lunes, 15 de diciembre de 2008

CERTIDUMBRE EN LA POESÍA




LA PRIMERA vez que salió a mi encuentro el nombre de la ciudad de Estocolmo, lo último que pensé fue que la visitaría alguna vez, mucho menos que la Academia Sueca y la Fundación Nobel me darían la bienvenida a ella. En aquel entonces en particular, tal cosa se hallaba no sólo fuera de mis expectativas, sino simplemente me resultaba inconcebible. En los años cuarenta, cuando yo era el hijo mayor de una familia en perpetuo crecimiento en el condado rural de Derry, vivíamos apiñados en las tres habitaciones de una granja tradicional de techumbre de paja, como en una suerte de madriguera, lo cual nos resguardaba más o menos, emocional e intelectualmente, del mundo exterior. Era aquélla una existencia íntima, física, criaturil, en la que los sonidos nocturnos del caballo en el establo, tras el muro de nuestra recámara, se mezclaban con los sonidos de las conversaciones de los adultos en la cocina, al otro lado. Absorbíamos todo lo que ocurría, desde luego —la lluvia entre los árboles, los ratones en el techo, un tren de vapor que rugía sobre las vías en el campo de atrás de nuestra casa—, como quien experimenta el letargo de la hibernación. Ahistóricos, presexuales, en suspenso entre lo arcaico y lo moderno, éramos tan susceptibles e impresionables como el agua potable que yacía en una cubeta en el fregadero: cada vez que un tren sacudía la tierra al pasar, la superficie del agua ondeaba en delicados círculos concéntricos, en absoluto silencio.
Pero no sólo la tierra se sacudía: el aire sobre y en torno a nosotros estaba vivo y hacía señas. Cuando un viento se agitaba entre las hayas, también agitaba un cable sujeto a la rama más alta del castaño. Resbalaba hacia dentro, a través de un agujero en la esquina de la ventana de la cocina, directo a las entrañas de nuestro radio, donde un pequeño pandemónium de burbujeos y chillidos de pronto abría el camino a la voz de un locutor de la BBC, que surgía desde lo inesperado como un deus ex machina. También oíamos esa voz desde nuestra recámara, transmitiéndose desde más allá y detrás de las voces de los adultos en la cocina; y con frecuencia, además, lográbamos escuchar, detrás y más allá de cada voz, las frenéticas y penetrantes señales de la clave morse.
Reconocíamos los nombres de los vecinos según los emitían los acentos locales de nuestros padres y, según el resonante timbre inglés del locutor del noticiero, los nombres de los bombarderos y de las ciudades bombardeadas, de los frentes de guerra y de las divisiones de infantería, el número de aviones perdidos y de prisioneros capturados, de las bajas sufridas y los avances recién perpetrados; y siempre, por supuesto, distinguíamos también aquellas otras palabras, solemnes y tonificantes: "el enemigo" y "los aliados". Así y todo, sin embargo, ninguna de las noticias de estas convulsiones mundiales me llenaba de terror. Al tiempo que había algo ominoso en el timbre del locutor, fluía algo aletargado en la comprensión de lo que estaba en juego; y en caso de haber culpabilidad en tal ignorancia política en aquel tiempo y lugar, algo positivo se hacía presente, a su vez, acerca de la seguridad que yo habitaba a consecuencia.
La época de guerra, en otras palabras, representaba una época prerreflexiva para mí. También prealfabética. Y, a su manera, prehistórica. Luego, conforme fueron pasando los años y mi oído se tornó mayormente deliberado, comencé a treparme en el brazo de nuestro enorme sofá para pegar más la oreja a la bocina del radio. De todos modos, las noticias seguían sin interesarme; yo iba tras la emoción del relato, como el de la serie policiaca acerca del superagente británico Dick Barton, o el de la adaptación para radio de uno de los cuentos de aventuras del Capitán W. E. Johns sobre Biggles, el as de la Fuerza Aérea.
Cuando los demás niños fueron creciendo y aumentó el ajetreo en la cocina, me vi forzado a acercarme al aparato mismo del radio para concentrarme en lo que oía, y gracias a aquella proximidad intencional al cuadrante, empecé a familiarizarme con los nombres de estaciones extranjeras: Leipzig, Oslo, Stuttgart, Varsovia y, desde luego, Estocolmo.
También me acostumbré a escuchar los pequeños estallidos de lenguas extranjeras conforme la aguja del cuadrante se deslizaba de la BBC a Radio Éireann, oscilando de las entonaciones de Londres a las de Dublín, y aun cuando no entendía lo que se decía en aquellos primeros encuentros con las guturales y las sibilantes del habla europea, había dado inicio ya a mi travesía por el ancho mundo. Ésta, a su vez, se volvió una travesía por el ancho lenguaje, en la que cada puerto de llegada —fuera a la poesía o a la vida propias— probaba ser un peldaño, más que un destino: semejante travesía me ha traído hasta este sitio de honor. Aunque, bien visto, este estrado resulta más una estación espacial que un peldaño, motivo por el cual, aunque sea por una ocasión en la vida, me voy a dar el lujo de caminar por los aires.

