I
Si yo fuera una mujer en su casa
MUJER TRES
Yo nunca le fui infiel a mi marido. Con Raúl fue una cosa que no me explico.
Vino una mañana a inspeccionar mi casa y no sé qué me pasó que le prometí que iba a ir a una cita.
Yo sabía que no iba a cumplir. Apenas se fue decidí que no iba a ir a esa cita, pero esos cuatro días que transcurrieron entre su aparición y el día señalado para encontrarnos, me cambiaron la vida, en el sentido de que yo sabía que no iba a ir pero a cada momento me decía; dentro de tres días, o dentro de veinte horas, o lo que sea, yo podría encontrarme con Raúl. Tenía como una razón para vivir en ansias.
No sé cómo explicarlo; sería fácil decir que era enamoramiento, pero creo que sería injusta con mi marido, con Raúl, y sobre todo conmigo misma. Yo nunca, ni de jovencita, fui una persona capaz de ser arrebatada por alguna pasión. No soy capaz de perder la cabeza por amor, ni por codicia, ni por celos, ni siquiera por miedo. Lo digo sin vanidad, considerando que es una falencia mía, no una virtud. Tengo una educación muy católica. Si alguna vez tengo hijos, o como parece que finalmente sucederá, si adopto algún chico, seguramente lo criaré con los mismos preceptos con que me criaron a mí, porque creo que son justos. Si no digo que son, además de justos, verdaderos, es porque ni siquiera me ha sido dado ser arrebatada por la gracia.
No fue enamoramiento. No pensé nunca en Raúl considerando su hermosura, tratando de recordarlo, imaginándome que me unía a él. Sabía que era hermoso porque tengo ojos. Me pareció simpático, también, pero en general la simpatía es una disposición dictada por sentimientos casi siempre innobles, el interés en primer lugar. Por supuesto que, como todos, prefiero la gente simpática a los antipáticos, pero es una característica que no creo que signifique mucho más que eso, que el agrado, o la buena educación, o que es preferible aprender a presentarse sonriente y a estar la mayor parte del tiempo bien dispuesta, y no gruñendo todo el día. No era enamoramiento.
Quizás era el espíritu de aventura, una novedad que venía a interrumpir una rutina que se había instalado con inconsciencia, con ese amortiguamiento de las emociones que tanta gente busca porque es la única manera de inventarse una inmortalidad, una eternidad en este mundo. No es mi caso, pero quizás es verdad que de golpe surgía en mi vida una simple pregunta (A pesar de que no voy a ir, ¿podría ir a esa cita?) que ponía en juego toda la vida metódica y ordenada que había construido en estos siete años, y que había supuesto continuaría hasta el fin, no asumiendo la simple y envidiable fuerza (o la admonición, quizás) del sacramento matrimonial con que lo tomaba mi esposo, sino con un sentido de constante elección. De sinceridad, digo, porque si siquiera se hubiese cruzado por mi cabeza la idea de que ya no estaba eligiendo, o que había nacido en mí otro amor, o el hartazgo, no hubiera dudado un momento en comunicárselo a mi marido.
Era como cuando se acercaba la Navidad en la infancia, cuando se acercaba una fecha en la que no teníamos duda de que seríamos felices, en la que era posible que sucediera un milagro. Era un júbilo personal y, al mismo tiempo -tan diferentes nos parecían en la espera todas las personas y todos los paisajes que nos rodeaban-, algo que seguramente incluiría a todo el mundo, una fiesta que haría a todos más buenos y alegres. Una espera que, con el paso de los años, fue uniéndose a una leve zozobra, porque ya habría sido desengañada, ya conocería la experiencia de haber visto pasar los momentos tan ansiados sin que trajesen la soñada transformación. Ya habría vivido la congoja cuando en la cama, la noche en que todo había terminado, escuchaba los sonidos de siempre, los terribles y angustiantes sonidos de la bestia que espera la oscuridad para recorrer las calles y adueñarse de la ciudad.
