Si se llega sin idea preconcebida a la obra publicada de Francis Ponge, al principio siente uno la tentación de creer que se ha propuesto, llevado por un afecto singular a las cosas, describir con los medios corrientes, es decir, con las palabras, con todas las palabras, gastadas, corroídas, descalcañadas, tales como se presentan al escritor ingenuo, gama de cualesquiera colores en una paleta. Pero por poco atentamente que se lea, uno se desconcierta muy pronto: el lenguaje de Ponge parece trucado, encantado. A medida que nos descubren un aspecto nuevo del objeto nombrado parece que las palabras se nos escapan, que no son enteramente los instrumentos dóciles y triviales de la vida cotidiana y que nos revelan aspectos nuevos de sí mismas. De modo que la lectura de Parti pris des choses parece con frecuencia una oscilación inquieta entre el objeto y la palabra, como si, para terminar, no se supiese ya muy bien si es la palabra el objeto o es el objeto la palabra.
Es que la preocupación original de Ponge es la de la nominación. No es filósofo —o, por lo menos, no lo es ante todo— y para él no se trata de expresar la cosa a cualquier precio. Ante todo habla, escribe. Ha titulado a uno de sus libros La rage de l'expression y se llama a sí mismo, en Le mimosa, ex mártir del lenguaje. Es un hombre de 45 años que escribe desde 1919, Con ello demuestra suficientemente que ha llegado a las cosas por el rodeo de una reflexión sobre la palabra.
Entendámonos bien, no obstante. No habría que creer que habla por hablar, que los objetos de sus descripciones sean temas indiferentes, ni tampoco que sus altercados con las palabras le hayan llevado a adquirir conciencia de la existencia de las cosas. Él mismo dice en Le mimosa:
Tengo (de la mimosa) en el fondo de mí una idea que necesito sacar afuera...Dudo de si no ha sido la mimosa la que ha despertado mi sensualidad...En las ondas potentes de su perfume yo flotaba, extasiado. Tanto que al presente la mimosa, cada vez que aparece en mi interior, a mi alrededor, me recuerda todo eso y se marchita inmediatamente...Puesto que escribo, sería inadmisible que no hubiera un escrito mío sobre la mimosa.
No se podría indicar mejor que no llega a las cosas por casualidad; pero aquellas de que habla están elegidas; han habitado en él durante largos años, lo pueblan, tapizan el fondo de su memoria, se hallaban presentes en él mucho antes que tuviese sus enojos con la palabra; mucho antes que tomara la decisión de escribir sobre ellas le perfumaban ya con sus significados secretos; y su esfuerzo actual tiene por objeto pescar en el fondo de sí mismo esos monstruos bulliciosos y floridos y expresarlos mucho más que fijar sus cualidades después de observaciones escrupulosas. Se cuenta que Flaubert le dijo a Maupassant: "Ponte ante un árbol y descríbelo". El consejo, si fue dado, es absurdo. El observador puede tomar medidas...y nada más. La cosa le negará siempre su sentido...y su ser.Ponge contempla sin duda la mimosa; la contempla atenta y largamente. Pero sabe ya lo que busca en ella. La guija, la lluvia, el viento, el mar están ya en ella como complejos, y son esos complejos los que quiere poner de manifiesto. Y si se quiere saber por qué, en vez del trivial complejo de Edipo o del complejo de inferioridad —al lado, quizá, del complejo de inferioridad— se decide por el complejo-guijarro, el complejo-marisco o el complejo-musgo, diremos al mismo tiempo que lo mismo nos sucede a cada uno de nosotros y que ese es el secreto de su personalidad.
Y, sin embargo, fue de aquellos cuya vocación literaria se caracterizó por una lucha furiosa contra el lenguaje. Si primeramente asimiló y dirigió el mundo de las cosas, es el gran espacio llano de las palabras lo primero que descubrió. El hombre es lenguaje, dice. Y añade en otra parte, con una especie de desesperación: "Todo es habla". Comprenderemos mejor en seguida
el sentido de esa frase. Tomemos nota por el momento de esa resolución de contemplar al hombre desde fuera, a la manera de los behavioristas. En ninguna parte de su obra se tratará de pensamiento. Lo que distingue al hombre de las otras especies es ese acto objetivo que llamamos el habla, esa manera original de golpear el aire y de construir a su alrededor un objeto sonoro. Ponge va incluso a naturalizar el habla, al hacer de ella una secreción del animal humano, una baba comparable con la del caracol: "La verdadera secreción común del molusco hombre...: quiero decir, el habla". O también: "Moluscos informes...millones de hormigas...no tenéis como habitáculo sino el vapor ordinario de vuestra verdadera sangre: el
habla".
Ponge considera al habla una verdadera concha que nos envuelve y protege nuestra desnudez, una concha que hemos segregado a la medida de nuestros cuerpos tan blandos. El tejido de las palabras tiene para él una existencia real, perceptible: ve las palabras a su alrededor, alrededor de nosotros. Pero esta concepción rigurosamente objetivista, materialista si se quiere, del discurso es al mismo tiempo una adhesión sin reserva al lenguaje. Ponge es humanista. Porque hablar es ser hombre, él habla para servir a lo humano hablando. Tal es el origen confesado de su vocación de escritor.
No sé por qué desearía que el hombre, en lugar de esos enormes monumentos que sólo testimonian la desproporción grotesca entre su imaginación y su cuerpo, pusiera su interés en crearse para sus descendientes un habitáculo no mucho más voluminoso que su cuerpo; que todas sus imaginaciones y razones estén comprendidas en él, que empleara su genio en el ajuste y no en la desproporción...Desde este punto de vista admiro sobre todo a ciertos escritores o músicos mesurados...a los escritores por encima de todos los demás, porque su monumento está hecho con la verdadera secreción ordinaria del molusco hombre.