Veo certidumbre en la poesía, pues hace posible esta caminata por los aires. Certidumbre inmediata, reflejada en un verso que escribí hace muy poco para darme ánimos (a mí y a cualquiera que lo escuchara) para "caminar por los aires, a contracorriente de tu buen juicio". Pero creo en ella, en última instancia, porque la poesía es capaz de crear un orden tan fiel al impacto de la realidad exterior y tan sensible a las leyes internas del ser del poeta, como las ondas que se movían para adentro y para afuera en la superficie del agua de aquella cubeta de fregadero, hace cincuenta años. Un orden en cuyo territorio podemos, al fin, sentirnos maduros dentro de aquello que almacenábamos conforme íbamos madurando. Un orden satisfactorio para todo aquello que fuera apetecible para la inteligencia y prensil para los afectos. Creo en la poesía tanto por ser ella misma como por ser un auxilio, por dar curso a una relación fluida y revitalizante entre el centro de la mente y su circunferencia, entre el niño mirando fijamente la palabra "Estocolmo" en la carátula del cuadrante del radio y el hombre que da la cara a las caras que salen a su encuentro en Estocolmo, en este momento de sumo privilegio. Le otorgo certidumbre porque la merece, en nuestros tiempos y en todos los tiempos, por su verdad ante la vida, en todos los sentidos que la frase implica.

Por principio de cuentas, yo quería que esa verdad ante la vida poseyera una realidad concreta, y me regocijaba más que nunca cuando el poema parecía más directo, una representación frontal del mundo al cual reemplazaba, por el cual daba la cara y por el cual respondía. De niño, me fascinaba la oda "Al otoño" de John Keats, por ser un arca de la alianza entre lenguaje y sensación; de adolescente, me fascinaba Gerard Manley Hopkins por la intensidad de sus exclamaciones, que eran, a su vez, ecuaciones de un arrobamiento y un dolor, que yo no sabía a ciencia cierta que conocía hasta que lo leí; me fascinaba Robert Frost por su exactitud de granjero y sus tercos pies en la tierra; y Chaucer también, en buena medida, por las mismas razones. Más tarde hallaría un tipo distinto de exactitud, unos pies en la tierra morales a los que respondí profundamente, y siempre lo haré, en la poesía de guerra de Wilfred Owen, una poesía donde una sensibilidad propia del Nuevo Testamento sufre y absorbe el shock de la barbarie del nuevo siglo. Y luego, más tarde aún, en la pura consecuencia del estilo de Elizabeth Bishop, en la obstinación per se de Robert Lowell y en la confrontación de rostro al desnudo de Patrick Kavanagh, encontré más motivos para creer en la capacidad de la poesía —y su responsabilidad— para decir lo que sucede, para "apiadarse del planeta", para "no ser de la incumbencia de la Poesía".
Esta disposición temperamental por un arte serio y devoto respecto de las cosas tal cual son quedó corroborada por la experiencia de haber nacido y crecido en Irlanda del Norte, y por haber vivido con ese lugar, si bien me he alejado de él los últimos veinticinco años. Ningún lugar en el mundo se enorgullece más de sus desvelos y su realismo, o se considera más calificado para censurar cualquier brote de retórica o aspiraciones extravagantes. Así pues, en parte como resultado de haber interiorizado estas actitudes al haber crecido con ellas, y en parte como resultado de la coraza con la que me protegí de ellas, por años me la pasé evitando y resistiendo a medias la opulencia y vastedad de poetas tan distintos como Wallace Stevens y Rainer Maria Rilke; dando insuficiente crédito a la cristalina introspección de Emily Dickinson, a sus entreverados relampagueos y fisuras asociativas; y perdiéndome de la extrañeza visionaria de Eliot. Esta especie de tacañería en la actitud se vio reforzada por una negativa a otorgarle al poeta una licencia aparte de la de cualquier otro ciudadano: se adquiría más arraigo si había que conducirse como poeta en un estado de continua violencia política y expectación pública. Expectación pública, admitámoslo, no respecto de la poesía como tal, sino de las distintas posturas políticas susceptibles de aprobación por grupos que se desaprueban mutuamente. En tales circunstancias, la mente anhela reposar en eso que Samuel Johnson una vez llamó, con una confianza sublime, "la estabilidad de la verdad", aun cuando ésta reconoce la naturaleza desestabilizadora de su propio funcionamiento e indagaciones.
Sin necesidad de ser teóricamente instruida, la conciencia rápidamente cae en la cuenta de su papel de arena para diversos discursos en contienda. El niño en su recámara, que escuchaba simultáneamente las expresiones domésticas de una casa irlandesa y la lengua oficial del locutor británico, mientras pescaba detrás de ambos señales de socorro de algún otro tipo, ese niño ya recibía la educación para las complejidades de sus predicamentos de adulto, un futuro en el que tendría que ejercer su capacidad de juicio entre diversas advertencias éticas, estéticas, morales, políticas, métricas, escépticas, culturales, temáticas, típicas, poscolonialistas y, tomadas en su conjunto, francamente imposibles. Así llegué a vivir, a mediados de los años setenta, en otra pequeña casa, esta vez en el Condado de Wicklow, al sur de Dublín, provisto de una joven familia propia y un radio un poco menos impositivo, escuchando la lluvia entre los árboles y las noticias de las explosiones muy cerca de casa —no sólo las ocasionadas por el ERI en Belfast, sino las atribuidas a los paramilitares monarquistas del norte en Dublín, e igualmente atroces. Qué insignificante me sentí, en cuanto a mis predicamentos, cuando comencé a leer acerca de la lógica trágica del destino de Osip Mandelstam en los años treinta, cuan desafiado y, al mismo tiempo, cuan fijo en mi estatus no combatiente, cuando escuché, por ejemplo, que un amigo de la escuela, de carácter particularmente dulce, había sido encarcelado, sin juicio previo, por resultar sospechoso de haber tenido que ver en un crimen político. Lo que yo anhelaba no era precisamente estabilidad, sino una escapatoria activa de las arenas movedizas del relativismo, una manera de otorgar certidumbre a la poesía sin ansiedad o disculpas. En un poema titulado "A merced", escribí entonces:

