CESARE PAVESE
por Daniel Freidemberg
El que habla es joven. Vive en Turín pero ahora está subiendo la cuesta de una colina al atardecer, acompañando al primo gigantesco y trajeado de blanco que retornó a la aldea natal luego de veinte años de navegar por el mundo. A medida que suben crece el rumor del viento, hay perfume de tierra y, a lo lejos, luces de granjas y de automóviles. Se habla poco y se piensa mucho: en pesados arpones volando sobre la espuma sangrienta bajo el sol, en el estremecimiento que provoca caminar por la ciudad de noche, en un fallido negocio con motores y, sobre todo, en la tierra de la infancia, su oscura persistencia, su capacidad de ser descubierta perpetuamente. Para volver — se sugiere- es necesarío haberse ido, y ahí quizás esté la clave de cualquier conocimiento que un hombre puede tener de sí mismo. De todo esto trata "Los mares del sur", un poema con el que se abre Trabajar Cansa, el primer libro de Cesare Pavese. Está hecho, el poema, de detalles, de rápidos y precisos apuntes entremezclados como con negligencia: lo que tiene de poético reside en el movimiento espiritual que pone en juego, no en el tono ni en el lenguaje, fácilmente identificables con los de algunas apacibles narraciones costumbristas.
Cierta temprana experiencia con textos paródicos acostumbró a Pavese a considerar toda especie de lengua literaria como un cuerpo cristalizado y muerto, en el cual solamente a golpes de trasposiciones y de injertos del uso hablado, técnico y dialectal, se puede nuevamente hacer correr la sangre y vivir la vida. Era necesaria una escritura poética acorde con las exigencias éticas, y naturalmente, también prácticas, del ambiente en que se vive: la sórdida Italia de los años treinta, en ese caso. En su guerra personal contra la solemne vacuidad de la cultura mussoliniana, aquel piamontés tozudo y sensible se propuso inventar una poética. Con "Los mares del Sud" lo logró: en ese tranquilo y claro relato obtuvo la expresión esencial de hechos esenciales que buscaba, libre de abstracciones introspectivas y de sofisticadas imágenes retóricas. Había aparecido la poesía-narración y, con ella, Trabajar cansa, el libro que daba una nueva y vigorosa dirección a la poesía italiana de este siglo.
Lo concreto, lo real, lo nimio, lo que se suponía poco interesante o vulgar, pasa al centro de la escena. Todo puede ser dicho si el lenguaje acepta asumir con absoluta honestidad el desafío, que es ciertamente que es ciertamente político-cultural pero que también, para Pavese, respondía a una necesidad más apremiante: la de conocer la naturaleza más profunda del hecho poético.
Una misión cumplida
Los relatos y las celebradas novelas que escribió después son la continuidad natural, virtualmente inevitable, del libro de poemas. Fueron, y el propio Pavese lo entendió así, otra manera de ejercer la poesía. Parece poco más que anecdótico, visto desde ese ángulo, que el famoso "neorrealismo italiano" haya provenido, en gran parte, de estos textos y que la izquierda intelectual haya encontrado motivos firmes para promover una obra atenta, por fin, a la arisca vida otidiana de la gente de pueblo, ya sin caer en los ademanes ejemplarizadores o compungidos de la vieja "literatura social", sino descubriendo en ese mundo, precisamente, una inusitada fuerza vital, un esplendor tan rudo —y a menudo amargo— como tangible, digno de reconocerse. La saspecha, tal vez, de que si tales personajes y ambientes podían ser tan aptos como sujetos de la literatura, también podrían serlo de la historia. También Pavese reconoció esa función "social" dada por añadidura, y trató de resaltarla —con paciencia didáctica, inteligencia y deseo de comprender al otro— en los artículos que escribió para la prensa comunista. Pero no se engañaba en cuanto a lo sustancial de su tarea: Mi parte pública la cumplí —escribió en su diario pocos días antes de suicidarse-, hice todo lo que podía hacer. Trabajé, di poesía a los hombres, compartí las penas de muchos.
En la edición argentina de Trabajar cansa, publicada por una editorial de izquierda, el prologuista arremetía en 1961 contra quienes "pretenden fijarlo (a Pavese) en puntos cardinales rígidos". Contra quienes lo catalogaban como "Rimbaud de nuestro siglo" o "poeta fracasado", "único escritor moderno" o "intelectual retrógrado", aquel prólogo rescataba su rigurosa concepción del trabajo del escritor, su valorización de la sedimentación cultural, su apego al estudio minucioso de los fenómenos del lenguaje popular y de la palabra literaria, la fidelidad a sus propias emociones, el saber 'jugarse entero' en cada cosa que se escribe", pero no sin advertir la inconveniencia de la "actitud psicológica" del autor y la nececidad de "despojarla (a su obra) de mil elementos irracionales". Como si dijera "leamos y admiremos a Pavese, pero sin hacerle mucho caso". Si, como puede suponerse, el prologuista admiraba de veras al escritor y a su literatura, deberán atribuirse entonces los reparos a un clisé ideológico que, hasta no hace mucho, abominaba de lo irracional por temor a que, en caso de reconocerlo, "las oscuras fuerzas de la reación" harían presa del incauto. Lo oscuro, justamente, lo selvático y lo sagrado, lo mítico y lo que está fuera del tiempo, constituye la pasión de Pavese, el sesgo de luz para orientarse en su pregunta por la poesía, y uando propugnaba reducir a claridad los mitos, no se refería a aniquilarlos sino a sintonizar el trabajo artístico con esa perpetua fuente de energía.
