domingo, 18 de octubre de 2009

Ventanas altas
























PRÓLOGO


En el tupido sistema de la poesía inglesa, la posmodernidad irrumpió mucho antes de que las ciencias humanas del continente europeo se decidieran a estudiarla; mucho antes, y con un sentido más preciso, que en el mundo disperso de la poesía en lengua castellana. Para los ingleses el modernismo fue lo que instauraron Eliot y Pound; nació estrepitosamente con las innovaciones de La Tierra Baldía, se consagró en el agitado mapa de los Cantos Pisanos, estuvo asociado a la revolución del Ulises y a maneras de representación basadas en el verso libre, la prosodia oral, la imagen como núcleo, la ruptura de la sintaxis decimonónica y el rastreo de los ecos arcaicos de la palabra.
Fue, por lo tanto, un movimiento de aspiraciones y resonancias ampliamente culturales, paralelo al que en la lengua española propugnaron las llamadas vanguardias (Huidobro, Vallejo, el Neruda de Residencia en la Tierra, el Lorca de Poeta en Nueva York, Paz, Lezama Lima, por ejemplo). Para un poeta inglés, declararse posmoderno no es esgrimir un escudo anímico sino oponer un programa poético al programa de la poesía experimental.
A mediados de la década de los '50 un grupo de universitarios de Oxford entre los que se encontraban Robert Conquest, Kingsley Amis, Tom Gunn, Donald Davie, Elizabeth Jennings y Philip Larkin se propuso recuperar una vertiente de la poesía inglesa que, representada a principios de siglo por Thomas Hardy, había quedado interrumpida tanto por la Primera Guerra Mundial como por el fuerte impacto de Yeats —a quien esos jóvenes consideraban celta— y de Eliot —que para ellos era americano—. Un periodista del Spectator que los denominó The Movement (el Movimiento; aunque también Conmoción), juzgó a los rebeldes 'irónicos, robustos, escépticos, dispuestos a sentirse lo más cómodos posible en un mundo comercial, antirromántico y amenazado que, no obstante, un puñado de poetas no parece tener posibilidades de cambiar". Conquest diría que el punto esencial de la poesía de los cincuenta era el rechazo a someterse a grandes sistemas teóricos, aglomeraciones o dictados subconscientes, a la mística y a la lógica, para adoptar una actitud empírica. Más eufórico, Amis declararía: Por unos años nadie quiere leer más poemas sobre los grandes temas, pero tampoco sobre filósofos, o pintores, o novelistas, o galerías de arte, o mitología, o ciudades extranjeras, o sobre otros poemas. The Movement desdeñaba no sólo el preciosismo y el aislamiento del poeta, sino también el surrealismo, la experimentación desbocada y, posiblemente a sus contemporáneos norteamericanos, los primeros beats. No es impertinente sospechar que, proviniendo de graduados de Oxford, la actitud era más un sofisticado berrinche de intelectuales que una política vital. Al cabo, de todos modos, los llevaría a una concepción de la belleza: algo difícil de encontrar, ante cuya ausencia no había por qué escandalizarse, pero que tampoco convenía sepultar con exabruptos. El que más sutilmente materializó esta posición fue Larkin, un hombre adusto a quién alguien definió como el corazón más triste del mercado de posguerra y que a partir de los sesenta se convirtió en el principal poeta inglés posterior a Auden.

Experto en presentarse como entidad insulsa, Larkin dijo una vez que su biografía podía empezar a los veintiún años sin omitir nada importante, declaración ésta bastante notable en un país donde William Wordsworth escribió El preludio. Nació en Coventry en 1922. vivió una infancia de clase media, quiso ser baterista, estudió literatura en Oxford, no fue a la guerra y, tras algún recorrido burocrático por varias universidades, en 1965 llegó a ser bibliotecario principal de la de Hull, puesto del que no se movería.
Murió a los sesenta y cuatro años, el 2 de diciembre de 1985, después de que la institución literaria inglesa creyera inconveniente cargarlo con el título de Poeta Laureado y la implícita obligación de componer versos de circunstancia para la familia real. Crítico de jazz, renuente a la vida pública, casi no hablaba de sí mismo. Sí solía hablar de poesía, en cambio, y sus opiniones no eran ambiguas. Deploraba la experimentación gratuita, creía que las vanguardias (tanto se encarnaran en Pound como en Picasso o en Charlie Parker) no contribuían al placer ni a tornar la vida más llevadera, se consideraba afín a Thomas Hardy, Wilfred Owen y Auden (poetas a quienes la técnica parecía importarles menos que el contenido) y aseguraba escribir en un lenguaje como el que usa la gente. "Como principio rector —dijo en una entrevista radial—, creo que cada poema debe nutrir su propio universo recién creado y, por lo tanto, no comulgo con la 'tradición', ni con el mitologismo, que en última instancia encuentro tan desagradable como el parloteo de esos chapuceros literarios que se lo pasan diciendo a quién debe seguir uno."
Larkin escribió sobre la grieta que separa las expectativas juveniles de la realidad de la madurez, sobre la naturaleza quizás ilusoria de nuestras elecciones, sobre la decepción que culmina la búsqueda de logros, sobre el presente como fragilidad y el futuro como dominio de la vejez y la muerte. De lo que pensaba del amor puede vislumbrarse una parte en estos versos del poema "Faith Healing" ("Cura por la fe"):

