domingo, 13 de junio de 2010

PRESENCIAS REALES


























1

El lenguaje existe, el arte existe, porque existe «el otro». Es verdad que nos dirigimos a nosotros mismos en constante soliloquio, pero el medio de ese soliloquio es el del habla pública: contraída, hecha privada y, quizá, críptica por medio de referencias y asociaciones ocultas pero fundamentadas, sin embargo, y hasta el límite incierto de la conciencia, en un vocabulario y una gramática heredados y determinados histórica y socialmente. Las invenciones autistas y las construcciones solipsistas son concebibles. Es concebible la idea de un poeta escribiendo versos en una lengua privada o destruyendo lo que ha escrito, la de un pintor que se niega a mostrar cualquier lienzo a otros ojos que no sean los suyos, la de un compositor que «interpreta» su partitura en una audición muda y puramente interior. Aparece en los cuentos góticos de aislamiento. Además, sabemos de maestros que han escondido o destruido sus producciones (Gógol quema la segunda mitad de Almas muertas), aunque lo hacen precisamente bajo la presión de la intrusión del otro. A causa de las exigencías de la presencia del otro, un creador puede, en circunstancias extremas, intentar conservar para sí mismo o para un olvido voluntario lo que son, de modo irremediable, actos de comunicación y tentativas de encuentro.
Constituye un misterio desagradable y a la vez consolador el que tengan que existir el otro y nuestras relaciones con esa otredad, ya sean teológicas, morales, sociales o eróticas, ya sean las de una participación íntima o las de una diferencia irreconciliable. La pregunta de Goethe: «¿Cómo puedo ser cuando otro es?» o la de Nietzsche: «¿Cómo puedo existir si Dios existe»? siguen sin contestar. El deseo de absoluta singularidad no puede ser excluido. Y ocurre lo mismo con el terror a la soledad. El rapto de Narciso es, tautológicamente, el del suicidio. Y Narciso no necesita arte. En él, el enunciado, el recurso a lo fantástico o la creación de una imagen se mueven a sus anchas, con fatales consecuencias, en el yo cerrado. Al final de ese perfecto ajuste de la subjetividad que es la tercera Meditación, Descartes recurre a la imprescindible probabilidad de Dios con el fin de escapar a la finalidad de la soledad.
Es precisamente del hecho de la confrontación, del enfrentamiento, en el sentido literal del término, que comunicamos con palabras, externalizamos formas y colores, emitimos sonidos organizados en las formas de la música. Siempre son posibles «Miltons mudos y sin gloria» (Thomas Gray) en el sentido concreto en que las circunstancias personales y sociales pueden amortiguar o incluso hacer desaparecer textos, pinturas o composiciones, en que la mala suerte o la renuncia pueden mantener enterrado un trabajo de valía; pero, en términos generales, no hay mudez en el poeta. Cualquiera que sea su talla, el poema habla en voz alta, proclama, habla a alguien. El significado, los modos existenciales del arte, la música y la literatura son funcionales en el interior de la experiencia de nuestro encuentro con el otro.
Toda estética, todo discurso crítico y hermenéutico, es un intento de clarificar la paradoja y la opacidad de ese encuentro y de sus felicidades. El ideal de eco completo, de recepción traslúcida, es, ni más ni menos, el ideal de lo mesiánico porque, en la Ley mesiánica, cada movimiento y cada marcador semánticos se convertirán en verdad perfectamente inteligible; tendrán la autoridad del dar nombre y animación que es propia del gran arte cuando éste llega a quien está únicamente proyectado —y aquí, «únicamente» no quiere decir «exclusivamente»-.
Las ilimitadas diversidades de la articulación formal y la elaboración estilística corresponden a las ilimitadas diversidades de los modos de nuestro encuentro con el otro. Es ya un tópico de la etnografía afirmar que las formas de arte tempranas y «primitivas» pretendían atraer hacia la domesticidad, hacia la familiaridad, las presencias animales de la gran oscuridad del mundo exterior. Las pinturas rupestres son ritos talismánicos y propiciatorios realizados para hacer del encuentro con la abundante alienidad y la amenaza de presencias orgánicas una fuente de reconocimiento mutuo y de provecho. Esas maravillas de penetrante «mímesis» que son los bisontes de las paredes de Lascaux son invocaciones: sacaban la fuerza bruta y opaca del «estar-allí» de lo no-humano para someterla a la luminosa emboscada de la representación y la comprensión. Todas las representaciones, incluso las más abstractas, infieren una cita con la inteligibilidad o, como mínimo, con una alienidad atenuada, cualificada por la observancia y la forma deliberada. La aprensión (el encuentro con el otro) significa tanto miedo como percepción. El continuum entre ambos, la modulación del uno hasta la otra, está en la fuente de la poesía y las artes.