La mirada creadora
Estamos convencidos de que una gran revelación puede brotar solamente de la obstinada insistencia sobre una misma dificultad, escribió Pavese. Consciente de que no son tiempos de videncia ni magia, aclaraba: Nada tenemos en común con los viajeros, los experimentadores, los aventureros. Sabernos que la más segura y rápida manera de asombrarnos es clavar la mirada —imperturbables— siempre en el mismo objeto. Un buen día nos parecerá —milagrosamente— que a este objeto nunca lo habíamos visto antes. Ese es, al fin y al cabo, su realismo: cuestión de mirada. Porque lo real, en Pavese, no es simple material que registrar sino coágulos intensos de significaciones. Dado que lo poético está entre el ojo y las cosas, la cuestión reside en poner en marcha ese circuito, tal como hacían los antiguos cuando veneraban un árbol o una roca. Si la poesía narrativa, descriptiva y objetivista de Trabajar cansa o de Feria de agosto merece ese rótulo ("poesía"), esto es así porque cada observación y cada gesto parecen poderosamente cargados de sentido y porque sus paisajes, sus hombres y mujeres, sus muchachos y sus ancianos emergen dentro de cierta plenitud de su existencia, atravesados por descomunales fuerzas internas y externas que, a la manera de la tragedia griega —aunque no explícitamente-, dan relieve a sus actos.
En Diálogos con Leucó, el único libro que su autor tenía consigo al morir, hay un texto titulado "Las musas". Es el penúltimo de esos veintisiete breves diálogos basados en mitos de la antigua Grecia, y en él Pavese hace hablar al poeta Hesíodo con la musa Mnemosine, en una montaña. El primero dice: Tú das nombres a las cosas que las vuelven distintas, inauditas, y sin embargo queridas y familiares como una voz que hace mucho tiempo callaba, pero que las cosas de los hombres no transcurren en la montaña sagrada y salvaje, aislada del tiempo, sino en las casas y los campos, entre los trabajos, la fatiga interminable, el esfuerzo de estar vivo hora tras hora, la noticia del mal ajeno, del mal mezquino, fastidioso como las moscas del verano. Ella entonces le recuerda que cada gesto que hacéis (los hombres) repite un modelo divino, aun "dentro del lecho, en el campo, delante de la llama, y que día y noche no tenéis un instante, ni siquiera el más fútil, que no brote desde el silencio de los orígenes. Hesíodo reconoce que lo sabe, pero no puede evitar el fastidio de las cosas y los trabajos, idéntico al de Un borracho, y reclama alguna manera de detener el tiempo y su desgaste. La respuesta de la musa, a Hesíodo como a Pavese, es casi obvia e implica una misión: Intenta decirles a los mortales estas cosas que sabes.
Lo concreto, lo real, lo nimio, lo que se suponía poco interesante o vulgar, pasa al centro de la escena. Todo puede ser dicho si el lenguaje acepta asumir con absoluta honestidad el desafío, que es ciertamente que es ciertamente político-cultural pero que también, para Pavese, respondía a una necesidad más apremiante: la de conocer la naturaleza más profunda del hecho poético.
Una misión cumplida
Los relatos y las celebradas novelas que escribió después son la continuidad natural, virtualmente inevitable, del libro de poemas. Fueron, y el propio Pavese lo entendió así, otra manera de ejercer la poesía. Parece poco más que anecdótico, visto desde ese ángulo, que el famoso "neorrealismo italiano" haya provenido, en gran parte, de estos textos y que la izquierda intelectual haya encontrado motivos firmes para promover una obra atenta, por fin, a la arisca vida otidiana de la gente de pueblo, ya sin caer en los ademanes ejemplarizadores o compungidos de la vieja "literatura social", sino descubriendo en ese mundo, precisamente, una inusitada fuerza vital, un esplendor tan rudo —y a menudo amargo— como tangible, digno de reconocerse. La saspecha, tal vez, de que si tales personajes y ambientes podían ser tan aptos como sujetos de la literatura, también podrían serlo de la historia. También Pavese reconoció esa función "social" dada por añadidura, y trató de resaltarla —con paciencia didáctica, inteligencia y deseo de comprender al otro— en los artículos que escribió para la prensa comunista. Pero no se engañaba en cuanto a lo sustancial de su tarea: Mi parte pública la cumplí —escribió en su diario pocos días antes de suicidarse-, hice todo lo que podía hacer. Trabajé, di poesía a los hombres, compartí las penas de muchos.