¡Si pudiera viajar en un meteorito!
En cambio, camino entre las hojas húmedas,
Vainas, agotadas sorpresas del otoño,

Imaginando a un héroe
En un lodazal cualquiera,
Su don como una piedra de honda
Lanzada por los desesperados.

¿Cómo he llegado a esto?
Con frecuencia pienso en el consejo
Bello y prismático de mis amigos
Y el cerebro de yunque de quienes me odian

Mientras peso y sopeso
Esta tristia responsable.

¿Por qué? ¿Por el oído? ¿Por la gente?
¿Por lo que se dice a las espaldas?

La lluvia cae desde los alisos,
Sus bajas voces conductoras
Murmuran reducciones
Y erosión, y cada gota nos recuerda

Los absolutos diamantinos.
No soy interno ni informante;
Un emigrado interior, el pelo largo
Y profundo el pensamiento, fugitivo

Que escapó a la masacre,
En pos de la colorida protección
De tronco y corteza, que siente
Cada viento que sopla,

Quien, atizando estas brasas
Por un calor exiguo, se ha perdido
Del portento de una vez en la vida,
La rosa palpitante del cometa.


De Norte (1975)


En uno de los poemas más conocidos para los estudiantes de mi generación, un poema que abrevó, digamos, en el movimiento simbolista, poniéndolo al alcance en forma de cápsula, el poeta norteamericano Archibald MacLeish afirma que

La poesía debe ser igual a:
no es verdad.

Como una afirmación desafiante del don de la poesía para decir la verdad, pero decirla de soslayo, esto resulta tanto convincente como correctivo. Sin embargo, hay momentos en que entra una necesidad más profunda, cuando queremos que el poema no sólo sea placenteramente certero, sino apremiantemente sabio, no sólo una sorprendente variación de la música del mundo, sino una nueva afinación del mundo mismo. Queremos que la sorpresa sea transitiva, como el impaciente golpe que, de repente, restaura la imagen en la televisión, o el shock eléctrico que hace al arrítmico corazón volver a su ritmo adecuado. Queremos lo mismo que aquella mujer que hacía cola en la prisión de Leningrado, morada de frío y susurrando de miedo, víctima del terror del régimen de Stalin, que le preguntó a la poeta Ana Ajmátova si ella podría describir todo aquello, si su arte podría igualarlo. Tal era también mi deseo, en aquellas circunstancias, muchísimo más resguardadas, en el Condado de Wicklow, cuando escribí los versos que acabo de citar: la necesidad de una poesía digna de la definición que di hace unos instantes, que encarnara un orden "fiel al impacto de la realidad externa y ... sensible a las leyes interiores del ser del poeta".
La realidad exterior y la dinámica interior de los sucesos en Irlanda del Norte, entre 1968 y 1974, eran sintomáticas del cambio, un cambio reconocidamente violento, pero cambio al fin, y para la minoría que vivía ahí, el cambio venía ya con mucho retraso. Debía haberse presentado antes, como resultado del fermento de protesta en las calles, a fines de los años sesenta; pero eso no ocurrió, y el cascarón de los huevos del peligro que siempre se incubaban se rompió con mucha rapidez. Mientras el moralista cristiano sentía el apremio de deplorar la atroz naturaleza de la campaña de bombardeos y asesinatos del ERI, y el "irlandés a secas" se sentía consternado por la crueldad del ejército británico en sucesos como el del "Domingo Sangriento" en Derry, en 1972, el ciudadano minoritario, aquel que había crecido consciente de que su grupo padecía desconfianza y discriminación oficial y no oficial de todo tipo, igualaba su voz a la de la verdad poética de la situación, al reconocer que, si la vida en Irlanda del Norte quería una oportunidad para florecer, ésta habría de venir aparejada al cambio. Mas la percepción de tal ciudadano era también verdadera, al reconocer que la brutalidad misma de los medios con los que el ERI buscaba el cambio destruía la confianza que habría de servir de base a las nuevas posibilidades.
No obstante, hasta antes de que el gobierno británico se diera por vencido ante las tácticas de mano dura de los trabajadores monarquistas del Ulster, tras la Conferencia de Sunningdale en 1974, una mente con buena disposición aún podía abrigar esperanzas de hallarle un sentido a las circunstancias, ver el equilibrio entre lo prometedor y lo destructivo, y hacer lo que W. B. Yeats se había propuesto medio siglo antes, es decir,