Pero, si gran parte de la poesía, la música y las artes tiene como objetivo «encantar» —y no debernos quitar nunca a la palabra su aura de invocaciones mágicas—, gran parte también, y la más irresistible, tiene por objetivo hacer la alienidad más extraña en ciertos aspectos. Nos instruirá acerca del enigma intacto de la otredad en cosas y presencias animadas. La pintura, la música, la literatura o la escultura serias nos hacen palpables, como ningún otro medio de comunicación, la inestabilidad y el alejamiento insatisfechos y desamparados de nuestra situación. Somos, en los instantes clave, extraños para nosotros mismos errando ante los umbrales de nuestra propia psique. Golpeamos ciegamente las puertas de la turbulencia, la creatividad, la inhibición en la térra incógnita de nuestros propios yos. Y lo que es más turbador: podemos ser, hasta límites casi insoportables para la razón, extraños para quienes más habríamos de conocer, para quienes nos habrían de conocer mejor y sin ninguna máscara.
Más allá de la fuerza de cualquier otro acto testimonial, la literatura y las artes
hablan de la obstinación de lo impenetrable, de lo absolutamente ajeno a nosotros con lo que tropezamos en el laberinto de la intimidad; hablan del Minotauro que está en el centro del amor, el parentesco y la confianza suprema. El poeta, el compositor, el pintor, el pensador religioso y el metafísico, cuando dan a sus hallazgos la persuasión de la forma, nos avisan de que somos mónadas atormentadas por la comunión; nos dicen del peso irreductible de la otredad, del enclaustramiento, en la textura y la fenomenalidad del mundo material. Sólo el arte puede avanzar algo hacia el hacer posible el acceso, hacia un despertar a algún grado de comunicabilidad, de la completamente inhumana otredad de la materia —que atormentaba a Kant—, las retracciones más allá de nuestro alcance de la roca y la madera, el metal y la fibra —dejemos que el metal de una figura de Brancusi le cante a nuestra mano—. Es la poética, en todo su sentido, la que nos informa del visado turístico para un lugar y un tiempo que define nuestra situación como transeúntes en una morada del ser cuyos fundamentos, cuya historia futura y cuya razón —caso de existir— se encuentran por completo fuera de nuestra voluntad y comprensión. La capacidad de las artes, en una definición en la que se debe en mi opinión, permitir la inclusión de las formas vivas de lo especulativo —¿qué visión sostenible de la poética excluirá a Platón, Pascal o Nietzsche?—, de hacernos sentir, si no como en casa, al menos, como peregrinos alertas y fieles en el desamparo de nuestra circunstancia humana. Sin las artes, la forma quedaría inalcanzable, alienidad sin habla en el silencio de la piedra.
De ahí, la lógica inmemorial de la relación entre la música, la poesía y el arte por un lado y el afrontar la muerte por otro. En la muerte, la intratable constancia del otro, de aquello en lo que no tenemos asidero, logra su concentración más evidente. Es la facticidad de la muerte, una facticidad totalmente resistente a la razón, a la metáfora, a la representación reveladora, la que nos hace «trabajadores inmigrantes» (Gastarbeiter, guest workers, frontaliers) en las casas de huéspedes de la vida. Allá donde se entrega absolutamente a los problemas de nuestra situación, la poética busca dilucidar la incomunicación de nuestros encuentros con la muerte —en su estructura terminal, las narraciones son ensayos para la muerte—. Por inspirados que sean, ningún poema, pintura o pieza musical —aunque la música es la que más se acerca— pueden hacernos sentir en casa con la muerte, y menos «desviarla con llantos de su propósito». Sin embargo, es en el ámbito de las artes donde se da a la metáfora de la resurrección el sesgo de la conjetura sentida. El engaño central del artista de que la obra sobrevivirá a su propia muerte o la verdad existencial de que la literatura, pintura, arquitectura o música de calidad han sobrevivido a sus creadores no son accidentales o vanidosas. La lúcida intensidad de su encuentro con la muerte genera en las formas estéticas esa declaración de vitalidad, de presencia vital, que distingue el pensamiento y el sentimiento serios de lo trivial y lo oportunista.