Pero ahora nada marcha bien.
Todo el mundo alberga
la idea de vivir la vida al dictado del amor.
Algunos piensan que todo hubiera sido diferente
de haber amado a otros, pero muchos más añoran
lo que podrían haber hecho si los hubiesen amado.


El sendero de Larkin, sólo abierto a lo fragrantemente visible, no parece apto para llegar a una gran poesía. Si a pesar de ello esa poesía existe, cálida, austera y perturbadora, es porque reboza de perfección formal, de variadas músicas, metros, rimas, y formas estróficas, y al mismo tiempo se adhiere a la experiencia desde un lenguaje muy directo. Es, además, una poesía que no sentencia; pues Larkin debía saber que las excusas o los miedos de un solterón de clase media siempre serían menos conmovedores que la capacidad de un poema para hacernos preguntar si no nos habremos equivocado al elegir una vida, en todo caso, si era posible elegir cualquier otra. El motivo siempre está a mano: las ambulancias o el anuncio de una agencia de viajes, cuya muchacha de papel es destruida por los transeúntes; los casamientos del día de Pentecostés o la transmisión de una ceremonia pública por la radio; un día de playa o la vida de un vendedor de herramientas agrarias: lo que pasa.

Las vanguardias y el modernismo ensancharon progresivamente la grieta entre la obra y el público; Donald Davie escribió un ensayo convincente con la tesis de que fue su visión aristocratizante de la cultura lo que empujó a Pound al mesianismo y a la admiración por Mussolini. Larkin, el flemático, creía con más cautela que cuando el poeta pierde contacto con los buscadores de placer literario ha perdido el único público que vale la pena. Pensaba que en la experiencia de las cosas cercanas está el límite y la trascendencia. Ni iracundo ni devoto del pasado, no se tomo muy a pecho las acusaciones de provincianismo. Cuando una vez le dijeron que algunos lo criticaban por pintar una vida irreversiblemente anodina, replicó: Me gustaría saber cómo pasan ellos el tiempo. ¿Matando dragones?

Dado que la poesía de Larkin tiene entre los críticos casi tantos detractores como incondicionales, de los epítetos que le cayeron encima no fue el de provinciana el único insistente. Se ha dicho que es una poesía conservadora, que es escasa, que es filistea. Que la llamasen gloomy (lóbrega, sombría, deprimente) no debería inquietarnos si pensamos que la mitad de los mejores libros de poesía de nuestro tiempo no pudieron dejar de ser sombríos. Tampoco debió de inquietarse el acusado; tenebrosa, pesimista, se había dicho que era la poesía de Hardy, a cuya lectura providencial, Larkin atribuyó la fortuna de librarse, tras su primer libro (The North Ship), de lo que denominó enfermedad simbolista y sueño yeatsiano. Pound también había admirado algo en Hardy: la claridad, la "cercanía entre frase y visión"; los poemas de éste, por lo demás, abundan tanto en celebraciones de la vida media y sus personajes como en oportunidades perdidas; muchachas muertas, arrepentimiento tardío y, en general, la observación de que la hora que marca el reloj es ultima multis, la última para muchos. La afinidad de Larkin con Hardy es abarcadura: su claridad es casi narrativa; sus imágenes singulares suelen estar empapadas de premoniciones de ocaso.
La mayoría de las cosas pueden no suceder nunca. Esta sucederá, se lee en una de las últimas obras de Larkin, un poema sobre la muerte titulado "Aubade". Frente a la perspectiva de extinción la mayoría de los consuelos se eclipsan, antes que ninguno el "vasto y apolillado encaje musical de la religión". Las identificaciones gratificantes del amor están trenzadas con la intuición de que siempre hay algo incomunicable. Tan abrumadora es para Larkin la indicación de la flecha del tiempo que hasta la primavera le resulta apremiante:

Los árboles ya dan retoños
como algo no del todo dicho;
brotes recientes, calmos, se dispersan
en un verdor que es casi una pena.
¿Es acaso que vuelven a nacer
y nosotros declinamos? No, pues también ellos
mueren. El repetido ardid de renovarse
queda escrito en anillos de madera.