dar cabida en un sólo pensamiento a la realidad
y a la justicia.

Después de 1974, sin embargo, durante los veinte largos años entre esa fecha y el cese al fuego de agosto de 1994, tal esperanza probó ser imposible. La violencia de abajo no produjo otra cosa que una violencia vengativa desde arriba, el sueño de justicia pasó a formar parte del endurecimiento de la realidad, y la gente se resignó a un cuarto de siglo de desperdicio vital y espiritual, de petrificación en las actitudes y estrechez en las posibilidades que constituyeron el resultado natural de la solidaridad política, el sufrimiento traumático y la pura autoprotección emocional.
Uno de los momentos más desgarradores de toda la historia del desgarramiento del corazón de Irlanda del Norte se produjo cuando unos hombres armados y enmascarados asaltaron un camión lleno de trabajadores, que iban a casa una tarde de enero en 1976, ordenándoles, pistola en mano, que se pararan en fila a un lado del camino. Luego, uno de los verdugos enmascarados les dijo: "Si hay algún católico entre ustedes, dé un paso al frente". Y he aquí que, en este grupo en particular, excepción hecha de una persona, todos eran protestantes; así que se debió suponer que los enmascarados eran paramiltares protestantes a punto de cobrarse un "ojo por ojo" con el asesinato sectario de este católico que, al separarse del grupo, habría dado a entender su simpatía por el ERI y su modus operandi. Con todo lo terrible que este momento fue para él, atrapado entre el pavor y el testimonio, se dispuso a dar el paso al frente. Entonces, según cuentan, en esa fracción de segundo decisivo, y bajo el relativo manto protector de la oscuridad de aquella tarde de invierno, sintió que el obrero protestante de al lado lo tomaba de la mano apretándosela, como diciéndole no, no te muevas, no te vamos a traicionar, a nadie le importa tu fe o a qué partido perteneces. Todo fue en vano, sin embargo, pues el hombre dio el paso al frente; y, en vez de toparse con una pistola en la sien, sintió que lo arrojaban a un lado mientras abrían fuego sobre todos los que se habían quedado detrás, pues no se trataba de terroristas protestantes, sino de miembros, todo indicaba, del ERI.
En ocasiones es difícil no pensar que la historia resulta tan instructiva como un desolladero; que Tácito tenía razón, y que la paz es meramente la desolación que dejan tras de sí las operaciones decisivas de un poder despiadado. Recuerdo, por ejemplo, el espanto que sentí al sorprenderme pensando algo acerca de aquel amigo que fue encarcelado, en los años setenta, por sospecha de haber tenido que ver en un crimen político. Me asustó considerar que, aun cuando hubiera sido culpable, acaso podría estar ayudando al nacimiento del futuro, a destruir las formas represivas y a liberar un nuevo potencial de la única manera posible, es decir, de manera violenta —que, por extensión, significaba la manera correcta—. Fue como un momento a merced del frío interestelar, un recordatorio del pavor, tanto interior como exterior, en cuyo ámbito los seres humanos conciben y conducen sus vidas. Pero fue sólo un instante. El nacimiento del futuro que deseamos se encuentra, con toda seguridad, en el erizamiento que aquel aterrado católico sintió junto al camino, cuando otra mano tomaba la suya, no en los disparos que siguieron, todo tan absoluto y tan desolado, parte, asimismo, de la música de lo que pasa.
Como escritores y lectores, como pecadores y ciudadanos, nuestro realismo y nuestro sentido estético nos tornan cautelosos para dar crédito a la nota positiva. Los disparos mismos nos apuntalan, y la atrocidad le confiere un valor al esfuerzo que convoca en su contra. Con justa razón, las torsiones interiores de la poesía de Paul Celan nos infunden pavor reverente, así como justamente nos enamoramos de la voz sorpresiva de Samuel Beckett, pues éstas son evidencia de que el arte puede hacer honor a la ocasión y, de alguna manera, ser el corolario del penoso destino de Celan, como sobreviviente del holocausto, y del modesto heroísmo de Beckett, como miembro de la resistencia francesa. Asimismo, con razón abrigamos sospechas de aquello que ofrece demasiado consuelo en estas circunstancias, ya que el extremo mismo de nuestro conocimiento de fin del siglo veinte somete a gran parte de nuestra herencia cultural a una prueba extrema: sólo los insensatos o los desposeídos pueden cerrar los oídos al hecho de que los documentos de la civilización se han escrito con lágrimas y sangre, sangre y lágrimas, que no por ser remotas son menos reales. Y cuando esta predisposición intelectual coexiste con las realidades del Ulster, de Israel, de Bosnia, de Ruanda y de toda una legión de puntos llagados sobre la faz de la tierra, la inclinación es no sólo a no dar crédito a la naturaleza humana rebosante de potencial constructivo, sino a no hacerlo tampoco con lo positivo en la obra de arte.
