Alguien sopla.
Sopla contra mi casa una envoltura de cortinajes negros,
una niebla sedienta que husmea como hiena en los rincones,
unas sombras que incrustan trozos de pesadilla en la pared.
Alguien sopla y convoca los poderes sin nombre.
Mi guarida se eriza,
se agazapa en el foso de las fieras,
resiste con su muestrario de apariencias a los embates de la mutación.
Alguien sopla y arranca de sus goznes mi precaria morada,
las maquinarias de su remota realidad.
Ahora es otra y no es y apenas vuelve a ser en más o en menos,
tan amenazadora y tan falaz como una escena blanca espejeando en la nieve
o la ventana que se enciende y se apaga en la espesura del tapiz.
Pero igual la sofocan en su temblor final con una funda helada,
la separan de sus mansas costumbres,
le quitan una a una sus misericordiosas pertenencias con un duro escalpelo.
La convierten en la trampa feroz sobre las bocas del abismo que viene.
¡Y yo que reclamaba solamente un lugar de pequeñas alianzas como chispas,
solamente un lugar para oficiar la luz, en torno de mis huesos!
¿No había para mí nada más que esta cárcel,
estos muros fatales hacia abajo,
esta tensa tiniebla que me arroja de subsuelo en subsuelo?
Olga Orozco (Argentina, Santa Rosa de Toay, La Pampa, 1920 - Buenos Aires, 1999)
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