Pero conviene no ignorar que el esfuerzo por conseguir un efecto melódico o urdir una frase perfecta impugna la desesperación total. Por intenso que fuese su pesimismo, a Larkin no le interesaba amonestar: escribir un poema, dijo, siempre es un hecho positivo. Y observaba el mundo lo suficiente como para advertir que el mismo deseo que sostenía su trabajo de poeta apuntalaba la capacidad humana de trascender de distintas formas, la idea de la muerte. "Arboles" el poema cuyas dos primeras estrofas están citadas más arriba, concluye con una invocación:

Y sin embargo incansables, cada mayo
los castillos se desgranan en plena densidad.
Ha muerto un año, parece gue dijeran;
empieza, empieza tú también de nuevo.


Puede que el final de "El edificio" —un poema donde se describe un hospital—parezca menos alentador, pero no le falta la sugerencia de que los ritos comunitarios nos ayudan a convertir el mundo en un paisaje habitable:
Otros, sin saberlo, han venido a unirse
a la congregación oculta que en hileras blancas
yace apartada, arriba: mujeres, hombres,
jóvenes, viejos; crudas caras de la única moneda
que se acepta aquí. Todos saben que morirán.
No aún, tal vez, no aquí, pero algún día
y en un sitio como éste. Tal el significado
de este peñasco regular; un afán de trascender
la idea de la muerte, pues salvo que su poder supere
al de las catedrales, nada impide que el ocaso llegue,
aunque multitudes lo intenten cada tarde,
con débiles, pródigas flores propiciatorias.


Entre el deseo de vida y el peso de la fatalidad respira la pregunta por la forma justa de vida. No son el pesimismo, ni la Inglaterra el lugar común, ni la despiadada exhibición del curso del tiempo los rasgos más raros de la poesía de Larkin, sino una duda sobre la mejor forma de usar el presente que atrapa todas las acciones, todas las herramientas. La duda es en ella el sostén de un arte poética; a lo largo de varias estrofas se despliegan los argumentos que apoyan una actitud, para sugerir, en dos o tres versos finales, que esos argumentos son refutables y los contrarios tienen muchas posibilidades de ser igualmente convincentes, quizá ciertos.
Esta forma de componer, no tanto una técnica como la frecuencia en que emiten un sentimiento y una mente, está soterrada en casi toda su obra, pero es inmediatamente visible en poemas como "Vers de Société" o "Dinero" (ambos incluidos en Ventanas altas). En otros poemas no son argumentos los que se invalidan al final, sino la furia insuflada por los coloquialismos; desde la grosería más o menos arrogante el poema transcurre hasta anegarse en las tibias, aplacadas palabras de la reconciliación. Pues aunque el lenguaje no sirva exactamente para reconciliarse, menos aun para "comprender"; como las ventanas altas de las iglesias, sugiere misteriosas perspectivas. (Este proceso poético del suelo al infinito tampoco es una técnica; parece ser, como toda lírica, una disposición moldeada por el trabajo).

Cuando veo una parejita e imagino
que él se la folla y ella toma
pildoras o usa un diafragma,
sé que es ése el paraíso
que todo viejo soñó la vida entera:
ataduras y prejuicios desechados
como una cosechadora obsoleta, y los jóvenes
deslizándose sin límites
hacia la felicidad. Me pregunto si cuarenta
años atrás, mirándome, alguien
habrá pensado: Eso es vida;
nada de Dios, ni de sudar de noche
pensando en el infierno, ni de ocultar
lo que opinas del cura. Ese y sus
amigos se alzarán, maldita sea
libres como pájaros. Y de inmediato,
más que en palabras, pienso en ventanas altas:
el cristal en donde cabe el sol y, más allá,
el hondo aire azul, que nada muestra,
y no está en ninguna parte, y es interminable.