Servir a lo humano hablando, sea. Pero es necesario que las palabras se presten para ello. Ponge es de la misma generación que Parain; comparte con él esa concepción materialista del lenguaje que no quiere distinguir a la Idea del Verbo; conoció como él, después de 1918, esa brusca desconfianza con respecto al discurso, esa amarga desilusión. En otra parte he tratado de dar las razones de ello. Parece que más tarde se situará una "crisis del lenguaje" entre los años 18 y 30. Las búsquedas del simbolismo, la famosa "crisis de la ciencia", la teoría del "nominalismo científico" que ella inspiró y la crítica bergsoniana habían preparado los caminos. Pero los jóvenes de la posguerra necesitaban móviles más sólidos. Hubo el descontento violento de los desmovilizados, su inadaptación; hubo la revolución rusa y la agitación revolucionaria que se difundió un poco por toda Europa; hubo, con la aparición de realidades
nuevas y ambigüas, mitad carne, mitad pescado, la vertiginosa desvalorización de las palabras antiguas, que ya no podían nombrarlas enteramente, en el momento en que la ambigüedad misma de esas formas de existencia impedía que se les inventase denominaciones nuevas.
Pero, de todas maneras, no todos los descontentos podían dirigir su ira contra el lenguaje. Para eso había que haberle atribuido primero un valor singular. Ese fue el caso de Ponge y de Parain. Los que creían que podían despegar las ideas de las palabras no se inquietaron demasiado o aplicaron en otros campos su energía revolucionaria. Pero Ponge y Parain habían definido de antemano al hombre por el habla. Estaban atrapados como ratas, puesto que el habla no valía nada. Se puede decir verdaderamente que en este caso desesperaron: su posición les privaba de toda esperanza. Se sabe que Parain, obseso por un silencio que se sustraía siempre, llegó a los extremos del terrorismo y volvió a una retórica matizada. El camino de Ponge es más sinuoso.
Lo que reprocha al lenguaje es, ante todo, que es el reflejo de una organización social que execra. "Nuestro primer móvil fue sin duda el aborrecimiento de lo que nos obligan a pensar y a decir". En este sentido su desesperación era menos total que la de Parain: en tanto que éste creía ver en el lenguaje un vicio original, había en Ponge un optimismo naturalista que le hacía más bien considerar a las palabras como viciadas por nuestra forma de sociedad.
Con perdón sea dicho de las palabras mismas, dados los hábitos que en tantas bocas infectas han contraído, hace falta cierto coraje para decidirse no solamente a escribir, sino también a hablar.
Y:
Esos hacinamientos de camiones y autos, esos barrios que no alojan ya más que mercaderías, o los legajos de documentos de las compañías que los transportan...esos gobiernos de negociantes y mercaderes, podrían pasar si no nos obligasen a tomar parte en ello. Pero, ¡ay!, para colmo de horror, en el interior de nosotros mismos habla el mismo orden sórdido, porque no tenemos a nuestra disposición más palabras ni más vocablos altisonantes (o frases, es decir, más ideas) que las que un uso cotidiano en este mundo grosero prostituye desde la eternidad.
Como se ve, no es verdaderamente al lenguaje al que acusa, sino al lenguaje "tal como se lo habla". Por lo tanto, no ha pensado ciertamente en guardar silencio. Como es poeta, considera a la poesía como una empresa general de desengrase del lenguaje, del mismo modo que el revolucionario, de cierta manera, puede tratar de desengrasar a la sociedad. Por otra parte, para Ponge, es lo mismo: "Nunca rebotaré sino en la actitud del revolucionario o del poeta".
Pero si no descubre en el lenguaje esa imposibilidad de principio, esa contradicción formal que veía en él Parain, su posición es al comienzo apenas más envidiable. Pues, al fin y al cabo, como no quiere el silencio, porque el silencio es una palabra, una palabra inútil, quizá una trampa, sólo dispone para hacerse entender de las palabras que execra. ¿Qué puede hacer? Ponge adopta al principio la solución negativa que le ofrecen los superrelistas: destruir las palabras mediante las palabras. "Ridiculicemos las palabras mediante la catástrofe —escribe—, el simple abuso de las palabras". Se trata, en suma, de una desvalorización radical; es la política de lo peor. ¿Pero cuál puede ser el resultado? ¿Es cierto que construiremos así un silencio? Sin duda eso es hablar "para no decir nada". Pero, en realidad, ¿son las palabras las que destruimos? ¿No proseguimos el movimiento iniciado por esas "bocas infectas" que detestamos, no expulsamos de las palabras su sentido propio y no vamos a encontrarnos, en medio del desastre, con una equivalencia absoluta de todos los nombres y obligados a hablar a pesar de todo? Por lo demás, Francis Ponge no se obstinó en esa tentativa. Su genio particular lo llevaba a otra parte. Para él se trataba más bien de arrancar las palabras a quienes hacen mal uso de ellas y de tratar de otorgarles una nueva confianza. Desde 1919 entrevé una solución que se apoyará en la imperfección del Verbo:
Divina necesidad de la imperfección, divina presencia de lo imperfecto, del vicio y de la muerte en los escritos, aportadme también vuestra ayuda. Que la impropiedad de las palabras permita una nueva inducción de lo humano entre signos ya demasiado despegados de él y demasiado resecos, demasiado presumidos, demasiado jactanciosos. Que todas las abstracciones sean socavadas y como derretidas interiormente por ese secreto calor del vicio, causado por el tiempo, por la muerte y por los defectos del genio.