A costa de enormes medios personales, corriendo el riesgo de un fracaso más implacable que ningún otro —el santo, el mártir conocen su destino elegido—, el artista, el poeta y el pensador en tanto dadores de forma buscan el encuentro con la otredad allí donde dicha otredad es, en su vacía esencia, de lo mas inhumana. ¿Por qué habría de conceder la muerte momentos para un encuentro escogido cuando; en realidad, todos nos encontramos en el mismo camino que conduce hacia ella? ¿Por qué habría de otorgar la generosidad de la encrucijada de los tres caminos entre Tebas y Delfos? Con todo, la poesía y el arte la obligan a ello. Y lo hacen, todavía dan forma duradera a esa coerción, como no pueden hacerlo ni la ciencia ni la política.
Una reflexión sobre encuentros (como permite la gramática alemana) «un pensamiento de» encuentros, en tanto que instrumentos de la comunicación, comporta una moral. Un análisis de la enunciación y la significación —la señal para el otro— comporta una ética. Esta implicación puede proporcionar el primer paso para salir del laberinto de espejos de la teoría y la práctica
modernistas.
Desde la crítica de Platón a las mentiras en Homero, las relaciones de la ética con la poesía han sido una fuente de fértil irritación. El mérito de la Ilustración, de Kant principalmente, es haber intentado separar el terreno de lo estético y el de la cognición sistemática por un lado y, por otro, del de la moral práctica. El postulado kantiano del «desinterés» de la invención artística y literaria distancia la verdad, la belleza, las libertades de lo imaginario, de la vigilancia de los criterios morales. Esta emancipación subraya justamente la cualidad autónoma del acto poético. Nos recuerda que la autenticidad, la verdad de motivo en la literatura, la música y las artes son inseparables de la forma ejecutiva de la obra; y que la verdad de un poema o una pintura es la de la internalidad e integridad específicas de su forma. La propuesta kantiana de una extraterritorialidad para la vida de las artes se intensifica y se hace perentoria
en la identificación de Keats de la verdad con la belleza y la belleza con la verdad. Esta ecuación y el concepto kantiano de la libertad especial de lo poético, del desinterés de lo ficticio, son de enorme valor en la medida en que nos ayudan a ver más claramente la autoridad y la singularidad de la experiencia estética, Al mismo tiempo, sin embargo, toda tesis que sitúe, de manera teórica o práctica, la literatura y las artes más allá del bien y del mal es espuria.
El torso arcaico del famoso poema de Rilke nos dice: «cambia tu vida». Eso es lo que hace cualquier poema, novela, pintura o composición musical que merezca la pena encontrar. La voz de la forma inteligible, de las necesidades de la interpelación directa de las que esa forma emana, pregunta: «¿Qué siente, qué piensa de las posibilidades de vida, de las formas alternativas de ser que están implícitas en su experiencia de mí, en nuestro encuentro?». El arte y la literatura serios son de una indiscreción total. Preguntan por las más hondas intimidades de nuestra existencia. Esta interrogación, como el soplar del súbito cuerno en la torre oscura en el emblemático texto de Browning sobre la búsqueda del ser por medio del arte, no es una dialéctica abstracta sino que propone un cambio. El pensamiento griego arcaico identificaba a las Musas con las artes y el prodigio de la persuasión. Cuando el acto del poeta es contestado —y es el tono y los ritos de este encuentro lo que me gustaría explorar—, cuando penetra en los recintos, espaciales y temporales, mentales y físicos, de nuestro ser, trae consigo un llamamiento radical en favor del cambio. El despertar, el enriquecimicento, la complicación, el oscurecimiento o el trastorno de la sensibilidad y la comprensión que siguen a nuestra experiencia del arte comienzan con la acción. La forma es la raíz de la ejecución. En un sentido fundamental y pragmático, el poema, la estatua o la sonata, en lugar de ser leído, contemplada o escuchada, son más bien vividos. El encuentro con lo estético es, junto con ciertos modos de la experiencia religiosa y metafísica, el conjuro más «ingresivo» («ingressive») y transformador a que tiene acceso la experiencia humana. De nuevo, la imagen adecuada es la de una Anunciación, la de «una belleza terrible» (Yeats) o gravedad que irrumpe en la pequeña morada de nuestro cauto ser. Si hemos oído correctamente el aleteo y la provocación de esa visita, la morada ya no es habitable de la misma manera que antes. Una poderosa intrusión ha desplazado la luz —éste es precisamente, y de forma no mística, el desplazamiento que se hace visible en la Anunciación de Fra Angélico.