La cita era para el sábado, a las cuatro y media de la tarde. Basta considerar que mi marido deja de trabajar los sábados a mediodía, y que pasamos siempre juntos los fines de semana, para comprender que realmente yo no tenía ninguna intención de concurrir a la Plaza Italia. Si hubiera mínimamente especulado con la posibilidad de ir a esa cita, no hubiese aceptado ese día y esa hora inconvenientes.
Los sábados, si hace buen tiempo, compro carne para un asado. Mi marido llega, se cambia la ropa y va al patio. Se lleva el grabador y pone muy fuerte su música preferida, jazz cantado, viejos temas de Tom Waits y esas cosas, mientras prepara el fuego y arregla las plantas en el pedacito de tierra que tenemos. Yo, durante la semana, me ocupo de las planteras; él, del jardín. A veces, si no hay mucho sol, comemos afuera; si no, estamos en la cocina y él va y viene para buscar la carne en el asador. No lo dije: yo trabajé toda mi vida; soy bioquímica, pero hace siete meses cerró el laboratorio en el que estuve más de diez años y como no encontraba otra cosa decidimos que era preferible darme un respiro, quedarme tranquila en casa hasta que apareciese algo que valiera la pena.
Después de comer mi marido se va a dormir la siesta. Es la cosa que más le gusta, y como no se la puede permitir el resto de la semana, aprovecha los sábados. Los domingos, en general, vamos a almorzar con su familia -la mía está desperdigada por todo el país-, o nos vamos de pic-nic por ahí.
Llegó ese sábado, como llega todo en la vida. Fui a comprar la carne, llegó mi marido, hizo el fuego, yo preparé la ensalada, y a cada momento no podía dejar de pensar: dentro de seis horas, dentro de cuatro horas y diez minutos...
Pensaba: faltan tres horas, y veía al hombre llegar. Me figuraba un parque, que en verdad no tenía nada de la Plaza Italia, un rosedal vacío con un banco que yo veía desde lo alto, desde lejos, y un hombre llegaba, una figura pequeña que no me preocupaba por revestir con los atributos de Raúl. Los bancos bajo la pérgola estaban vacíos, un hombre llegaba y se sentaba a esperar.
Mi marido estaba durmiendo su siesta. A veces yo lo acompañaba, pero esa tarde no. Iba de un lado a otro de la casa, sin poderme frenar. Me saqué el reloj pulsera, me impuse no mirar el reloj de la cocina, y sin embargo podía adivinar exactamente cuánto demoraban en sucederse los segundos. Faltaron cuarenta minutos.
Faltaba media hora, me figuré al hombre frente a un espejo. Se echaba en las manos colonia para después de afeitarse y se daba ligeros golpes en las mejillas. El botiquín que el hombre abrió era el de mi casa. Fui al baño y busqué el frasco de perfume de mi marido, lo abrí y lo olí.
Faltaron quince minutos, diez, cinco. Dejé de ver al hombre llegando a la plaza. Me desplomé en un sillón. Todo se había terminado. Volví a mirar las paredes del comedor, al cuadro con un paisaje oscuro que le compramos a una vecina, pintado por su hermano, un muchacho que había muerto loco, y me pareció realmente el paisaje de mi alma, tenebroso y lleno de presagios de tormentas. Escuché el silencio con las voces lejanas, de las radios y los televisores sonando desde las otras casas. Me vi a mí misma ahí tirada con un solo destino entre los millones de destinos que daban vueltas por el mundo. Me levanté.
Me senté en la cama junto a mi esposo. Lo toqué. Se despertó, me miró:
-¿Llueve? -me preguntó, sobresaltado, y enseguida, recuperando la realidad-: Soñé que estaba todo inundado.
Le puse una mano sobre el hombro, lo llamé por su nombre y le dije algo así:
-El otro día vino un hombre del catastro a inspeccionar la casa. Charlamos un rato y me dio una cita. Yo no tenía ganas de discutir ni de hacer historias, no le dije nada, sabiendo que no iba a ir. La cita es en este preciso momento. Y voy a ir. Lo decidí ahora. Tengo que salir corriendo. Esto me cuesta tanto a mí como a vos, pero no podía dejar de decírtelo.
Le sonreí.
-No te imagines cosas raras. No es una tragedia, no es una inundación.