En la edición argentina de Trabajar cansa, publicada por una editorial de izquierda, el prologuista arremetía en 1961 contra quienes "pretenden fijarlo (a Pavese) en puntos cardinales rígidos". Contra quienes lo catalogaban como "Rimbaud de nuestro siglo" o "poeta fracasado", "único escritor moderno" o "intelectual retrógrado", aquel prólogo rescataba su rigurosa concepción del trabajo del escritor, su valorización de la sedimentación cultural, su apego al estudio minucioso de los fenómenos del lenguaje popular y de la palabra literaria, la fidelidad a sus propias emociones, el saber 'jugarse entero' en cada cosa que se escribe", pero no sin advertir la inconveniencia de la "actitud psicológica" del autor y la nececidad de "despojarla (a su obra) de mil elementos irracionales". Como si dijera "leamos y admiremos a Pavese, pero sin hacerle mucho caso". Si, como puede suponerse, el prologuista admiraba de veras al escritor y a su literatura, deberán atribuirse entonces los reparos a un clisé ideológico que, hasta no hace mucho, abominaba de lo irracional por temor a que, en caso de reconocerlo, "las oscuras fuerzas de la reación" harían presa del incauto. Lo oscuro, justamente, lo selvático y lo sagrado, lo mítico y lo que está fuera del tiempo, constituye la pasión de Pavese, el sesgo de luz para orientarse en su pregunta por la poesía, y uando propugnaba reducir a claridad los mitos, no se refería a aniquilarlos sino a sintonizar el trabajo artístico con esa perpetua fuente de energía.
La mirada creadora
Estamos convencidos de que una gran revelación puede brotar solamente de la obstinada insistencia sobre una misma dificultad, escribió Pavese. Consciente de que no son tiempos de videncia ni magia, aclaraba: Nada tenemos en común con los viajeros, los experimentadores, los aventureros. Sabernos que la más segura y rápida manera de asombrarnos es clavar la mirada —imperturbables— siempre en el mismo objeto. Un buen día nos parecerá —milagrosamente— que a este objeto nunca lo habíamos visto antes. Ese es, al fin y al cabo, su realismo: cuestión de mirada. Porque lo real, en Pavese, no es simple material que registrar sino coágulos intensos de significaciones. Dado que lo poético está entre el ojo y las cosas, la cuestión reside en poner en marcha ese circuito, tal como hacían los antiguos cuando veneraban un árbol o una roca. Si la poesía narrativa, descriptiva y objetivista de Trabajar cansa o de Feria de agosto merece ese rótulo ("poesía"), esto es así porque cada observación y cada gesto parecen poderosamente cargados de sentido y porque sus paisajes, sus hombres y mujeres, sus muchachos y sus ancianos emergen dentro de cierta plenitud de su existencia, atravesados por descomunales fuerzas internas y externas que, a la manera de la tragedia griega —aunque no explícitamente-, dan relieve a sus actos.
En Diálogos con Leucó, el único libro que su autor tenía consigo al morir, hay un texto titulado "Las musas". Es el penúltimo de esos veintisiete breves diálogos basados en mitos de la antigua Grecia, y en él Pavese hace hablar al poeta Hesíodo con la musa Mnemosine, en una montaña. El primero dice: Tú das nombres a las cosas que las vuelven distintas, inauditas, y sin embargo queridas y familiares como una voz que hace mucho tiempo callaba, pero que las cosas de los hombres no transcurren en la montaña sagrada y salvaje, aislada del tiempo, sino en las casas y los campos, entre los trabajos, la fatiga interminable, el esfuerzo de estar vivo hora tras hora, la noticia del mal ajeno, del mal mezquino, fastidioso como las moscas del verano. Ella entonces le recuerda que cada gesto que hacéis (los hombres) repite un modelo divino, aun "dentro del lecho, en el campo, delante de la llama, y que día y noche no tenéis un instante, ni siquiera el más fútil, que no brote desde el silencio de los orígenes. Hesíodo reconoce que lo sabe, pero no puede evitar el fastidio de las cosas y los trabajos, idéntico al de Un borracho, y reclama alguna manera de detener el tiempo y su desgaste. La respuesta de la musa, a Hesíodo como a Pavese, es casi obvia e implica una misión: Intenta decirles a los mortales estas cosas que sabes.
(Clarín, Cultura y Nación;
20.09.90)
20.09.90)
Cesare Pavese (Italia; Santo Stefano Belbo, 1908 - Turín, 1950)