Tales desplazamientos están orgánicamente contenidos dentro de las categorías de bien y de mal, de conducta humana e inhumana, de actuación creativa o destructiva. Cualquier representación madura de la forma imaginada, cualquier intento maduro de comunicar semejante representación a otro ser humano, es un acto moral —y, sin duda, «moral» puede incluir la articulación del sadismo, el nihilismo, el acarreamiento de la insensatez y la desesperación. «El arte por el arte» es una consigna táctica, una rebelión necesaria contra la didáctica filistea y el control político pero, exprimida hasta sus consecuencias lógicas, es puro narcisismo. La obra de arte más «pura», la más abstemia en cuanto a cualquier instrucción o aplicación empírica concebible, es, por virtud de esa misma pureza y abstención, un gesto agudamente político, una declaración de valor de la más evidente importancia ética. No podemos tratar la experimentación del arte en nuestras vidas personales y colectivas, sin tocar, al mismo tiempo, los problemas morales más apremiantes y complejos. ¿Se encuentran los recursos de producción, exhibición y recepción empleados en las artes en una estructura política y una economía dadas justificables? (Tolstoi creía que no.) ¿Acaso nos inmunizan de algún modo las identificaciones con las ficciones, los movimientos interiores y recurrentes del pathos y la libido que la novela, la película, la pintura o la sinfonía liberan dentro de nosotros, contra las más humildes y menos formadas, aunque reales, afirmaciones de sufrimiento y necesidad de nuestro alrededor?.¿Amortigua o incluso borra el grito trágico el grito de la calle? (Confieso que ésta es, en mi caso, una pregunta obsesiva y poco menos que exasperante.) Coleridge así lo creía: «La poesía estimula en nosotros sentimientos artificiales; nos hace insensibles a los verdaderos». ¿Cuáles son, caso de existir, las responsabilidades del artista ante aquellos quienes sus poemas enviaron a ser fusilados (Yeats) o, podríamos añadir, para disparar (la celebración de Auden del «crimen necesario»)? ¿Se puede defender que existan limitaciones al material, o a las fantasías que la literatura, el teatro, la pintura o el cine pueden publicar? (¿Podemos concebir un arte serio capaz de persuadir a nuestras imaginaciones sobre la ventaja de torturar o de abusar sexualmente de los niños, una pregunta que se hace ineludible en ciertos momentos de Dostoievski?)
Debido a que las invitaciones a la acción en lo estético —y de forma muy inmediata aunque enigmática en la música— son tan poderosas, debido a la trascendencia de las fascinaciones y los desarraigos que las imágenes ejercen sobre nuestras motivaciones y fuentes de la conducta conscientes y subconscientes, la cuestión de la coerción, de la censura, es, desde la República
de Platón hasta nuestros días, mucho más estimulante de lo que permitiría el instinto liberal. O, para decirlo de otro modo: ¿tiene un artista alguna responsabilidad por el mal uso, el abuso, la barbarización de sus invenciones? Lukács sostuvo que Wagner estaría implicado, hasta el final de los tiempos, en los usos que el nazismo hizo de su música. En su opinión, ni una sola nota de Mozart habría podido ser utilizada de ese modo. Cuando comenté esta opinión a Roger Sessions, que ha sido el compositor moderno con mayor agudeza filosófica, éste me contestó tocando los compases iniciales del aria de la Reina de la Noche de La flauta mágica.
Ningún escritor, compositor o pintor serio ha dudado nunca, incluso en momentos de esteticismo estratégico, de que su obra versaba sobre el bien y el mal, sobre el incremento o la disminución de la suma de humanidad en el hombre y la ciudad. Imaginar originalmente, lograr una forma con expresión significante, es probar en profundidad esas potencialidades de comprensión y de conducta («tronos, dominios, poderes», tal como lo expondrían la retórica y
la arquitectura del Barroco) que son la sustancia vital de lo ético. Se envía un mensaje; éste tiene un propósito. El estilo, las figuraciones explícitas de ese mensaje pueden ser perversas, pueden tener por objeto la subyugación, incluso la ruina del receptor. Quizá reivindiquen para sí, como en Sade, en las pinturas negras de Goya o en la danza de la muerte de Artaud, la sombría licencia de lo suicida; pero su pertenencia a las preguntas y las consecuencias de orden ético es manifiesta. En realidad, sólo la basura, sólo el kitsch y los artefactos, los textos o la música producidos exclusivamente con fines monetarios o propagandísticos, trascienden (transgreden) la moral. Suya es la pornografía de la insignificancia.
Pero el problema que quiero abordar ahora es más particular y a menudo pasa inadvertido. No es tanto el de la moralidad o amoralidad de la obra de significado y de arte, sino el de la ética de su recepción. ¿Cuáles son las categorías morales relevantes para nuestros encuentros con el poema, y la pintura o la composición musical? ¿En qué aspecto ciertos movimientos de sensibilidad son esenciales al acto comunicativo y a nuestra aprehensión de él? En la Anunciación de Lorenzo Lotto, una de las versiones más turbadoras y obsesionantes de que disponemos sobre este tema inagotable, la Señora da la espalda al impetuoso resplandor del Mensajero. También eso es posible.