Lo que reprocha a la palabra es que se apega demasiado exactamente a su significado más trivial, que es a la vez exacta y pobre. Pero al mirarla mejor distingue en ella hinchazones, despegaduras, sentidos adventicios, toda una dimensión secreta e inútil hecha con su historia y las torpezas de quienes la han utilizado. ¿No hay en esa profundidad ignorada los elementos de un rejuvenecimiento de las palabras? No se trata tanto de insistir, como Valéry, en su sentido etimológico para rejuvenecerlas, ni tampoco de descubrirles, como Leiris, un aspecto subjetivo que nos las apropia más seguramente. Es necesario, más bien, contemplarlas con los ojos con que miraba Rimbaud a las "pinturas idiotas", tomarlas en el momento mismo en que las creaciones del hombre se tuercen, se alabean, se le escapan al hombre mediante las químicas secretas de sus significados.
En resumen, hay que sorprenderlas y apoderarse de ellas en el momento en que están en vías de convertirse en cosas. O más bien, pues la palabra humana, la más constantemente manejada, sigue siendo una cosa, bajo cierto aspecto hay que esforzarse por captar todas las palabras —con su sentido— en su extraña materialidad, con el humus significante, el desecho, el saldo que las llena. Esta idea de la "palabra-cosa" me parece esencial en él. Hasta el presente sigue obseso por la materialidad de la palabra.
Oh rastros humanos al alcance del brazo, oh sonidos originales, monumentos de la infancia del arte...caracteres, objetos misteriosos perceptibles por los sentidos solamente...quiero hacer que os amen por vosotros mismos más que por vuestro significado. Elevaros, en fin, a una condición más noble que la de simples designaciones,
escribió en 1919. Y en Le parti pris des choses, su obra más reciente, volviendo a esa asimilación de las palabras con una concha segregada por el hombre, se deleita imaginándose esas conchas vaciadas, después de la desaparición de nuestra especie, en manos de otras especies que las mirarían como miramos nosotros las conchas que encontramos en la arena.
Oh Louvre de lectura, que podrá ser habitado, después del final de la raza quizá por otros huéspedes, algunos monos, por ejemplo, o algún ave, o algún ser superior, como el crustáceo sustituye al molusco en la tiara bastarda.
Al escapar así al hombre que la ha producido, la palabra se convierte en un absoluto. Y el ideal de Ponge es que sus obras, compuestas de palabras-cosas, que sobrevivirán a su época y tal vez a su especie, se conviertan a su vez en cosas. ¿Hay que ver en ello simplemente la consecuencia de una actitud resueltamente materialista? No lo creo. Pero me parece que vuelvo a encontrar en Ponge un deseo común a muchos escritores y pintores de su generación: que su creación sea una cosa precisamente y únicamente en la medida en que es creación suya.
Ese esfuerzo para remover el sentido de las palabras seguía siendo todavía una rebelión pura en tanto que los significados medio petrificados, descubiertos bajo la costra superficial del sentido común, no se dirigían hacia objetos que les fuesen propios. Se trataba todavía de un esfuerzo puramente negador. ¿Comprendió Ponge que un verdadero revolucionario debía ser constructor? ¿Comprendió que "el espesor semántico" de las palabras corría el peligro de quedar en el aire si no se lo empleaba también para designar? Quería
proponer a cada uno la apertura de trampas interiores, un viaje por el espesor de las palabras...una subversión comparable a la que realiza el arado o la pala cuando de pronto y por primera vez son descubiertas millones de partículas, de pepitas de oro, de raíces, de gusanos y de animalitos hasta entonces enterrados (1)
Pero -y éste es quizás el rodeo más importante de su pensamiento— Ponge se dio cuenta de que no se podía vaciar durante mucho tiempo las palabras; se apartó de la gran charla superrealista que consistió para muchos en hacer chocar las unas contra las otras palabras sin objeto. No podía renovar el sentido de las palabras, apropiarse enteramente de sus recursos profundos, sino empleándolas para nombrar otras cosas. De consiguiente, la revolución del lenguaje exige, para ser completa, que la acompañe una conversión de la atención: hay que arrancar al discurso de su uso trivial, volver nuestra mirada hacia objetos nuevos y expresar "los recursos infinitos del espesor de las cosas...mediante los recursos infinitos del espesor
semántico de las palabras".
¿Cuáles serán, por consiguiente, esos nuevos objetos? El título de la recopilación de Ponge nos informa. Las cosas existen. Hay que tomar una resolución, hay que decidirse por ellas. En consecuencia, abandonaremos los discursos, demasiado humanos, para ponernos a hablar de las cosas, sin querer oír razones.(2) De las cosas, es decir, de lo inhumano. Sin embargo, hay dos sentidos de lo inhumano. Si hojeo el libro de Ponge veo que habla del guijarro y del musgo, a los que reconozco de buena gana como cosas, pero también del cigarrillo, utensilio muy humano, y de la madre joven, que es una mujer, y del gimnasta, que es un hombre, y del restaurante Lemeunier, que es una institución social. Si, no obstante, leo los pasajes que conciernen a estos últimos objetos, veo que el gimnasta,
más rosado que lo natural y menos hábil que un mono, salta a los aparejos, presa de un celo puro. Luego, desde lo alto de su cuerpo asido a la cuerda nudosa, interroga al aire como un gusano desde su terrón. Para terminar elige a veces telares como una oruga, pero rebota en pie.