Por ese motivo me pasé tantos años encorvado sobre el escritorio, como un monje sobre su prie-dieu, en un acto de contemplación que sirviera de pivote a la comprensión, en un intento por tolerar la porción personal del peso del mundo, sabiéndose incapaz de virtudes heroicas o efectos redentores y, antes bien, constreñido por su obediencia a la regla que implica repetir el esfuerzo y conservar la postura. Atizando las brasas por un exiguo calor. Olvidando su fe, procurando llevar a cabo buenas obras. Concentrando insuficientemente su atención en los absolutos diamantinos, entre los que debería contarse la suficiencia de lo absolutamente imaginado. Entonces, final y felizmente, y no en obediencia a las dolorosas circunstancias de mi lugar natal, sino a pesar suyo, me enderecé. Comencé hace algunos años a otorgar un sitio, dentro de mis consideraciones e imaginaciones, a lo maravilloso lo mismo que a lo criminal. Y una vez más, intentaré a continuación ofrecer una representación del sentido de esa orientación transformada, con una historia proveniente de Irlanda.
Ésta es una historia sobre otro monje que hacía por mantenerse, con valor, en la postura de la resistencia. Se dice que, una vez, San Kevin oraba de rodillas, con los brazos en cruz en Glendalough, un sitio monástico bastante cercano a donde nosotros vivíamos en el Condado de Wicklow, que incluso hoy día es uno de los retiros boscosos más plenos de agua de todo el país. En fin, mientras Kevin oraba de rodillas, un mirlo confundió uno de sus brazos estirados, que salía por la ventana, con una percha en la cual decidió posarse, poner ahí sus huevecillos y anidar sobre ellos como si se tratara de la rama de un árbol cualquiera. Entonces, dominado por la piedad y constreñido por su fe en el amor por la vida de todas las criaturas, grandes o pequeñas, Kevin permaneció inmóvil por horas y días y noches y semanas enteras, con la mano extendida, hasta que los cascarones se rompieron y los pajaritos agitaron sus alas: Kevin, fiel a la vida, si bien subversivo ante el sentido común, en la intersección del proceso natural y el ideal avizorado, a un tiempo hito y recordatorio. Clara manifestación de ese orden de la poesía en cuyo territorio podemos, al fin, sentirnos maduros dentro de aquello que almacenábamos conforme íbamos madurando.
La historia de San Kevin es, como he dicho, una historia proveniente de Irlanda. Pero se me ocurre que podría igualmente provenir de la India, de África, del Ártico o de las Américas. Con lo cual no quiero nada más circunscribirla a la tipología de los cuentos populares, o disputar su valor al cuestionar su arraigo en la cultura, dentro de un contexto multicultural. Antes al contrario, su confiabilidad y su don de ubicuidad tienen que ver con la escenificación local. Desde luego que me puedo imaginar que se la deconstruya hoy día, hasta convertirla en paradigma del colonialismo, con Kevin en el papel del imperialista benévolo (o en el papel de misionero, como consecuencia de la presencia imperialista), aquel que interviene y se apropia de la vida indígena e interfiere en su prístina ecología. Y he de admitir que resulta irónico que haya sido un personaje tal quien registrara y preservara este ejemplo de la verdadera belleza de la herencia irlandesa: la historia de Kevin, después de todo, aparece en los escritos de Giraldus Cambrensis, uno de los invasores de Irlanda en el siglo XII, personaje descrito quinientos años después por el exégeta de la lengua irlandesa, Geoffrey Keating, como "el toro de la manada de quienes escribieron la historia apócrifa de Irlanda". Pero aún así, no logro persuadirme de que esta manifestación, de principios de la civilización cristiana, pudiera guiarse tan precariamente a una explicación de los hechos de barbarie y explotación de nuestra historia, pasada y presente. Concebir las cosas de esta manera me remite a otro ejemplo, un trabajo que vi, hace apenas unas semanas, en un pequeño museo en Esparta, la mañana anterior al anuncio del Premio Nobel de Literatura correspondiente a este año.
Se trataba de una obra de arte emergida de un culto muy distinto al de la fe abrazada por San Kevin. Sin embargo, la imagen representaba a un pájaro en su percha, a una bestia embelesada y a un hombre arrobado, salvo que, en esta ocasión, el hombre era Orfeo, y el arrobamiento procedía de la música y no de la oración. La obra misma, una pequeña talla en relieve que me obligó a hacer un bosquejo; también me sentí obligado a copiar la información impresa en la tarjeta que acompañaba e identificaba la pieza. La imagen me conmovió por su antigüedad y su durabilidad, pero la descripción en la tarjeta me emocionó porque daba nombre y credibilidad a aquello con lo cual veo que me he comprometido a lo largo de las últimas tres décadas. "Tabla votiva", decía la tarjeta de identificación, "posiblemente dedicada a Orfeo por un poeta local. Obra local perteneciente al periodo helenístico".