2

Los manuales orientales de urbanidad y los libros de etiqueta del Renacimiento y la Ilustración europeos hacen hincapié en la bienvenida. Detallan los matices del lenguaje y el gesto que definen diversos grados e intensidades de recepción. Nos dicen cómo pueden encontrarse de modo apropiado clases sociales, sexos y generaciones diferentes. De tales ceremonias de recepción recíproca parte un eje de significado que se extiende hasta el terreno de la metafísica y la teología. Este eje pasa a través de modelos de traducción, en el pleno sentido de ese acto decisivo pero siempre problemático. La traducción comprende complejos ejercicios de saludo, reticencia y comercio entre culturas, lenguas y modos de decir. Un maestro de la traducción puede definirse como un anfitrión perfecto. La filosofía, en la medida en que analiza las condiciones de conciencia e inteligibilidad entre el yo y el otro, entre lo uno y lo mucho, en la medida en que sus medios son los de la pregunta y respuesta, la proposición y el examen, sistematiza intuiciones, impulsos de encuentro y despedida. Hay mucho de lo que separarse en la interrupción o el fin del acto filosófico del discurso y el estudio de dicha separación es crucial en la doctrina epicúrea, la Fenomenología de Hegel y el Tractatus de Wittgenstein. Varios pensadores modernos, especialmente Buber y Lévinas, sostienen una teoría del significado basada en el encarar —es decir, en la visión que tenemos de la cara— el expresivo «estar-allí» de la otra persona humana. La «impenetrabilidad abierta» de esa cara, su reflejo ajeno pero confirmatorio de la nuestra, representa el desafío intelectual y ético de las relaciones del hombre con el hombre y del hombre con lo que Lévinas denomina «infinidad» (las potencialidades de relación son siempre inagotables).
La gran poesía está animada por ritos de reconocimiento. Odiseo procede de reconocimiento en reconocimiento en un viaje hacia el yo que es Itaca. Dante reconoce el timbre de la voz de Brunetto Latini en el humo fantasmal. Titania es «mal hallada a la luz de la luna». A su vez, el pensamiento y la práctica religiosos hacen metáforas, imágenes narrativas, de la cita de la psique humana con la otredad absoluta, con la alienidad del mal o la más profunda alienidad de
la gracia. Los saludos deben descifrarse: en la lucha y la prueba de las nominaciones en medio de la noche de Jacob, en la presencia tras la presentidad (presentness) encontrada en el camino a Emaús. En el uso social, el intercambio lingüístico o el diálogo filosófico y religioso, estas intuiciones y estos ceremoniales de encuentro son incisivamente pertinentes para nuestra
recepción de la literatura, la música y las artes. Tratan de cerca nuestros reconocimientos, nuestra entente (nuestra audición) de lo que el poema, la pintura o la sonata han de disponer con nosotros. Somos los «otros» a quienes buscan los significados vivos de lo estético. Sus propias necesidades eco y de presencia dependen en gran medida de nuestras capacidades para la bienvenida o el rechazo, la respuesta o la no percepción. Pensar sobre el porqué tendría que haber pintura, poesía o música —es del todo concebible un orden de la materia y del ser en que no existieran— es pensar sobre las clases de entrada que les permitimos o que logran por la fuerza a través de las estrecheces de nuestra existencia individual.
Contra la ecuación entre el texto y el comentario, que hace de la creación estética un simple «pretexto», deseo probar la fuerza instrumental del concepto de cortesía. La fuerza etimológica de esta palabra ha disminuido. Cortesía, tal como se desarrolla a partir del romance cristiano y formulaciones occidentales del amor «cortés», transporta una riqueza precisa y minuciosa de asociaciones. Habla de lo caballeresco, de las soberanías secretas de la sinceridad, de la reticencia bajo la presión de la revelación. En concreto, la fenomenología de la cortesía organiza, es decir, estimula a la vida articulada, nuestros encuentros con el otro, como la persona amada, con el adversario, con el familiar y el extraño. Conecta, en un árbol de significado, los encuentros sólo parcialmente percibidos entre los yos conscientes y subconscientes y esos encuentros que tienen lugar en los espacios iluminados de la conducta social, política y moral. Clásicamente, donde las ramas y las hojas de nuestro árbol son más altas, la cortesía cualifica la última emboscada o la cita final que es la posible venida —el advenimiento, el advenimiento a un lugar— de Dios. Entretejidas en esta secuencia hay ciertas cortesías hacia la muerte, frente a ella, sin las cuales nuestra música, poesía y arte serían superficiales. La desconstrucción no tiene nada que decir de la muerte. Porque la muerte, afirma De Man, es solamente «un nombre desplazado para un predicado lingüístico».