Observo inmediatamente el esfuerzo de Ponge para suprimir el privilegio de la cabeza, el órgano más humano del ser humano. Para nosotros es el alma o una pequeña imagen del alma que se balancea encima del cuello postizo y que hace rancho aparte. Pero Ponge la devuelve al cuerpo; ya no la llama cabeza, ni cara, ni rostro —esas palabras están demasiado cargadas de
sentido humano, cargadas de sonrisas, de lágrimas y de fruncimientos de cejas—, sino "lo alto de su cuerpo", y si compara el cuerpo del gimnasta con el gusano es con el fin de suprimir la diferenciación de los órganos, imponiéndonos la imagen del animal más liso, menos diferenciado, para que la cabeza no sea ya sino un movimiento interrogador en lo alto de un
anélido. El artificio de la descripción reside, no obstante, principalmente, en que Ponge nos muestra al gimnasta como el representante de una especie animal. Lo describe como describía Buffon al caballo o la jirafa. Lo que fue obtenido por el trabajo él nos lo da como la propiedad
congénita de la especie. "Menos hábil que un mono", dice, y esas palabras bastan para transformar esa habilidad adquirida en una especie de don innato. Finalmente descompone el "número" del artista en una serie de comportamientos coagulados por la herencia y que se suceden en un orden monótono y desprovisto de sentido.
Y he aquí la "joven madre":
El rostro con frecuencia inclinado sobre el pecho se alarga un poco. Los ojos atentamente fijos en un objeto próximo si se levantan a veces parecen un poco alucinados. Muestran una mirada llena de confianza, pero solicitando la continuidad. Los brazos y las manos se encorvan y se refuerzan. Las piernas que se han adelgazado mucho y se han debilitado están sentadas de buena gana y las rodillas muy alzadas. El vientre inflado, lívido, todavía muy sensible; el bajo vientre se ajusta al reposo, a la noche de las sábanas.
...Pero de pronto en pie, todo ese gran cuerpo evoluciona angostamente...
Aquí los órganos se aislan y llevan cada uno por su cuenta una vida retardada; la unidad humana ha desaparecido y nos tenemos que hacer con un polípero más bien que con una mujer. Además, en las últimas líneas todo se reúne, pero es para formar un gran cuerpo ciego, no una persona.
He aquí, pues, una madre de familia y un trapecista petrificados. Son cosas. Para obtener ese resultado ha bastado con contemplarlos sin ese prejuicio de lo humano que carga con signos los rostros y los gestos de los hombres. Se ha abstenido de pegarles en la espalda las etiquetas tradicionales de "Alto" y "Bajo", de suponerles una conciencia, de considerarlos, finalmente, como muñecos brujos. En una palabra, se los ha mirado con los ojos de los behavioristas. Y he aquí que de pronto vuelve a la Naturaleza; el gimnasta, entre el mono y la ardilla, se convierte en un producto natural; la joven madre es un mamífero superior que ha parido.
Ahora hemos comprendido que un objeto cualquiera aparecerá como una cosa en cuanto se tenga el cuidado de desvestirlo de los significados demasiado humanos con que se lo ha vestido primeramente. En verdad, el proyecto puede parecer ambicioso: ¿cómo, yo que soy un hombre, puedo sorprender a la naturaleza sin los hombres? Conocí a una niña que abandonaba su jardín ruidosamente y en seguida volvía a él en silencio para "ver cómo era
cuando ella no estaba allí". Pero Ponge no es tan ingenuo: sabe bien que su proyecto de lograr la cosa desnuda no es sino un ideal.
Es a la mimosa misma (¡dulce ilusión!) a la que hay que llegar ahora; si se quiere, a la mimosa sin mí.
Dice en otra parte que desearía
describir (las cosas) desde su propio punto de vista. Pero esto es un término o una perfección imposible .. . Hay siempre una relación con el hombre... No son las cosas las que hablan entre ellas, sino los hombres entre ellos quienes hablan de las cosas y no se puede en modo alguno salir del hombre.
Por lo tanto, debemos limitarnos a aproximaciones cada vez más precisas. Y lo que podemos hacer en seguida es desnudar a las cosas de sus significados prácticos. Hablando del guijarro, Ponge escribe:
Comparado con el cascajo más pequeño, puede decirse que por el lugar donde se lo encuentra, y también porque el hombre no acostumbra a utilizarlo en la práctica, es la piedra todavía salvaje, o por lo menos no doméstica.
Durante algunos días más sin significación en ningún orden práctico del mundo aprovechamos sus virtudes.
¿Qué son, en efecto, esos "significados prácticos" sino el reflejo en las cosas de ese orden social que Ponge detesta? El cascajo remite al césped, éste a la quinta de recreo, ésta a la ciudad, y he aquí lo nuevo:
Todos esos toscos camiones que pasan en nosotros, esas fábricas, manufacturas, tiendas, teatros, monumentos públicos que constituyen mucho más que la decoración de nuestra vida...