Una vez más, espero no estar haciendo un despliegue sentimental o simplemente fetichista —como se dice hoy día— de lo local. En cambio, pretendo sugerir que las imágenes e historias del tipo que he invocado no funcionan como portadoras de valor. El siglo ha sido testigo de la derrota del nazismo, gracias a la fuerza de las armas; pero la erosión de los regímenes soviéticos fue provocada, entre otras cosas, por la mera persistencia, encubierta por la impuesta conformidad ideológica, de unos valores culturales y una resistencia psíquica del tipo que estas historias e imágenes veneran. Pese a haber aprendido a sentir una justa y profunda suspicacia ante la elevación, a un estatus normativo y exclusivista, de las formas culturales y conservadurismos de cualquier nación; pese a tener pruebas aterradoras de que el orgullo por la herencia étnica y religiosa puede degenerar rápidamente en lo fascista, nuestra vigilancia de estas cuestiones no debe dislocar nuestro amor y confianza en la bondad de lo indígena per se. Al contrario, una confianza en el poder de permanencia y en el don de ubicuidad de tales bondades debe animarnos a abrigar la certidumbre en la posibilidad de un mundo, donde el respeto por la validez de toda tradición resultará en la creación y mantenimiento de un espacio político sano. A pesar de las masacres devastadoras y repetidas, de los asesinatos y las extirpaciones, los inmensos actos de fe que han marcado las nuevas relaciones entre palestinos e israelíes, entre africanos y afrikaners, y la manera en la cual han caído los muros en Europa y se han abierto las cortinas de hierro, todo esto inspira una esperanza en las nuevas posibilidades que pueden aún abrirse paso en Irlanda también. La clave de ese problema se halla en la división, en curso, de la isla en jurisdicciones británica e irlandesa, y en la partición, igualmente persistente, de los afectos, en Irlanda del Norte, entre las herencias británica e irlandesa; pero ciertamente, todo habitante del país debe abrigar la esperanza de que los encargados de su gobierno puedan crear instituciones que permitan a la partición hacerse algo un poco más parecido a una red en una cancha de tenis, una demarcación que permita un ágil toma y daca, un encuentro y una contienda, capaces de prefigurar un futuro en el cual la vitalidad que fluía en un principio de aquellas tonificantes palabras, "el enemigo" y "los aliados", pueda finalmente derivar de un vocabulario menos binario y que, en general, implique menos ataduras.
Cuando el poeta W. B. Yeats se presentó en este podio hace más de setenta años, Irlanda emergía de las congojas de la guerra civil que le había pisado los talones a una guerra de independencia en contra de los ingleses. La lucha que sobrevino fue bastante breve; terminó en mayo de 1923, unos siete meses antes de que Yeats navegara con rumbo a Estocolmo, pero fue sanguinaria, bestial e íntima, y por muchas generaciones, habría de dictar los términos de la política entre los veintiséis condados independientes de Irlanda, esa parte de la isla conocida, primero, como el Estado Libre de Irlanda y, posteriormente, como la República de Irlanda.
Yeats apenas aludió a la guerra civil o a la guerra de independencia en su discurso de aceptación del Nobel. Nadie mejor que él entendía el nexo entre la construcción o destrucción de un orden político y la fundación o la zozobra de la vida cultural; en esta ocasión prefirió, en cambio, hablar del Movimiento Dramático Irlandés. Su relato giró en torno al propósito creativo de aquel movimiento y de su histórica buena fortuna, al tener no sólo a Yeats mismo como promotor, sino también a sus amigos John Millington Synge y Lady Augusta Gregory. Él vino a Suecia a decirle al mundo que el trabajo local de poetas y dramaturgos había sido tan importante para la transformación de su época y lugar natal, como las emboscadas de los ejércitos guerrilleros; y sus alardes en aquella prosa elevada eran esencialmente los mismos que emplearía en verso, más de una década después, en su poema "La Galería Municipal revisitada". Allí, Yeats se presenta entre los retratos y pinturas heroico-narrativas que celebran los acontecimientos y personalidades de la historia reciente, y de pronto se da cuenta de que algo verdaderamente trascendental ha ocurrido:

Ésta no es, digo yo,
La Irlanda muerta de mi juventud, sino una Irlanda
Imaginada por poetas, terrible y jubilosa.