Me levanté:
-No creo que demore mucho.
No tenía tiempo para esperar su reacción. Al vuelo saqué del ropero mí saco marrón y mi monedero. Salí de casa. En la esquina grité hacia un taxi que pasaba. Cinco minutos después llegaba a la Plaza Italia. Al bajar del auto me di cuenta de que no me había cambiado las zapatillas.
Bajé del auto, lo busqué con la mirada y no lo vi. Era un lindo día y la plaza estaba llena de gente.
Yo esperaba verlo sentado o de pie junto a un banco. Me interné en los senderos de tierra, entre los chicos que daban sus primeros pasos, perseguidos por sus padres, o que pedaleaban como locos en sus triciclos y bicicletas.
De golpe alguien me tocó un hombro. Me volví, asustada. Era él.
III
Si yo fuera los zapatos del inspector que patea las calles
Sería un par de zapatos negros acordonados, con suelas de goma, modernos, con una apenas visible costura de hilo amarillo, de los que se definían en un tiempo como "juveniles de vestir".
Mis mayores sufrimientos, mis mayores perjuicios no sobrevienen del hecho de que el Señor Que Me Calza esté todo el día de pie, caminando por lugares tan variables como las cerámicas porosas y desgastadas de la pensión, o por los mármoles del hall y la escalera de la Municipalidad, o por el linóleo sucio y pegajoso de la Sección Catastro, o por veredas de barrio -hollín, tierra, caca de perro, hojas secas-, por las baldosas frescas y oscuras de los ingresos de las casas, alguna alfombra, pisos de parquet, pisos mojados en una cocina, en un lavadero. O por un pedazo de jardín: piso tierra. No, mis mayores perjuicios dependen de dos causas.
La primera es el fucking scooter de El Caballero Que Me Habita. No es un hombre atento con las máquinas, ni con los objetos, ni conmigo. En la pensión, debajo del ropero, tiene una caja de las que en un tiempo se llamaban botiquín de lustrabotas (extraño, aunque todo el mundo sigue usando zapatos, los accesorios que nos atañen -el calzador, los betunes, los paños de lustrar, los cepillos, las plantillas anatómicas-parecen anacrónicos cuando se los nombra, como si se refirieran a prendas abandonadas hace mucho tiempo: el corsé, el chiripá, los bragueros. O aquellas hermanas que tanto nos asistían en el pasado, las galochas). Tiene un botiquín de lustrabotas, El Jinete Que Me Monta, y sin embargo, muy raramente me lustra*. Raramente me lustra; a mí no me importa, no es grave, es simplemente una cuestión formal, pero significativa del descuido que le impide tomar conciencia de que cada vez que se monta en su scooter y patea con el pie derecho el pedal de arranque, un tornillo me rasguña peligrosamente, abriendo surcos que cada vez más se van ahondando y que pronto terminarán por perforarme el cuero.
El segundo tipo de perjuicio depende de los accidentes, raros pero más que posibles, no digo en la vida de los zapatos de todos los trabajadores de la calle sino en la nuestra específica, en la de quienes estamos entrando constantemente en casas distintas y metiéndonos en recovecos desconocidos. Accidentes como el que sucedió semanas atrás, cuando al abrirse de golpe una puerta se desplomaron sobre mí pilas de diarios polvorientos, cajas con latas de pintura, bolsas de basura.
El Hidalgo Que Me Conduce había insistido que le abrieran la puertita que clausuraba el pequeño espacio debajo de una escalera que subía a una terraza. La mujer había discutido, con razón: aducía haber perdido la llave del candado que mantenía clausurada la enclenque puertita, que nunca se habían preocupado por abrirla porque el lugar sólo encerraba cosas viejas y basura, y que de todos modos ese espacio no podía ser de otras dimensiones que las marcadas por la escalera y la pared medianera. El Encumbrado Que Me Doma actuó de una manera inusual.
