Dejar que los barcos maltrechos lleguen a la playa. Olvidar el ulular de un viento erizado de algas, esos pájaros de alas tensas a orillas del silencio. Para qué perpetuar los naufragios: en los textos de naves el horizonte no existe. La mañana es clara. Una mujer bella y joven (parecida a Scarlett O'Hara) tiende ropa al sol. Canta, pero su boca no se mueve; una cierta armonía en rojo y malva, apenas, como en un cuadro de Memling, un efímero acuerdo entre la luz y sus manos. El jardín da a una casa de maderas blancas, pequeñísima. Un hombre hace el amor adentro con otra mujer. Y yo que miro todo desde la infancia, yo seducida ya entonces, el corazón calcinado, de tanto estar cerca una ausencia, el mismo miedo, la misma alegría intransitable. Me invade una rabia y giro hacia el océano. En un silencio plomizo, ominoso, primero veo un barco, y después otro y un tercero. Empiezo a gritar que hay que hacer retroceder a esos barcos. Como animal tardío, como joven que no ha viajado nunca, me transformo en soldado. Ya no dejaré de empujar barcos al océano. Los barcos volverán a sus rutas de ceniza y no habrá cambiado nada.
(De: El viaje de la noche, Ed. Lumen,
1994)
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