Y el poema conlcuye con dos de los versos más citados de toda su obra:

Al pensar donde comienza y termina la gloria del hombre,
Diré que haber tenido amigos tales fue mi propia gloria.

Y sin embargo, por más efusivos y conmovedores que resulten estos versos, son una instancia de la poesía floreciendo en sí misma, más que una comprobación de su ser; son el remanso de honor del poeta y, aunque sea en este único aspecto, se asemejan a lo que yo estoy haciendo en esta conferencia. De hecho, he de citar aquí, por interés propio, unas cuantas palabras más de ese poema: "Cuando me juzguen, no juzguen sólo / Este libro o aquél". En cambio, les pido que hagan lo que Yeats pidió a su auditorio, y piensen en los logros de los poetas, dramaturgos y novelistas irlandeses de los últimos cuarenta años, entre los que me enorgullece contar a grandes amigos. En cuestiones literarias, Ezra Pound aconsejaba no aceptar la opinión de aquellos "que no han producido obras notables", y he tenido el privilegio de seguir su consejo, ya que es la buena opinión de tan notables creadores —y no sólo en mi propio país— la que ha fortalecido mis empeños desde que comencé a escribir en Belfast, hace más de treinta años.
Yeats, no obstante, de ninguna manera era todo florecimiento. En el haber y certidumbre de la poesía en nuestro siglo, se deben contar, bajo cualquier criterio, sus dos grandes series de poemas titulados "Mil novecientos diecinueve" y "Meditaciones en tiempos de guerra civil" siendo este último el que incluye los famosos versos líricos acerca del nido del pájaro en su ventana, donde un estornino se puso a trabajar en una grieta del viejo muro. El poeta vivía entonces en una torre normanda que había formado parte de la historia militar del país en épocas anteriores, y cuando sus pensamientos se orientaron hacia la ironía de las civilizaciones que se consolidaban gracias a conquistadores violentos y poderosos, que terminaron asignando comisiones a artistas y arquitectos, comenzó a asociar a la pájara madre alimentando a sus polluelos con la imagen de la abeja, imagen profundamente alojada en la tradición poética y siempre sugerente del ideal de una industriosa, armoniosa y nutritiva comunidad:


Las abejas construyen en las grietas
De la manipostería floja, y allí
El ave madre trae comida y vuela.
Mi muro se derrumba; abejas de la miel,
Venid a construir en la casa vacía del estornino.

Estamos encerrados, y bajo llave
Nuestra incertidumbre; en algún sitio
Matan a un hombre, incendian una casa,
Y ningún hecho claro se discierne:
Venid a construir en la casa vacía del estornino.

Una barricada de piedra o madera;
Unos catorce días de guerra civil;
Anoche llevaban camino abajo el cuerpo
De aquel joven soldado en su sangre:
Venid a construir en la casa vacía del estornino.

Alimentamos el corazón de fantasías
Y se ha vuelto brutal por la dieta;
Más sustancia en nuestras enemistades
Que en nuestro amor; oh, abejas de la miel,
Venid a construir en la casa vacía del estornino.*


He escuchado a gente en Irlanda repetir este poema hasta la saciedad, todo o en partes, durante los últimos veinticinco años, y con razón, pues muestra tanta ternura mental por la vida misma como San Kevin, y tanta reciedumbre mental respecto de lo que pasa en y a la vida como Homero. Sabe que la masacre ocurrirá de nuevo a un lado del camino, que los obreros del camión van a tener que alinearse y morir justamente después de la hora de salida; pero también le otorga certidumbre como realidad al apretón de la mano, a la existencia de la compasión y el instinto protector entre los seres vivos. Satisface las necesidades contradictorias que experimenta la conciencia en épocas de crisis extrema; la necesidad, por un lado, de un decir la verdad que sea duro y retributivo, y por otro, la necesidad de no endurecer la mente al grado que niegue sus propios anhelos de dulzura y confianza. Es una prueba de que la poesía puede ser igual a y también verdad al mismo tiempo, un ejemplo de esa poesía completamente adecuada que la mujer rusa buscaba de Ana Ajmátova, y que William Wordsworth produjo en un momento de consternación personal y crisis histórica correspondiente, hace casi doscientos años.