Por lo tanto, hay ante todo en Ponge un rechazo de la complicidad. Encuentra en él palabras manchadas, "completamente hechas", y fuera de él objetos domesticados, envilecidos; mediante un mismo movimiento tratará de deshumanizar las palabras rebuscando bajo su sentido superficial su "espesor semántico", y de deshumanizar las cosas raspándoles su barniz de significados utilitarios. Eso significa que hay que llegar a la cosa cuando se ha suprimido en uno mismo lo que Bataille llama el proyecto. Y esta tentativa depende de un postulado filosófico que por el momento me limitaré a revelar: en el mundo heidegeriano lo existente es ante todo "Zeug", utensilio. Para ver en él "das Ding", la cosa temporo-espacial, conviene practicar en uno mismo una neutralización. Se detiene, se hace el proyecto de suspender todo proyecto, se permanece en la actitud del "Nur verweilen bei..." Entonces aparece la cosa, que no es, en resumidas cuentas, sino un aspecto secundario del utensilio —aspecto que se funda en
último recurso en la cualidad de utensilio— y la Naturaleza, como colección de cosas inertes. El movimiento de Ponge es inverso: para él es la cosa la que existe primeramente, en su soledad inhumana; el hombre es la cosa que transforma las cosas en instrumentos. Bastará, por lo tanto, con amordazar en uno mismo esa voz social y práctica para que la cosa se revele en su verdad eterna e instantánea. Ponge se muestra a este respecto como un antipragmatista, porque niega la idea de que el hombre, mediante su acción, confiere a priori su sentido a lo real. Su intuición primera es la de un universo dado. Dice:
Ante todo es necesario que yo confiese una tentación absolutamente encantadora, larga, característica, irresistible para mi espíritu: es la de dar al mundo, al conjunto de las cosas que veo o que concibo mediante la vista, no, como hacen la mayoría de los filósofos y como es sin duda razonable (3), la forma de una gran esfera, de una gran perla, blanda y nebulosa, como brumosa, o al contrario cristalina y límpida, cuyo centro, como ha dicho uno de ellos, estaría en todas partes y la circunferencia en ninguna parte...sino más bien, de una manera completamente arbitraria y alternativamente, la forma de las cosas más particulares, las más
asimétricas y consideradas contingentes, y no solamente la forma, sino también todas las características...como por ejemplo una rama de lilas, un langostino...
Si ama cada flor, cada animal, lo suficiente para dar alternativamente su forma y su ser al universo, por lo menos la existencia de este universo no ofrece duda alguna para él, por lo menos juzga razonable concebirlo bajo los aspectos que el realismo dogmático le ha prestado desde hace veinte siglos. Y en este universo sólido, lila, langostino o esfera de bruma, el hombre es una cosa entre otras cosas. En esta concepción casi ingenua encontramos, por lo tanto, la afirmación del materialismo científico: que hay una preeminencia del objeto sobre el sujeto. El ser existe antes del conocer; el postulado inicial de Ponge se confunde con el de la ciencia. Ponge comenzó, como muchos escritores y artistas de su generación, con una duda metódica, pero no ha querido comprometer a la ciencia. Tal vez esta omisión le va a jugar más tarde malas pasadas.
Pero por el momento hemos descubierto nuestro objeto. Es finalmente el universo, con el hombre dentro.
Desearía escribir una especie de De natura rerum. Se ve bien la diferencia con los poetas contemporáneos: no son poemas lo que desearía componer, sino una sola cosmogonía.
¿Por qué esta cosmogonía se presenta actualmente en fragmentos discontinuos? Porque es necesario constituir un alfabeto:
La riqueza de las proposiciones contenidas en el menor objeto es tan grande que no concibo todavía sino las más sencillas: una piedra, una hierba, el fuego, un pedazo de madera, un trozo de carne.
En consecuencia, por el momento se trata menos de escribir una cosmogonía que una especie de Característica universal, mediante la designación de seres elementales que luego podrán ser combinados para reproducir existentes más complicados. Hay, en consecuencia, para Ponge una sencillez absoluta y una complicación absoluta; no se le ocurre la idea de que toda cosa es completamente sencilla o infinitamente complicada según el punto de vista en el que uno se coloca. Un hombre que enciende un cigarrillo es completamente sencillo, con la condición, no obstante, de que considere a ese hombre con su cigarrillo como una totalidad una y significante, es decir, que compruebo a este respecto la aparición de una "Gestalt". Pero
si me empeño voluntariamente en no ver esa forma sintética, me encuentro con tanta carne, huesos y nervios en los brazos que tendré que elegir, en toda esta carnicería, "trozos" relativamente simples y accesibles a la descripción. Eso es lo que hace Ponge. Pero yo le pregunto: ¿por qué esa unidad que niega al fumador se la da a su fémur o a su bíceps? Volveremos a esto más adelante.
Estamos, por lo tanto, en el campo, que se ha deslizado hasta el centro de la ciudad. Una col en un jardín, un guijarro en la playa, un camión en la plaza, un cigarrillo en el cenicero o en una boca, vienen a ser lo mismo, puesto que nos hemos despojado del proyecto. Las cosas están ahí, esperan. Y lo que observamos ante todo es que reclaman una expresión, son las
solicitaciones mudas que hacen para que se les hable, según su valor y por ellas mismas —aparte de su valor habitual de significación—, sin elección y no obstante con medida. ¿Pero qué medida? La suya propia.
Hay que entender este pasaje al pie de la letra. No se trata de una fórmula de poeta para caracterizar los llamamientos que nos hacen nuestros recuerdos más oscuros y profundos. Es una intuición directa de Ponge, todo lo menos teórica posible. Vuelve a ella con insistencia en el Parti pris des choses, sobre todo a lo largo de las admirables páginas que consagra a la vegetación.