Yo no soy escéptico; soy triste, escribió Pessoa, y Larkin podría haberlo proclamado. Pero en una declaración de esta naturaleza hay más orgullo que autocompasión. La tristeza de Larkin es la del que, mientras advierte la fuga del tiempo, celebra los consuelos que enaltecen el presente —el amor, el arte— y los discretos hábitos que obran su retorno: ir a la playa, enterrar a los muertos, visitar a los enfermos, jugar a las cartas, organizar la feria de campo anual, ir al trabajo. El pasado que la memoria contiene es irrecuperable; el futuro que la fantasía alcanza a concebir es una promesa nublada por la declinación; más allá de estos márgenes hay largas perspectivas temporales cuyas magnitudes nos dan pánico. Lo único que nos pertenece de verdad es la menguante reiteración del presente. Negando la eficacia de toda alegoría, de todo sentido figurado, Larkin procura cantarle al mundo tal como es: una actitud de lúgubre bibliotecario sajón que probablemente no le disgustaría a un compositor de haikus.

Para la literatura contemporánea, que pese a sucesivas rupturas no ha traspuesto el ámbito del romanticismo —primacía del sujeto, nostalgia del absoluto—, es difícil ver una mesa privada de un halo de ideas. Un barco a la distancia es la promesa de otra cosa; los atributos de un jazmín no sólo son el color y el perfume, sino una ristra de asociaciones culturales. Larkin desconfía de la simbología; prefiere no novelizar la mirada. "Ten cuidado — dice un poema —: los libros son una pila de basura". Claro que se trata de una provocación; razonablemente, versos como éste le ganaron cierta reputación de filisteo.
El adjetivo "filisteo" tiene en inglés un significado inmediato que en español sólo adquiere por extensión: quiere decir prosaico, materialista, pedestre, inculto. Meses después de la muerte de Larkin, cuando en Inglaterra arreciaba el debate sobre el valor de su obra, Barbara Everett hizo en la London Review of Books una defensa basada justamente en el uso fructífero que Larkin había hecho del filisteísmo. Everett recuerda que en Los viejos demonios, la última novela de Kingsley Amis (íntimo amigo de Larkin), un personaje le dice a otro, escritor más o menos frustrado: Si quieres hablar seriamente de tu lugar y su gente, tendrás que abordar la cosa de un modo por completo distinto, como si no hubieras leído un solo libro en tu vida, bueno, no exactamente, pero..." No exactamente como si nunca hubiese leído, aunque sí con un deliberado, agresivo desdén por los asuntos y la retórica de altura, Larkin armó una poética de las condiciones cotidianas que le permitía hacer de su obra un territorio definido capaz, por así decir, de expresarse a sí mismo. En este territorio un hospital, la visita de un ateo a una iglesia, un marchito hotel de provincia, un viejo temblequeante no acaparan menos prestigio lírico que la hierba recién segada o la antigua generosidad del sol. "Adecuadamente amadas — escribe Everett—, las condiciones 'filisteas' ofrecen un símbolo inusitado y fresco de la vida en su trascendencia diaria y en sus momentos de gloria fugitiva, desperdiciada, inexplicable."
En un centenar de poemas sólidos y eficientes como muebles de buena madera, con la apropiada variedad de metros y formas, Larkin cantó las condiciones que amaba. El esfuerzo por transmitir un sentido de lo real no se distingue del conocimiento de sí mismo. Se negó a dar un deliberado paso atrás para crear un objeto...,una vida reprochablemente perfecta. Salvo cuando son monólogos dramáticos y habla un personaje, esos poemas casi no contienen la palabra yo. Lo que habla no es "el poeta" sino una conciencia transitoria, que no se considera distinta de las cosas que la rodean y busca afincarse en ellas para evitar el despilfarro de los "gestos grandiosos". Larkin creía que los ritos cotidianos no sólo eran consoladores sino también placenteros, y no le molestaba que la poesía se les pareciese, que el poeta tuviese algo de cartero. Consiguió algo casi nuevo para la poesía moderna: conmover al lector hablando de lo impoético. Ocultar el yo no fue en él un movimiento aconsejado por el pudor, ni una estrategia lingüística; fue producto del deseo de presentar la Inglaterra de lo banal como el objeto perdido o menospreciado que repentinamente vuelve a hacerse oír; como la palabra de alguien que escribe desde el exilio. "Viernes a la noche en el Royal Station Hotel" condensa todo esto:
Desde los altos racimos de bombillas, esparcida,
la luz cae oscuramente sobre sillas solas
de colores distintos, que se miran una a otra.
Por la puerta abierta, el comedor declara,
una más grande soledad de vasos y cuchillos
y una alfombra de silencio. El conserje lee
un diario vespertino que ha sobrado. Pasan horas,
y los viajantes ya se han vuelto a Leeds
dejando ceniceros llenos en la Sala de Reuniones.
Las lámparas alumbran pasillos descalzos. Qué
aislado es esto, como una fortaleza...
El papel con membrete, hecho para escribir a casa
(si hubiera casa) cartas del exilio: Cae
la noche. Olas se pliegan detrás de las aldeas.

