes propias de crecimiento, que no siempre son razonables, pero que la razón debe aceptar de todos modos: cosas que no pueden planificarse claramente y que no aceptan la displina más que los vientos y la lluvias y las estaciones.
Si, finalmente, acierto creyendo que la poesía desempeña una «función social» para todo el pueblo del idioma de un poeta, sea o no consciente de la existencia de éste, puede deducirse que a cada pueblo de Europa le importa que los otras sigan teniendo poesía. Yo no puedo leer poesía noruega, pero si me dijesen que ya no se escribe poesía en lengua noruega sentiría una alarma que sería algo más que comprensión generosa. Lo consideraría un brote de enfermedad capaz de extenderse por todo el continente; el comienzo de una decadencia cuyo significado sería que gentes de todas partes ya no podrían expresar, y por lo tanto sentir, las emociones de los seres civilizados. Es algo, por supuesto, que podría suceder. Por todas partes se ha hablado mucho de la decadencia de la sensibilidad religiosa. El problema de la época moderna no es la mera incapacidad de creer ciertas cosas sobre Dios y el hombre que creían nuestros padres, sino la incapacidad de sentir como ellos respecto a Dios y al hombre. Una creencia en la que ya no se cree es, hasta cierto, punto, algo todavía comprensible; pero cuando desaparece el sentimiento religioso, las palabras en las que los hombres se han esforzado por expresarlo pierden sentido. Es cierto, lo mismo que el poético, el sentimiento religioso varía naturalmente de un país a otro y de una época a otra; el sentimiento varía, aun cuando la creencia, la doctrina, sigue siendo la misma. Pero ésta es una condición de la vida humana, y lo que a mí me causa aprensión es la muerte. Es bien posible que el sentimiento de la poesía, y los sentimientos que son la materia de la poesía, desaparezcan en todas partes: lo que acaso ayude a facilitar la unificación que algunos consideran deseable en bien del mundo.
* Discurso dado en 1943 en el Instituto Británico-Noruego.
T.S. Eliot (E.E.U.U./Inglaterra, Saint Luis, 1888- Londres, 1965)
(Traducción de Marcelo Cohen)
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