Esa mañana en la oficina lo habían cargado de furia. Le habían recriminado no cumplir con la -inexpresada pero cierta- doble misión que tenía su trabajo. El jefe le gritó que sus colegas, en lo que iba del año, habían advertido y delatado ciento cincuenta y hasta trescientas casas sospechosas de hospedar enclaustrados. De los once inspectores que recorrían la ciudad, sólo él, El Baqueano Que Me Domeña, no había señalado ninguna casa susceptible de allanamientos policiales. El Donoso Que Me Incuba me había pisado con un taco un empeine para reprimir su temor y su ira. Había tratado de defenderse; preguntó si acaso había hecho mal su trabajo, si sus inspecciones no eran ajustadas y útiles para descubrir construcciones abusivas y aplicar suculentas multas, y no por primera vez el jefe le había gritado que para descubrir construcciones abusivas les habría bastado servirse de un millar de fotos aéreas, y que si se pagaba a un grupo de inspectores no era para ahorrar dinero sino para cumplir la misión que tenían todas las personas capaces de detectar la presencia de embotellados, de un almacenero a un recolector de basura, de un kiosquero a un farmacéutico, de un plomero a un vecino, pero sobre todo ellos, que tenían la posibilidad de entrar de improviso en las casas con una buena excusa, por las buenas o por las malas. Le advirtió que abriera los ojos, porque aunque él, el jefe, lo apreciara, desde más arriba empezaban a considerarlo indeseable.
De manera que El Gentilhombre Que Me Encarna insistió ante la mujer, argumentó que él estaba obligado a medir todos los espacios de la casa, y que si no le abría esa puerta tendría que llamar a la policía. Y la mujer le dijo que ella no podía hacer nada, que no tenía la llave, que tirara la puerta abajo si quería. Entonces él sacó la gran pinza que nunca había usado hasta ese día y forcejeó hasta que la cadena saltó de su encierro y sobre mí cayeron pilas de revistas y diarios, bolsas de basura podrida, latas, cajas.
La mujer, asustada, se echó sobre mí, me acarició, me limpió con una esponja, con trapos.
Sus cabellos se soltaron. Inclinada como estaba, y agitada en su dedicación, algunos mechones me rozaron, y entendí el gran refinamiento y el gran acto de sumisión y entrega que significaba la antigua costumbre de la que hizo gala la Magdalena al secarle los pies a Cristo con sus cabellos.
Gocé mucho de esos momentos, acentuados por la manera con que la mujer se aferró a mí y a las pantorrillas de El Tañedor Que me Plañe. Él había descubierto algo y quería examinarlo de cerca; ella trataba de retenerlo e impedirle que avanzara. Había empezado por arrodillarse, pero los ejercicios que le habían exigido las peores manchas la obligaron a estirar las piernas. Ella quiso retenerlo y, tirada como estaba, no atinó sino a agarrarse de mí con todas sus fuerzas.
Entendí entonces el cruel destino que compartimos objetos y humanos, y que fácilmente nos lleva a la autodestrucción. Pronto la vida nos enseña que las desgracias y las desventuras pueden ser un eficaz medio de llamar la atención. Y yo ahora, por sentir sus cabellos sobre mí sería capaz de provocarme cualquier mal. Cuando el tornillo filoso junto al pedal de arranque del scooter hiende mi cuero, quisiera apresurar mi suerte, como si en el fondo de mi camino estuviera ella esperándome, y mi reposo final fuese yacer en un nido de sus cabellos.
Vino una mañana a inspeccionar mi casa y no sé qué me pasó que le prometí que iba a ir a una cita.
Yo sabía que no iba a cumplir. Apenas se fue decidí que no iba a ir a esa cita, pero esos cuatro días que transcurrieron entre su aparición y el día señalado para encontrarnos, me cambiaron la vida, en el sentido de que yo sabía que no iba a ir pero a cada momento me decía; dentro de tres días, o dentro de veinte horas, o lo que sea, yo podría encontrarme con Raúl. Tenía como una razón para vivir en ansias.