De todas formas, el concepto que estoy intentando precisar es más modesto y, a la vez, más escurridizo. Pretendo aportar una intuición moral al problema de nuestra experimentación y comprensión de la forma significativa. Sin embargo, también esto es vago y exaltado. Deseo, no sé muy bien cómo, expresar una categoría claramente inteligible en la que la moral, la cortesía y la confianza perceptiva puedan ser vistas como el epítome del sentido común.
El agente informante aquí es el tacto, los modos en que nos permitimos tocar o no tocar, ser tocados o no serlo por la presencia del otro (la parábola del Tomás que duda en el jardín cristaliza los múltiples misterios del tacto). El problema es el de la civilidad —una palabra con una gran carga pero cuya fuerza primitiva nos ha dejado en gran parte— para con el sabor interno de las cosas. ¿Qué medios tenemos para integrar ese sabor en el tejido de nuestra propia identidad? Necesitamos una terminología que articule de modo claro la intuición según la cual una experiencia de formas de significado comunicadas exige, fundamentalmente, una cortesía o un tacto del corazón, un tacto de la sensibilidad y del intelecto que están unidos en sus diversas raíces.
Ponemos un mantel nuevo sobre la mesa cuando oímos que nuestro invitado ha llegado al umbral de casa. En las pinturas de Chardin, los poemas de Trakl, ese movimiento en la noche se convierte en doméstico y, a la vez, en sacramental. Encendemos la lámpara de la ventana. Los impulsos implícitos en tales actos son precisamente aquellos en que vienen juntos el deseo y el miedo del otro, los movimientos del sentimiento y el pensamiento que guardan y, a un tiempo, abren hacia el exterior su residencia particular, individual. Tales impulsos son conocidos en la inmediatez. No pueden ser formalizados o «demostrados» —ningún acto de espíritu significante puede serlo—. Pero son de la esencia, es decir, esenciales.
En resumen, estoy intentando definir una noción tan clara como el día y, sin embargo, tan elusiva y vulnerable como cualquiera de las sutilezas de la psicología. Es una rúbrica cortés y, a la vez, tan banal como un apretón de manos. Es de una generalidad que abarca desde los hábitos de limpieza en un extremo —gran parte de la semiótica desconstructiva ensucia traviesamente los objetos de su atención— hasta las gravedades ceremoniales de lo sacramental en el otro. «Cortesía de la mente», «escrúpulo de la percepción» o «buenos modales de la comprensión» son apenas aproximaciones; de todos modos, son demasiado especializadas. La sintaxis rechina ante el «corazón de sentido común». Aquello en lo que debemos concentrarnos, con inflexible claridad, en el texto, la obra de arte o la música ante nosotros es en una ética del sentido común, una cortesía del tipo más resistente y refinado.
Las consecuencias son unos tópicos imperativos. Que deban ser reafirmados da una medida precisa de nuestra situación presente.
Considero un hecho moral y pragmático el que el poema, la pintura y la sonata sean anteriores al acto de recepción, comentario y valoración. Digo «moral y pragmático» simplemente porque carecemos de la palabra necesaria con la que fundir el más corriente sentido común con la cortesía del corazón y del ser. Aunque estoy expresando algo sumamente obvio, es necesario explicar con exactitud la naturaleza, el alcance de la prioridad de la forma creada sobre la recepción de su presencia inteligible por nosotros.
Hay prioridad en el tiempo. El poema viene antes que el comentario. La construcción precede a la desconstrucción. La temporalidad es una categoría metafísica y existencialmente resistente. Ha sido muy relativizada en la visión del mundo de la ciencia moderna. El tiempo puede combarse en contingencia y accidente. Ha habido ejemplos, aunque pocos y sospechosos en su artificio, en los que un cuadro, un texto literario o una composición musical han sido realizados en calculada respuesta a alguna expectativa teórica, crítica o programática. (En un nivel rayano ya en lo absurdo, ciertas narraciones populares han sido elaboradas después de la película o la serie de televisión de las que se supone que han sido extraídas.) Pero, normalmente —y aquí el alcance de «la norma» en ese pálido adverbio es mucho más fuerte de lo que declara el uso erosionado y vicario—, el llegar a ser de la obra de arte es anterior a todas las otras formas de su subsiguiente existencia. Tiene precedencia; tiene derecho de paso.