Los árboles...dan suelta a sus palabras, una oleada, una vomitona de verde. Tratan de llegar a una foliación completa de palabras...Lanzan, al menos ellos lo creen, cualesquiera palabras, lanzan tallos para colgar de ellos todavía más palabras...Creen que pueden decirlo todo, que pueden cubrir por completo al mundo con palabras variadas: no dicen sino "los árboles"...Siempre la misma hoja, siempre el mismo modo de despliegue y el mismo límite, siempre hojas simétricas a sí mismas, simétricamente suspendidas. En resumidas cuentas, nada podría contenerlas sino esta observación hecha de pronto: "No se sale de los árboles sino por medio de árboles. (4)
Lo que explica más adelante en estos términos:
No son sino una voluntad de expresión. No se ocultan nada a sí mismos, no pueden guardar en secreto idea alguna, se explayan enteramente, sinceramente, sin restricción.. . Toda voluntad de expresión de su parte es impotente salvo para desarrollar su cuerpo, como si cada uno de nuestros deseos nos costase la obligación en adelante de nutrir y de soportar un miembro suplementario. Infernal multiplicación de substancia con ocasión de cada idea. (5)
No creo que se haya ido nunca más lejos en la comprensión del ser de las cosas. Aquí el materialismo y el idealismo son ya improcedentes. Estamos muy lejos de las teorías, en el centro de las cosas mismas, y las vemos de pronto como pensamientos empastados por sus propios objetos. Como si la idea que se puso en camino para llegar a ser idea de silla de pronto se solidificase de atrás adelante y se convirtiese en silla. Si se contempla a la Naturaleza desde el punto de vista de la Idea no se puede eludir esta obsesión: la indistinción de lo posible y lo real, que se encuentra en grado menor en el sueño del durmiente y que es la característica del ser. Ser en sí. En efecto, la afirmación es siempre afirmación de algo, es decir, que el acto afirmativo se distingue de la cosa afirmada. Pero si suponemos una afirmación en la que lo afirmado viene a llenar lo afirmante y se confunde con él, esta afirmación no puede afirmarse, por exceso de plenitud y por inherencia inmediata del continente en lo contenido. Por lo tanto, el ser es opaco para sí mismo, precisamente porque está lleno de sí mismo. Si quiere tener de sí mismo una visión reflexiva, he aquí que esa visión, hoja o rama, se espesa a su vez y se hace cosa. Tal es el aspecto de la Naturaleza que discernimos cuando la contemplamos en silencio: es un lenguaje petrificado. De ahí ese deber que siente Ponge a su respecto: el del manifestar para ella. Pues se trata —ni más ni menos— de manifestar. Pero las tentativas de Ponge difieren profundamente de la "manifestación" gidiana. Al manifestar, Gide quiere recoser la Naturaleza, apretar su trama y hacerla existir finalmente en el plano de la perfección estética, de manera que se verifique la paradoja de Wilde: "La naturaleza imita al arte". La "manifestación" gidiana es con respecto a su objeto lo que es el círculo geométrico con respecto a los "redondeles" de la Naturaleza. Lo único que quiere Ponge es prestar su lenguaje a todas esas palabras atascadas, enligadas, que surgen a su alrededor de la tierra, del aire y del agua. ¿ Qué puede hacer para eso? Ante todo, volver a esa actitud ingenua cara a todos los radicalismos filosóficos, a Descartes, Bergson y Husserl: "Finjamos que no sé nada".
Considero el estado actual de las ciencias: bibliotecas enteras sobre cada parte de cada una de ellas...¿Tendría que comenzar por leerlas y aprenderlas? Muchas vidas no bastarían para eso. Entre la enorme extensión y cantidad de los conocimientos adquiridos por cada ciencia, del crecido número de las ciencias, nos perdemos. Lo mejor que se puede hacer, por lo tanto, es considerar a todas las cosas como desconocidas, y pasearse o tenderse bajo los árboles o en la hierba y volver a tomar todo desde el comienzo.
En consecuencia, Ponge aplica sin saberlo el axioma original de toda la Fenomenología: "En las cosas mismas" (6). Su procedimiento será el amor, ese amor que no implica deseo, ni fervor, ni pasión, sino que es aprobación total, respeto total, "cuidado extremado...de no molestar al objeto", adaptación tan perfecta y detallada "que vuestras palabras tratan siempre a todo el mundo como lo trata ese objeto mediante el lugar que ocupa, sus semejanzas, sus cualidades..." En resumen, se trata de observar el guijarro menos que de instalarse en su corazón y de ver el mundo con sus ojos, como hace el novelista que, para describir a sus personajes, se desliza en la conciencia de éstos y describe las cosas y las personas tal como se le aparecen. Esta posición permite comprender por qué Ponge llama a su obra una cosmogonía más bien que una cosmología. Es que no se trata de describir. En él se encontrarán muy pocas de esas instantáneas brillantes mediante las cuales una Virginia Woolf o una Colette dan exactamente el aspecto de un objeto. Habla del cigarrillo sin decir una palabra del papel blanco que lo envuelve, de la mariposa casi sin mencionar los dibujos que jaspean sus alas: no le preocupan las cualidades, sino el ser. Y el ser de cada cosa se le aparece como un proyecto, como un esfuerzo hacia la expresión, hacia cierta expresión con cierto matiz de sequedad, de estupor, de generosidad, de inmovilidad. Compenetrarse con ese esfuerzo mismo, más allá del aspecto fenomenal de la cosa, es haber llegado a su ser. De ahí este discurso del método:
Todo el secreto de la dicha del contemplador está en su negativa a considerar como un mal la invasión de su personalidad por las cosas. Para evitar que eso se convierta en misticismo es necesario:
1º darse cuenta precisamente, es decir, expresamente, de cada una de las cosas de las que ha hecho el objeto de su contemplación;
2º cambiar con bastante frecuencia el objeto de contemplación y en suma,mantener cierta medida. Pero lo más importante para la salud del contemplador es la nominación de todas las cualidades que descubre a medida que las descubre; no es necesario que las cualidades, que lo "transportan" lo transporten más allá que su expresión mesurada y exacta.
Henos aquí, por lo tanto, traídos de nuevo a la nominación de que habíamos partido y que aparece aquí como el ejercicio de una virtud helénica de mesura. Entendámonos bien, no obstante: para Ponge, si el hombre denomina, no lo hace solamente para fijar en noción lo que correría siempre el peligro de degenerar en éxtasis, sino porque, en fin de cuentas, todo comienza y termina para él con palabras; al nombrar, cumple su oficio de hombre:
El Verbo es Dios; sólo existe el Verbo; yo soy el Verbo.