Se considera que Ventanas altas (1974) es el libro más equilibrado, más completo de los que Larkin publicó. Fue el último. Contiene piezas muy tenues ("Solar", "Hierba segada", "Dublinesca") junto a otras sanguíneas ("Los jugadores de cartas") y otras apropiadamente sombrías ("Loe viejos bobos"). Pero incluso éstas son, en un sentido nada crepuscular, invitaciones a la aceptación. Observaciones de la vida como aprendizaje de lo contradictorio. Elogios de la necesidad de elegir: cantos de entrega.

Mallarmé, Valery, también Lezama Lima y buena parte de las vanguardias nos acostumbraron a que el poeta no escribe tanto para expresar algo —tampoco para comunicarlo—, como para hacer manifiestas las fuerzas que habitan el lenguaje, de las cuales un sentido derivante nace con cada lectura del poema. Aunque en los últimos veinte años la crítica preponderante en Europa haya trabajado sobre estas convicciones, la lectura de las revistas inglesas sugiere que en ese país la mitad de los poetas sigue considerando procedente escribir un poema sobre algo. Hay una visión, una imagen, un hecho o un pensamiento que suscitan el deseo de escribir, y sobre esa base se compone. El hecho de que Larkin creyera en el "contenido" de la poesía —por mucho que parte de ese contenido fuese su música— me sirvió bastante para mitigar la alarma nacida de comparar cada poema de Ventanas altas con su traducción. Creo que los "contenidos", incluso en lo rítmico, no se perdieron irreparablemente.
Dado que Larkin es un poeta de formas perfectas, dado que no hubiera sido posible reproducir metros y rimas sin caer en la ridiculez o dañar lo que los poemas representan, establecí un compromiso entre cada original y su réplica sospechosa. Busqué una música capaz de expresar en castellano lo que expresaba la música de los versos ingleses y, al mismo tiempo, de aceptar la expansión verbal que siempre se produce al pasar a nuestro idioma. Valiéndome del encabalgamiento —un procedimiento usual en Larkin—, de algunos cambios de orden en los períodos y en la estructura de la enunciación, traté de ser lo más literal posible. Lo que quería era un continuo de respiración que diese cuenta de la pausada economía de los poemas. El método varía ligeramente en tres piezas —"Annus Mirabilis", "Sea este el verso", "Dublinesca"— que no podían presentarse despojados de un aire de canciones sin condenarlos a perder todo sentido.

El resultado no son poemas castellanos sino traducciones de poemas ingleses. Por lo tanto deberían incluirse en la tradición de la literatura anglosajona traducida, que tiene a estas alturas un pasado respetable y no ha influido poco en la formación de probados escritores de nuestro idioma.
No estoy en contra de que los hallazgos de otras lenguas se infiltren en el castellano, incluso si contravienen reglas más o menos calcáreas. Nuevas cadencias, nuevos escorzos gramaticales, neologismos provenientes del inglés, el francés, el portugués o el italiano han servido a menudo para darle al castellano repentinas amplitudes de expresión. Si un idioma y su literatura son fuertes, no tienen por qué temer a los advenedizos: la endogamia puede destruir una lengua; las cruzas la enriquecen, como se comprobará echando un vistazo a la historia de cualquier literatura importante. Las traducciones son, entre otras cosas, vehículos para el contrabando de formas de decir y miradas sobre el mundo, dos mercancías que, desde luego, no pueden deslindarse.



Marcelo Cohen

( Prólogo a Ventanas altas,de
Philip Larkin
-Inglaterra, Coventry, 1922-1985-,
Lumen, 1989)

Imagen: Reproducción de una pintura del argentino Roberto Aizenberg -Padre y niño contemplando la sombra de un día -1962.


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