No sé cómo explicarlo; sería fácil decir que era enamoramiento, pero creo que sería injusta con mi marido, con Raúl, y sobre todo conmigo misma. Yo nunca, ni de jovencita, fui una persona capaz de ser arrebatada por alguna pasión. No soy capaz de perder la cabeza por amor, ni por codicia, ni por celos, ni siquiera por miedo. Lo digo sin vanidad, considerando que es una falencia mía, no una virtud. Tengo una educación muy católica. Si alguna vez tengo hijos, o como parece que finalmente sucederá, si adopto algún chico, seguramente lo criaré con los mismos preceptos con que me criaron a mí, porque creo que son justos. Si no digo que son, además de justos, verdaderos, es porque ni siquiera me ha sido dado ser arrebatada por la gracia.
No fue enamoramiento. No pensé nunca en Raúl considerando su hermosura, tratando de recordarlo, imaginándome que me unía a él. Sabía que era hermoso porque tengo ojos. Me pareció simpático, también, pero en general la simpatía es una disposición dictada por sentimientos casi siempre innobles, el interés en primer lugar. Por supuesto que, como todos, prefiero la gente simpática a los antipáticos, pero es una característica que no creo que signifique mucho más que eso, que el agrado, o la buena educación, o que es preferible aprender a presentarse sonriente y a estar la mayor parte del tiempo bien dispuesta, y no gruñendo todo el día. No era enamoramiento.
Quizás era el espíritu de aventura, una novedad que venía a interrumpir una rutina que se había instalado con inconsciencia, con ese amortiguamiento de las emociones que tanta gente busca porque es la única manera de inventarse una inmortalidad, una eternidad en este mundo. No es mi caso, pero quizás es verdad que de golpe surgía en mi vida una simple pregunta (A pesar de que no voy a ir, ¿podría ir a esa cita?) que ponía en juego toda la vida metódica y ordenada que había construido en estos siete años, y que había supuesto continuaría hasta el fin, no asumiendo la simple y envidiable fuerza (o la admonición, quizás) del sacramento matrimonial con que lo tomaba mi esposo, sino con un sentido de constante elección. De sinceridad, digo, porque si siquiera se hubiese cruzado por mi cabeza la idea de que ya no estaba eligiendo, o que había nacido en mí otro amor, o el hartazgo, no hubiera dudado un momento en comunicárselo a mi marido.
Era como cuando se acercaba la Navidad en la infancia, cuando se acercaba una fecha en la que no teníamos duda de que seríamos felices, en la que era posible que sucediera un milagro. Era un júbilo personal y, al mismo tiempo -tan diferentes nos parecían en la espera todas las personas y todos los paisajes que nos rodeaban-, algo que seguramente incluiría a todo el mundo, una fiesta que haría a todos más buenos y alegres. Una espera que, con el paso de los años, fue uniéndose a una leve zozobra, porque ya habría sido desengañada, ya conocería la experiencia de haber visto pasar los momentos tan ansiados sin que trajesen la soñada transformación. Ya habría vivido la congoja cuando en la cama, la noche en que todo había terminado, escuchaba los sonidos de siempre, los terribles y angustiantes sonidos de la bestia que espera la oscuridad para recorrer las calles y adueñarse de la ciudad.
La cita era para el sábado, a las cuatro y media de la tarde. Basta considerar que mi marido deja de trabajar los sábados a mediodía, y que pasamos siempre juntos los fines de semana, para comprender que realmente yo no tenía ninguna intención de concurrir a la Plaza Italia. Si hubiera mínimamente especulado con la posibilidad de ir a esa cita, no hubiese aceptado ese día y esa hora inconvenientes.
Los sábados, si hace buen tiempo, compro carne para un asado. Mi marido llega, se cambia la ropa y va al patio. Se lleva el grabador y pone muy fuerte su música preferida, jazz cantado, viejos temas de Tom Waits y esas cosas, mientras prepara el fuego y arregla las plantas en el pedacito de tierra que tenemos. Yo, durante la semana, me ocupo de las planteras; él, del jardín. A veces, si no hay mucho sol, comemos afuera; si no, estamos en la cocina y él va y viene para buscar la carne en el asador. No lo dije: yo trabajé toda mi vida; soy bioquímica, pero hace siete meses cerró el laboratorio en el que estuve más de diez años y como no encontraba otra cosa decidimos que era preferible darme un respiro, quedarme tranquila en casa hasta que apareciese algo que valiera la pena.
