lunes, 14 de julio de 2008

HIJOS MATEANDO EN LA COCINA



XIII Palimpsesto

Eximios en el arte
de cebar cimarrones,
reunidos en la cocina,
los egregios hermanos
tomaban mate.
Y el mate, por el mayor cebado,
iba pasando
en riguroso turno
de su mano a las manos
de los otros hermanos,
y a su mano volvía.
Cumplíase, así, la ronda
o rueda del matear
—mágico círculo—
y ya cumplida,
otra vez reiniciábase.
¡Entrañable hábito,
agradable ritual
que aún en soledad
es compañía!
¡Delicia de los bien
cebados cimarrones,
bien medidos, exactos!
¡Delicia incomparable
cuando la yerba,
con cuidado dispuesta,
y el agua
en su punto calentada,
hacen de cada mate fragante
una ambrosía!
¡Oh cálida infusión,
exquisitez que los hermanos
saboreaban con gusto
sorbiéndola a través
de la bombilla!
¡Excelente, dilecta,
contenida
en la manuable
calabaza!
Ese placer, no obstante,
extrañamente contrastaba
con el tema
de la conversación
que mantenían.
Tema que, recurrente,
circulaba en el ir y venir
de la ronda matera: el tema,
de la maldición del nacimiento.
El suplicio de unos hijos
que, como ellos,
elegido hubieran
no haber nacido.
No venir a este mundo,
antes de haber sido engendrados
por el hombre que ocupaba
el cuarto único,
contiguo.
Encontrados sentimientos
de amor y de odio,
de aprecio y de desprecio
que a él los acercaba y alejaba
susurraban sus bocas
cuchicheantes.
Agravios que iban
enumerando;
que, al parecer,
ese hombre les había
hecho.
Y en un tono
más bajo aún,
tensamente discreto,
entre avergonzados y rencorosos,
el agravio de haberse él convertido
en molesto despojo, en inservible viejo.
Desde un crucifijo
en la pared colgado,
el Hijo de Dios Padre
los miraba.
¿Mirándose, quizás, en ellos
como hijo que era?
¿Conmovido, tal vez,
de sus rostros tan jóvenes
marcados ya
por la angustia, el sufrimiento?
Hijos tan fuerte, fatalmente
ligados a ese padre y, al mismo tiempo,
sintiéndose por ese padre
abandonados.
¿Y no había Él mismo, acaso,
en el Calvario,
con el por qué de su reclamo
dado expresión suprema
a tal conflicto?
¿No había, en suma,
Él dado inicio
al Tiempo del Hijo
y, así, por este cauce
al de los hijos?
¿Y cómo se podría
responder a estos interrogantes
alguna vez,
con alguna certeza?
Responder a algo
que surgió, por lo demás,
como una oscura
interrogadora ocurrencia
de la Musa
en el misterio del poema...
Y que, por ello,
ha de permanecer para siempre
incontestable,
o lo que es igual
contestable de mil maneras,
de mil modos.
Febo, tragado
estaba siendo,
espléndidamente
por el mar...
En derrengado catre
el padre, en tanto,
yacía de espaldas
envuelto en su piyama
deshilachado y sucio,
como en una mortaja.
Y no le fue difícil
intuir primero
y confirmar enseguida, después,
el sentido que intuyera,
en lo que sus hijos
cuchicheaban.
Entonces ese hombre
temiendo, temblando,
como un criminal
que escucha su sentencia
se sintió.
Es que esos
kafkianos hijos,
jueces adversos, inflexibles,
le hacían cargos ciertos
que él no podía
levantar.
Tirado en el jergón
cerró los ojos, apretándolos,
como si con éstos escuchando
hubiera estado,
y no quisiera
escuchar más.
Y en esa clausura violenta,
voluntaria,
de la exterior visión,
(curioso modo de no querer oír),
creció en su adentro
la visión interior de escenas
sucedidas antaño,
en otro tiempo.
El tiempo,
en que aún vivía en él
esa otra ilusión:
la de ser
un padre amado.
Y pudo ver, así,
en el pasado, a esos ahora
expertos cebadores
de estimulantes cimarrones,
cuando eran niños.
Pudo verlos,
corriendo hacia su encuentro
sobre la grama del jardín
de la casa suburbana,
cuando regresaba
de la enfermante urbe,
al fin de la jornada.
Sonrientes, estirando
sus pequeñas manos
hacia él,
ansiosos de tocarlo
como a un dios
que adoraban.
Pudo verlos,
brincar hacia sus brazos;
y pudo verse a sí mismo
hacia su rostro alzándolos,
en mitad de ese salto.
Pudo verlos,
como hacía mucho tiempo
que así no los veía.
Y más y más
los ojos
apretó.
Los veía
como nunca
los había
visto.
Como no los había visto
ni aún en los momentos mismos,
en que tales escenas
transcurrieran.
Y deseó con fervor
que esas imágenes,
volando fueran hasta la cocina
en la que sus hijos
mateando lo juzgaban.
Que volaran hacia allí
como divinos entes impalpables,
y que pudieran infundirles
en sus corazones,
en sus mentes,
la necesaria compasión.
Mientras tanto, la rueda
de los ricos cimarrones,
cebados sabiamente,
había continuado, continuaba.
Pero, ahora, sea por virtud
de la cordial tibieza sostenida
del mate bien cebado,
tibieza que por el cuenco
de la mano
a todo el ser eficazmente
se transmite, confortándolo...
Sea porque aquellas imágenes
habían realizado
el ferviente deseo de ese padre;
o debido al influjo simultáneo
de ambos prodigios,
el tema conversado por sus hijos,
un nuevo giro fue tomando.
Un giro, que en el mágico
giro de la rueda del mate,
al ritmo de ella,
observando sus pausas de silencios,
se había ido inscribiendo.
Un giro más piadoso,
más amplio y comprensivo,
que hacía dar toda la vuelta
-una vez y otra vez-
a los condenatorios argumentos
neutralizando, de esta forma,
la culpa con la culpa.
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Cuando, al cabo,
el padre abrió los ojos,
vio que sus hijos aguardaban
con ánimo benigno
junto al catre,
y un cimarrón soberbio,
recién cebado,
coronado de espumoso copete,
le estaban ofreciendo.
¿Era este un sueño más,
más engañoso,
como lo es, en efecto,
el que vivimos
con los ojos abiertos?
Los rosáceos dedos
de la Aurora
acariciaban la ventana
y, tras ella,
Febo sagrado, el Astro Rey, el Sol,
amaneciendo,
emergiendo del mar,
parecía un mate de oro
que en ese parecer, ardiendo,
relucía.



Leónidas Lamborghini (Argentina, Buenos Aires, 1927-2009)


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