«Ser y tiempo», afirma el filósofo. Ambos son indisociables. La prioridad en el tiempo comporta una esencialidad en relación con la obra misma y lo que viene después. Fuera de los Mitos de la Creación, no hay Ur-werk, no hay acto primordial, autónomo y autogenerador de la invención o la formulación estética. Aquí la desconstrucción tiene toda la razón. Incluso la más radical originalidad ocurre dentro de un contexto, aunque sea el de un lenguaje ya existente y de los medios y limitaciones neurofisiológicos de la invención y la percepción humanas —hay frecuencias o tonos de la luz y el sonido que escapan a nuestro ámbito biológico—. Y el contexto de lo creativo determina el de la respuesta, el del comentario. Esta determinación tiene la fuerza de la causalidad. El poema, el cuadro, la composición es la raison d'être, la «base y razón de ser» literal de las interpretaciones y los juicios que provoca. En realidad, es el «pre-texto» de todas las «textualidades», «inter-textualidades» (citas, alusiones, reprises) y «contra-textualidades» posteriores y relacionadas, aunque no en un sentido trivializador y desmerecedor. Es su fuente de ser. El movimiento temporal-ontológico desde lo primario a lo secundario va desde la autonomía —dentro de las restricciones de la potencialidad humana— hasta la dependencia. Esto es crucial.
Hemos visto que el comentario, la traducción, la transformación formal o incluso la parodia polémica del texto-fuente puede sobrepasar el original. Su brillo puede venir a sustituirlo o enterrarlo. Hemos visto que el relativismo moderno tiene razón cuando insiste en la fluidez de las líneas que separan la vitalidad de lo primario y de lo secundario. Sin embargo, ni siquiera la verdad altera la profunda diferencia entre el status del ser de las formas independientes y las dependientes. El texto primario (el poema, el cuadro, la obra musical) es un fenómeno de libertad. Puede ser y puede no ser. La respuesta hermenéutico-crítica, la puesta en acto ejecutiva por medio de la interpretación, la visión o la lectura son las cláusulas dependientes de esa libertad. Incluso en el punto más elevado de virtuosismo recreativo o subversivo, su origen es la de la dependencia. Puede que su licencia sea ilimitada —las teorías de juegos y el hacer postestructuralista y desconstructivista lo han demostrado—; pero su libertad es estrictamente secundaria.
El gramatólogo, el crítico, el analista musical, el historiador del arte o el iconógrafo practican sus diversas libertades en respuesta a la obra. Tratan «acerca» del objeto de su consideración. Si una obra seria genera de verdad todas sus lecturas y malas lecturas futuras, estas últimas, por inventivas que sean, no son o, si discriminamos con excepcional cuidado, no son necesariamente, por su propia naturaleza y esencia, en sí mismas generadoras de creación. El comentario alimenta el comentario: no nuevos poemas. No hay comentarista, crítico, teórico estético o ejecutante, por magistral que sea, que, hablando con toda sinceridad, no prefiera ser fuente de enunciado y creación primarios. En las cortes bizantinas existieron eunucos poderosísimos; también ha habido críticos o desconstruccionistas magistrales con la creación. A pesar de todo, la diferencia básica sigue en pie.
He avanzado este postulado sobre la base de esta cortesía de la percepción que es sentido común, que es el tacto de la intuición, por decirlo así, cristalizado. Me he referido a la autoconciencia de la dependencia ontológica y lógica o «secundariedad» en incluso el más anárquico artesano del eco. Pero éste es sólo un paso preliminar. Sin salir del ámbito de los órdenes profanos, de sentido común e inmanentes de la experiencia, de la veracidad y la autoconsciencia, deseo examinar más de cerca la noción de «libertad». En nuestro encuentro con el arte y sus significados, en nuestras respuestas a las ofertas y demandas de inteligibilidad en las formas ficticias y autónomas, dos categorías me parecen decisivamente instrumentales. De nuevo, una parece ser primaria; y otra, subsecuente.
La experimentación de la forma creada es un encuentro entre libertades. La famosa pregunta que está en las raíces de la metafísica es: «¿Por qué no hay nada?». Esta misma pregunta subyace a cualquier comprensión de la poética y el arte. El poema, la sonata o la pintura podrían muy bien no ser. Excepto en la perspectiva trivial y contingente del encargo, la necesidad material o la coerción psíquica, el fenómeno estético, el acto que da forma, es, en todo tiempo y lugar, libre de no llegar a ser. Esta gratuidad absoluta comporta precisamente el desinterés del verdadero arte tal como lo definió Kant. Nada necesita la generación de lo ficticio (Platón lucha con esta anárquica espontaneidad y Aristóteles intenta anclarla en nuestra animalidad mimética). En la inmensa mayoría de los hombres y mujeres adultos, se han consumado por completo los tempranos impulsos hacia la creación de arte. La producción de formas ejecutivas por parte del escultor, el compositor o el poeta es un acto supremamente libre. Es liberalidad en esencia y, en rigor, se trata de una elección en todo punto impredecible de no no-ser.