Después de comer mi marido se va a dormir la siesta. Es la cosa que más le gusta, y como no se la puede permitir el resto de la semana, aprovecha los sábados. Los domingos, en general, vamos a almorzar con su familia -la mía está desperdigada por todo el país-, o nos vamos de pic-nic por ahí.
Llegó ese sábado, como llega todo en la vida. Fui a comprar la carne, llegó mi marido, hizo el fuego, yo preparé la ensalada, y a cada momento no podía dejar de pensar: dentro de seis horas, dentro de cuatro horas y diez minutos...
Pensaba: faltan tres horas, y veía al hombre llegar. Me figuraba un parque, que en verdad no tenía nada de la Plaza Italia, un rosedal vacío con un banco que yo veía desde lo alto, desde lejos, y un hombre llegaba, una figura pequeña que no me preocupaba por revestir con los atributos de Raúl. Los bancos bajo la pérgola estaban vacíos, un hombre llegaba y se sentaba a esperar.
Mi marido estaba durmiendo su siesta. A veces yo lo acompañaba, pero esa tarde no. Iba de un lado a otro de la casa, sin poderme frenar. Me saqué el reloj pulsera, me impuse no mirar el reloj de la cocina, y sin embargo podía adivinar exactamente cuánto demoraban en sucederse los segundos. Faltaron cuarenta minutos.
Faltaba media hora, me figuré al hombre frente a un espejo. Se echaba en las manos colonia para después de afeitarse y se daba ligeros golpes en las mejillas. El botiquín que el hombre abrió era el de mi casa. Fui al baño y busqué el frasco de perfume de mi marido, lo abrí y lo olí.
Faltaron quince minutos, diez, cinco. Dejé de ver al hombre llegando a la plaza. Me desplomé en un sillón. Todo se había terminado. Volví a mirar las paredes del comedor, al cuadro con un paisaje oscuro que le compramos a una vecina, pintado por su hermano, un muchacho que había muerto loco, y me pareció realmente el paisaje de mi alma, tenebroso y lleno de presagios de tormentas. Escuché el silencio con las voces lejanas, de las radios y los televisores sonando desde las otras casas. Me vi a mí misma ahí tirada con un solo destino entre los millones de destinos que daban vueltas por el mundo. Me levanté.
Me senté en la cama junto a mi esposo. Lo toqué. Se despertó, me miró:
-¿Llueve? -me preguntó, sobresaltado, y enseguida, recuperando la realidad-: Soñé que estaba todo inundado.
Le puse una mano sobre el hombro, lo llamé por su nombre y le dije algo así:
-El otro día vino un hombre del catastro a inspeccionar la casa. Charlamos un rato y me dio una cita. Yo no tenía ganas de discutir ni de hacer historias, no le dije nada, sabiendo que no iba a ir. La cita es en este preciso momento. Y voy a ir. Lo decidí ahora. Tengo que salir corriendo. Esto me cuesta tanto a mí como a vos, pero no podía dejar de decírtelo.
Le sonreí.
-No te imagines cosas raras. No es una tragedia, no es una inundación.
Me levanté:
-No creo que demore mucho.
No tenía tiempo para esperar su reacción. Al vuelo saqué del ropero mí saco marrón y mi monedero. Salí de casa. En la esquina grité hacia un taxi que pasaba. Cinco minutos después llegaba a la Plaza Italia. Al bajar del auto me di cuenta de que no me había cambiado las zapatillas.
Bajé del auto, lo busqué con la mirada y no lo vi. Era un lindo día y la plaza estaba llena de gente.
Yo esperaba verlo sentado o de pie junto a un banco. Me interné en los senderos de tierra, entre los chicos que daban sus primeros pasos, perseguidos por sus padres, o que pedaleaban como locos en sus triciclos y bicicletas.
De golpe alguien me tocó un hombro. Me volví, asustada. Era él.
III
Si yo fuera los zapatos del inspector que patea las calles
Sería un par de zapatos negros acordonados, con suelas de goma, modernos, con una apenas visible costura de hilo amarillo, de los que se definían en un tiempo como "juveniles de vestir".