En consecuencia, la imposición del nombre adquiere el valor de una ceremonia religiosa. Ante todo, porque corresponde al momento de la reanudación: mediante ella el hombre, diluído en la cosa, se retira, se concentra y reanuda su función humana. Luego, y sobre todo, porque la cosa, como hemos visto, espera su nombre con todo su celo de expresión abortada. Por tanto, la nominación es un acto metafísico de un valor absoluto; es la unión sólida y definida del hombre y de la cosa, porque la razón de ser de la cosa consiste en requerir un nombre y la función del hombre en hablar para darle un nombre. He aquí por qué Ponge puede escribir acerca de la "modificación de las cosas por la palabra":
En una onda, en un conjunto informe que llena su contenido, o por lo menos que se ajusta a su forma hasta cierto nivel —por efecto de la espera, de una acomodación, de una especie de atención todavía de la misma naturaleza— puede entrar lo que ocasionará su modificación: la palabra.
La palabra sería, por lo tanto, en las cosas del espíritu su estado de rigor, su manera de mantenerse a plomo fuera de su continente. Una vez comprendido eso se tendrá el tiempo y el goce de estudiar tranquilamente, minuciosamente, con aplicación, las cualidades descontables.
La más notable, y que salta a los ojos, es una especie de crecimiento, de aumento de volumen del hielo con relación a la onda, y la rotura, por él mismo, del continente, antes forma indispensable.
Lo que significa que, mediante el acto mismo que da a la cosa su nombre, la idea se convierte en cosa y hace su entrada en el dominio del espíritu objetivo. Así, no se trata únicamente de nombres, sino de hacer un poema. Por esto entiende Ponge una obra bastante particular y que excluye rigurosamente el lirismo: tras los tanteos y las aproximaciones que le han entregado los nombres y los adjetivos que convendrán a la cosa, hay que reunirlos en una totalidad sintética y de manera que la organización misma del Verbo en esa totalidad produzca exactamente el surgimiento de la cosa en el mundo y su articulación interior. A eso precisamente es a lo que llama poema. Sin duda no es enteramente, como hemos visto, la cosa misma, y conserva una relación con el hombre:
Si no, cada poema agradaría a todos y a cada uno, en todos y en cada momento, como agradan y conmueven los objetos de las sensaciones mismas.
Pero
al menos, mediante un amasamiento, un primordial irrespeto de las palabras, etc..., se deberá
dar la impresión de un nuevo idioma que producirá el efecto de sorpresa y de novedad de los objetos de sensación mismos.
Y ese poema, precisamente a causa de la unidad profunda de las palabras que hay en él, a causa de su estructura sintética y de la aglutinación de todas sus partes, no será simple copia de la cosa, sino cosa en sí mismo.
El poeta nunca debe presentar un pensamiento, sino un objeto, es decir, que incluso al pensamiento le debe hacer tomar una actitud de objeto.
El poema es un objeto de goce que se ofrece al hombre, hecho y destinado especialmente para él.
Volvemos a encontrar aquí esa tendencia común a la literatura y la pintura del siglo xx y que quiere que un cuadro, por ejemplo, más bien que una traducción, incluso libre, de la naturaleza, sea una naturaleza por sí solo. Pero hay que comprenderlo bien. Aquí es la forma misma, en su opacidad, la que es cosa. El contenido sigue siendo el movimiento profundo de la cosa nombrada. Como quiera que sea, cuando el poema está terminado, la unidad del mundo queda restablecida. En un sentido, en efecto, todo es expresión, puesto que las cosas tienden por sí mismas hacia el Verbo, como la Naturaleza aristotélica tiende hacia Dios; todo expresa, se expresa o trata de expresarse, y la nominación, que es el acto más humano, es también la comunión del hombre con el universo. Pero en otro sentido todo es cosa, puesto que la nominación poética se ha petrificado. Todo sucede en el mundo de Ponge como si una materialización sutil se apoderase por detrás de los significados mismos, o más bien como si cosas y pensamientos se "prendiesen", como se dice de una crema. Así el universo, durante un instante perforado por el pensamiento, vuelve a cerrarse y encierra en sí mismo al pensamiento —cosa con las cosas— pensadas. Todo está lleno: el Verbo ha encarnado "y no hay sino Verbo".
Ponge ha llamado "contemplación" al momento de éxtasis en el que se ha establecido fuera de sí en el corazón de la cosa, y hemos visto que el amor, tal como él lo ha definido, es también bastante platónico, pues no va acompañado de verdadera posesión. Sin embargo, no habría que imaginarse que esta intuición cae bajo los reproches que se acostumbra hacer a las actitudes estrictamente contemplativas. Es de una clase muy particular. En primer lugar la llamaré de buena gana contemplación activa, pues, lejos de suspender todo comercio con el objeto, supone, al contrario, que se adapta a él mediante una multitud de empresas que deben satisfacer únicamente la obligación de no ser utilitarias. Ponge nos dice, por ejemplo, que para descubrir las cualidades peculiares del aparato para lavar la ropa:
No basta con haberlo contemplado con frecuencia sentado en una silla.
Es necesario —tropezando—, lleno con su carga de telas inmundas, haberlo levantado de un solo esfuerzo del suelo para ponerlo sobre el hornillo, donde se lo debe arrastrar de cierta manera para luego asentarlo exactamente en el anillo del fogón.
Hay que haber atizado bajo él las pavesas y haberlo removido progresivamente; haber tanteado con frecuencia sus tabiques tibios o ardientes; escuchando el profundo zumbido interior y después muchas veces haber levantado la cubierta para comprobar la tensión de los chorros y la regularidad del riego.
Finalmente hay que haberlo tomado, todavía hirviente, para colocarlo otra vez en el suelo.