Tal como lo expresa la sagacidad rudimentaria, no sabemos adonde vamos ni de dónde venimos. Somos inquilinos, no creadores o dueños de nuestras vidas. No obstante, la incierta intimidad de una libertad perdida o de una libertad que tiene que volver a ser ganada (Arcadia a nuestras espaldas, Utopía al frente) aporrea en el lejano umbral de la psique humana. Esta vaga pulsación se halla en el corazón de nuestras mitologías y de nuestra política. Somos criaturas ofendidas y, a la vez, consoladas por las llamadas de una libertad que está justamente fuera de nuestro alcance. Sólo existe un terreno en el que se desarrolla la experiencia de la libertad. Sólo en una esfera de la circunstancia humana, ser es ser en libertad. Se trata del ámbito de nuestro encuentro con la música, el arte y la literatura.
Éste es el caso en el nivel más negativo. Somos completamente libres de no recibir, de no encontrarnos con los modos estéticos auténticos. Del mismo modo que olvida o reprime las pulsiones formativas de la infancia, la inmensa mayoría de la humanidad sólo experimentará muy raras veces las demandas de la literatura y las artes. O quizá responderá a tales demandas a las que se presenten sólo en su apariencia mas efímera y narcótica —«narcótica» en el sentido en que la basura es calculada, rentable, interesada y, por lo tanto, no-libre—. Nada más común en nuestra cotidianidad que el evitar la impercepción hueca del poema o la pintura. El gusto de cualquier clase, junto con el entumecimiento del gusto y el abstenerse de las demandas de calidad, es un derecho universal —y, aquí, «derecho» es la antítesis esencial de «libertad»—. Teniendo libertad de voto, es decir, gozando de la opción de gastar su ocio y sus recursos económicos como desee, la abrumadora pluralidad de la humanidad, como he apuntado antes, preferirá el bingo y el debate televisivo a Esquilo o Giorgione. Éste es el derecho absoluto de los no-libres. Y una de las incapacitantes necesidades de las teorías liberales y democráticas, ligadas como están a la libertad de mercado, es que tengan que salvaguardar e institucionalizar este derecho...


(Fragmentos del Cap.III:
Presencias)

George Steiner

(Traducción: Juan Gabriel López Guix)



George Steiner. Escritor y crítico estadounidense, pionero en el campo de la literatura comparada y especialista en el estudio de la cultura europea. Francis George Steiner nació en París en 1929, de padres judíos austriacos y emigró con su familia a Estados Unidos en 1940, huyendo del régimen nazi. Estudió en la Universidad de la Sorbona, en París, y en las universidades de Chicago, Harvard y Oxford. Trabajó en el periódico The Economist entre 1952 y 1956, y desde 1961 hasta 1969 fue profesor en el Churchill College de Cambridge.
Volvió a Estados Unidos para enseñar en las universidades de Nueva York y de Yale. En 1974 accedió a la cátedra de Lengua Inglesa y Literatura Comparada en la Universidad de Ginebra, y se convirtió en profesor emérito en 1994, año en que también fue nombrado profesor visitante de Literatura Europea Comparada de la Universidad de Oxford. El primer éxito de Steiner fue La muerte de la tragedia (1961), una obra ambiciosa en la que proclamaba la incapacidad de la
literatura para humanizar a los lectores. El lenguaje, una de sus constantes preocupaciones, es el eje sobre el que giran muchas de sus obras posteriores como Lenguaje y silencio (1967), En el castillo de Barbazul (1971) y Presencias reales (1989). Su gran obra humanística, Después de Babel (1975), se centra en los misterios de la traducción y la comunicación. Steiner, que vivió una infancia políglota y que domina varios idiomas, afirma en ella que es la existencia de una gran diversidad lingüística lo que ha permitido al ser humano obtener la libertad para reescribir el mundo en una multiplicidad de libertades. Es autor asimismo de varias obras de ficción, como la novela El traslado de A. H. a San Cristóbal (1981), cuya trama gira en torno a una imaginaria conversación en la selva amazónica brasileña entre un Hitler ya anciano y sus capturadores israelíes. Otras de sus aportaciones son Nostalgia del absoluto (1974), Antígonas: una poética y una filosofía de la lectura (1984), Pasión intacta (1996) y su autobiografía Errata: el examen de una vida (1997). En 2001 publicó Gramáticas de la creación. El mismo año fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. © eMe

Biografía tomada de el poder de la palabra


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