Mis mayores sufrimientos, mis mayores perjuicios no sobrevienen del hecho de que el Señor Que Me Calza esté todo el día de pie, caminando por lugares tan variables como las cerámicas porosas y desgastadas de la pensión, o por los mármoles del hall y la escalera de la Municipalidad, o por el linóleo sucio y pegajoso de la Sección Catastro, o por veredas de barrio -hollín, tierra, caca de perro, hojas secas-, por las baldosas frescas y oscuras de los ingresos de las casas, alguna alfombra, pisos de parquet, pisos mojados en una cocina, en un lavadero. O por un pedazo de jardín: piso tierra. No, mis mayores perjuicios dependen de dos causas.
La primera es el fucking scooter de El Caballero Que Me Habita. No es un hombre atento con las máquinas, ni con los objetos, ni conmigo. En la pensión, debajo del ropero, tiene una caja de las que en un tiempo se llamaban botiquín de lustrabotas (extraño, aunque todo el mundo sigue usando zapatos, los accesorios que nos atañen -el calzador, los betunes, los paños de lustrar, los cepillos, las plantillas anatómicas-parecen anacrónicos cuando se los nombra, como si se refirieran a prendas abandonadas hace mucho tiempo: el corsé, el chiripá, los bragueros. O aquellas hermanas que tanto nos asistían en el pasado, las galochas). Tiene un botiquín de lustrabotas, El Jinete Que Me Monta, y sin embargo, muy raramente me lustra*. Raramente me lustra; a mí no me importa, no es grave, es simplemente una cuestión formal, pero significativa del descuido que le impide tomar conciencia de que cada vez que se monta en su scooter y patea con el pie derecho el pedal de arranque, un tornillo me rasguña peligrosamente, abriendo surcos que cada vez más se van ahondando y que pronto terminarán por perforarme el cuero.
El segundo tipo de perjuicio depende de los accidentes, raros pero más que posibles, no digo en la vida de los zapatos de todos los trabajadores de la calle sino en la nuestra específica, en la de quienes estamos entrando constantemente en casas distintas y metiéndonos en recovecos desconocidos. Accidentes como el que sucedió semanas atrás, cuando al abrirse de golpe una puerta se desplomaron sobre mí pilas de diarios polvorientos, cajas con latas de pintura, bolsas de basura.
El Hidalgo Que Me Conduce había insistido que le abrieran la puertita que clausuraba el pequeño espacio debajo de una escalera que subía a una terraza. La mujer había discutido, con razón: aducía haber perdido la llave del candado que mantenía clausurada la enclenque puertita, que nunca se habían preocupado por abrirla porque el lugar sólo encerraba cosas viejas y basura, y que de todos modos ese espacio no podía ser de otras dimensiones que las marcadas por la escalera y la pared medianera. El Encumbrado Que Me Doma actuó de una manera inusual.
Esa mañana en la oficina lo habían cargado de furia. Le habían recriminado no cumplir con la -inexpresada pero cierta- doble misión que tenía su trabajo. El jefe le gritó que sus colegas, en lo que iba del año, habían advertido y delatado ciento cincuenta y hasta trescientas casas sospechosas de hospedar enclaustrados. De los once inspectores que recorrían la ciudad, sólo él, El Baqueano Que Me Domeña, no había señalado ninguna casa susceptible de allanamientos policiales. El Donoso Que Me Incuba me había pisado con un taco un empeine para reprimir su temor y su ira. Había tratado de defenderse; preguntó si acaso había hecho mal su trabajo, si sus inspecciones no eran ajustadas y útiles para descubrir construcciones abusivas y aplicar suculentas multas, y no por primera vez el jefe le había gritado que para descubrir construcciones abusivas les habría bastado servirse de un millar de fotos aéreas, y que si se pagaba a un grupo de inspectores no era para ahorrar dinero sino para cumplir la misión que tenían todas las personas capaces de detectar la presencia de embotellados, de un almacenero a un recolector de basura, de un kiosquero a un farmacéutico, de un plomero a un vecino, pero sobre todo ellos, que tenían la posibilidad de entrar de improviso en las casas con una buena excusa, por las buenas o por las malas. Le advirtió que abriera los ojos, porque aunque él, el jefe, lo apreciara, desde más arriba empezaban a considerarlo indeseable.