Cuando el bardo Demodoco canta la caída de Troya y la matanza que la acompañó, Odiseo llora y Homero dice que sus lágrimas eran como las de una esposa en el campo de batalla, llorando la muerte del esposo caído. Su símil épico continúa:

Como llora la esposa estrechando en el suelo al esposo
que en la lucha cayó ante los muros a la vista del pueblo
por salvar de ruina a su patria y sus hijos; lo mira
que se agita perdiendo el respiro con bascas de muerte
y abrazada a él grita y gime; la hueste contraria
le golpea por detrás con las lanzas los hombros y, al cabo,
se la lleva cautiva a vivir en miseria y en pena
con el rostro marchito de tanto dolor; así Odiseo
de sus ojos dejaba caer un misérrimo llanto.


Aun hoy, tres mil años después, conforme nos deslizamos entre las olas de tantas tomas en vivo de salvajismo contemporáneo, altamente informados y, no obstante, en peligro de volvernos inmunes, familiarizados a un punto tal, diríase excesivo, con antiguos noticiarios acerca de los campos de concentración y los gulags, la imagen de Homero aún nos puede hacer entrar en razón. La dureza de las lanzas en la espalda y los hombros de aquella mujer sobrevive al tiempo y a la traducción. La imagen posee esa suficiencia documental que responde a todo lo que sabemos acerca de lo intolerable.
Pero hay otro tipo de suficiencia, específico de la poesía lírica. Éste tiene que ver con "el templo dentro de nuestro oído" que el pasaje del poema anima. Es una suficiencia derivada de lo que Mandelstam llamó "la inmutabilidad del habla articulada", de la resolución e independencia que patrocina el poema llevado enteramente a cabo. Tiene tanto que ver con la energía liberada por la fisión y fusión lingüísticas, con la opulencia generada por la cadencia y el tono y la rima y la estrofa, como con las preocupaciones del poema o la conflabilidad del poeta. De hecho, en la poesía lírica, la confiabilidad se torna reconocible como un anillo de verdad dentro del medio mismo. Y es la implacable búsqueda de esta nota, una nota afinada a su máximo extremo en Emily Dickinson y Paul Celan, y orquestada a su máxima opulencia en John Keats, lo que mantiene al oído del poeta en perpetuo esfuerzo por escuchar a la voz totalmente persuasiva tras la multitud de voces informantes.
Lo cual es una manera de decir que nunca he logrado bajarme bien del brazo de aquel sofá. Acaso haya logrado poner mayor atención a las noticias y ver con mayor vitalidad la historia mundial y la tristeza que hay detrás. Pero aquello que me esfuerzo por captar en la voz del locutor no es exactamente aún la historia de lo que está ocurriendo; es mucho más reflexivo, porque como poeta, de hecho, me estoy esforzando por un esfuerzo, en el sentido de que éste resultara en el reposo de la estabilidad conferida por un orden de sonidos musicalmente satisfactorio. Como si la onda, en su mayor amplitud, deseara quedar verificada en un cambio de sí misma, poder circular hacia dentro y hacia fuera a través de su punto de origen.
También me esfuerzo por llegar a esto en la poesía que leo. Y lo encuentro, por ejemplo, en la repetición del estribillo de Yeats que dice "Venid a construir en la casa vacía del estornino", con su tono de súplica, sus pivotes de fuerza en las palabras "construir" y "casa", y su reconocimiento de la disolución en la palabra "vacía". Lo encuentro también en el triángulo de fuerzas en equilibrio de la triple rima, en inglés, de "fantasías" y "enemistades" y "abejas", y en el mero estar en su lugar del poema todo, como una forma viva dentro del lenguaje. La forma poética es tanto el barco como el ancla. A un tiempo, flotabilidad y estabilidad, algo que permite la gratificación simultánea de lo centrífugo y lo centrípeto en mente y cuerpo. Tal es el medio por el cual la obra de Yeats hace lo que la poesía necesaria hace, es decir, tocar la base de nuestra naturaleza compasiva, conforme ésta se va nutriendo de la realidad incompasiva del mundo al que constantemente queda expuesta. La forma del poema, en otras palabras, resulta crucial para el poder que tiene la poesía de realizar eso que le da y siempre le dará certidumbre como tal: el poder de persuadir a esa parte vulnerable de nuestra conciencia de su bondad, a pesar de la evidencia de maldad a todo su alrededor; el poder de recordarnos que somos cazadores y recolectores de valores, que nuestras mismas soledades y congojas son dignas de certidumbre, en tanto que son, también, una prenda de nuestro verdadero ser humano.



* Trad. de Juan Tovar, ERA, México, 1977.

Discurso de aceptación del Premio Nobel
de Literatura 1995


Seamus Heaney (Irlanda;  Castledown, 1939, Blackrock Clinic, Dublín, 2013)
(Traducción de Pura López Colomé)






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