De manera que El Gentilhombre Que Me Encarna insistió ante la mujer, argumentó que él estaba obligado a medir todos los espacios de la casa, y que si no le abría esa puerta tendría que llamar a la policía. Y la mujer le dijo que ella no podía hacer nada, que no tenía la llave, que tirara la puerta abajo si quería. Entonces él sacó la gran pinza que nunca había usado hasta ese día y forcejeó hasta que la cadena saltó de su encierro y sobre mí cayeron pilas de revistas y diarios, bolsas de basura podrida, latas, cajas.
La mujer, asustada, se echó sobre mí, me acarició, me limpió con una esponja, con trapos.
Sus cabellos se soltaron. Inclinada como estaba, y agitada en su dedicación, algunos mechones me rozaron, y entendí el gran refinamiento y el gran acto de sumisión y entrega que significaba la antigua costumbre de la que hizo gala la Magdalena al secarle los pies a Cristo con sus cabellos.
Gocé mucho de esos momentos, acentuados por la manera con que la mujer se aferró a mí y a las pantorrillas de El Tañedor Que me Plañe. Él había descubierto algo y quería examinarlo de cerca; ella trataba de retenerlo e impedirle que avanzara. Había empezado por arrodillarse, pero los ejercicios que le habían exigido las peores manchas la obligaron a estirar las piernas. Ella quiso retenerlo y, tirada como estaba, no atinó sino a agarrarse de mí con todas sus fuerzas.
Entendí entonces el cruel destino que compartimos objetos y humanos, y que fácilmente nos lleva a la autodestrucción. Pronto la vida nos enseña que las desgracias y las desventuras pueden ser un eficaz medio de llamar la atención. Y yo ahora, por sentir sus cabellos sobre mí sería capaz de provocarme cualquier mal. Cuando el tornillo filoso junto al pedal de arranque del scooter hiende mi cuero, quisiera apresurar mi suerte, como si en el fondo de mi camino estuviera ella esperándome, y mi reposo final fuese yacer en un nido de sus cabellos.
* Desde siempre me acosa un problema lingüístico, que es existencial: soy dos, gemelos. ¿Debería pues hablar en plural, o dar el circunloquio de decir UN par de zapatoS, para tratar de explicar algo? Hablaré de mí en singular; si le sucede algo al derecho o al izquierdo, es como si les sucediera a los dos: un mismo hálito nos anima. La Santísima Trinidad incluye a varios, y nada le ha impedido singularizarse.
Enrique Butti
Enrique Butti nació en Santa Fe (Argentina), en 1949. Es narrador, periodista y traductor. Publicó las novelas Aiaiay (1986), Carnavalito (1996), Indi (1998, Premio Internacional de Novela Mario de Andrade, editado primero en italiano) y los libros de cuentos Solfeo (1993), La daga latente (Primer Premio en el género Cuento del certamen Fondo Nacional de las Artes 2005). Trabaja como editor del suplemento de cultura del diario El Litoral, de Santa Fe. También escribe poesía.
Nota del Administrador: Los capítulos publicados pertenecen a su última novela: EL NOVIO (Ed.el cuenco de plata, 2007), relata la historia de un Inspector de catastro y con la excusa de descubrir agregados arquitectónicos ilegales en las casas y algún "encalaustrado", penetra en casas de mujeres solas y, abusando de sus funciones, las conquista. Se trata de mujeres cuyas edades oscilan casi todas entre 35 y 55 años,esa franja en la que algunas se vuelven un poco ridículas por la misma necesidad y porque ya no son tan jóvenes; el Inspector aprovecha justamente estas debilidades para seducirlas; pero lo más curioso es que para este hombre todo termina en un par de encuentros y un beso en la boca de la elegida. Deliciosa obra de Butti, posee todos los ingredientes de la gran literatura. Con un tono que oscila entre el humor y la ternura, reflexiona sobre el amor y las relaciones humanas, a través de estos personajes inolvidables, el Inspector y "sus" novias, que son las que toman la voz narrativa, además de los objetos personificados.
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