Quizás en ese momento lo habrá descubierto.
No es necesario decir que cuando Ponge ejecuta, sin duda para hacer un favor a su esposa o a algún pariente, esos diferentes trabajos de fuerza los despoja, quizá con gran perjuicio de la colada, de toda significación práctica. Ve en ellos solamente la ocasión de realizar con el aparato un contacto más íntimo, de apreciar su peso, de medir con los brazos el tamaño de su contorno, de sentir su calor. Con otros objetos la comunicación será todavía más desinteresada. Abre puertas por el placer de abrirlas: "... la dicha de asir por la panza mediante su nudo de porcelana uno de esos altos obstáculos de una pieza.. ."; les escalpa el musgo a las "viejas rocas austeras". Y ciertamente no hay una persona que no haya abierto una puerta, colocado en el hornillo un aparato para lavar la ropa, arrancado el musgo de una piedra o metido su brazo en el mar. Todo consiste en saber lo que se pone en ello.
Pero sobre todo Ponge no se ha desprendido un instante de su prejuicio revolucionario. Su contemplación es activa, porque destruye en las cosas el orden social que se refleja en ellas. Se opone a toda vana tentativa de evasión. "Excusarse de irse: transferirse a las cosas". En tanto que es deshumanizante, su intuición contribuye a volver a cerrar sobre nuestras cabezas el mundo material y a absorbernos como cosas en su seno; le falta poco para ser panteísta. Digamos que es un panteísmo detenido a tiempo. Se ve, por lo tanto, que funciona contra por lo menos tanto como con. Sin embargo, su finalidad última es la substitución del orden social que deshace con un orden humano verdadero. El prejuicio de las cosas conduce a la "lección de cosas". Es que
millones de sentimientos, además diferentes del pequeño catálogo de los que experimentan actualmente los hombres más sensibles, están por conocer, están por experimentar.
Y es en el corazón de las cosas donde los descubrimos. Se trata, por lo tanto, de que nos apoderemos de ellos y los realicemos en nosotros:
Tiendo a decir por lo que a mí me toca que soy una cosa muy distinta, y, por ejemplo, que fuera de todas las cualidades que poseo en común con la rata, el león y la red, pretendo la del diamante y me solidarizo...enteramente tanto con el mar como con el acantilado que ataca y con el guijarro que se crea como consecuencia...sin prejuzgar de todas las cualidades de las que estoy seguro de que la contemplación y la nominación de objetos extremadamente diferentes me harán adquirir conciencia y producirán un goce efectivo a continuación.
Tal vez se creerá encontrar en esto un animismo ingenuo incompatible con el materialismo que Ponge profesaba poco antes, pero se trata más bien de lo contrario. Cuando Ponge quiere beneficiarse y hacer que se beneficien los otros con los sentimientos que juzga encerrados en el seno de los objetos, no es que haga de las cosas otros tantos hombrecitos silenciosos, sino más bien que toma a los hombres deliberadamente como cosas. Sin duda atribuye a los objetos inanimados "maneras-de-comportarse", pero precisamente porque sigue siendo completamente behaviorista y no cree que nuestros "comportamientos" son a priori de distinta naturaleza que los de aquéllos. Hay en cada cosa un esfuerzo material, una contienda, un proyecto que hacen su unidad y su permanencia. Pero nosotros no estamos hechos de otro modo. Nuestra unidad, según él, es la unidad de nuestros músculos, de nuestros tendones, de nuestros nervios, y esa contienda fisiológica que reúne el todo hasta nuestra muerte. Lejos de que haya en esto humanización del guijarro, hay deshumanización, llevada hasta los sentimientos, del hombre. Y si mi sentimiento mismo es una cosa, cierto orden que se impone a mis visceras, ¿no se puede hablar del sentimiento de la piedra? Si puedo alimentar mi ira, ¿no puedo mantener en mí, por lo menos en calidad de esquema afectivo, cierto tipo de desecación sobria y altiva que será, por ejemplo, el indicio del guijarro? Todavía no es el momento de tratar de decidir si Ponge está en lo cierto o se equivoca y hasta qué punto tiene razón, quizá contra sí mismo. Nos limitamos a exponer su doctrina. Queda que esta tentativa de conquistarnos tierras vírgenes para nuestras sensibilidades se presente a sus ojos como altamente moral. Así no habrá realizado una sencilla tarea de pintor, sino que habrá realizado verdaderamente su misión de hombre, puesto que, según dice, la noción propia del hombre es "la palabra y la moral: el humanismo".
¿Qué ha hecho? ¿Ha conseguido lo que quería? Por fin ha llegado el momento de examinar sus obras. Y, puesto que él mismo las considera como objetos, considerémoslas nosotros como cosas, como hace él con el cigarrillo o el caracol, para desenmarañar su articulación interna y su significado, sin tener en cuenta las intenciones pregonadas por su autor. Entonces veremos si su "manera-de-comportarse" corresponde en todo a las teorías que acabamos de exponer.
escribió en 1919. Y en Le parti pris des choses, su obra más reciente, volviendo a esa asimilación de las palabras con una concha segregada por el hombre, se deleita imaginándose esas conchas vaciadas, después de la desaparición de nuestra especie, en manos de otras especies que las mirarían como miramos nosotros las conchas que encontramos en la arena.
Oh Louvre de lectura, que podrá ser habitado, después del final de la raza quizá por otros huéspedes, algunos monos, por ejemplo, o algún ave, o algún ser superior, como el crustáceo sustituye al molusco en la tiara bastarda.
Al escapar así al hombre que la ha producido, la palabra se convierte en un absoluto. Y el ideal de Ponge es que sus obras, compuestas de palabras-cosas, que sobrevivirán a su época y tal vez a su especie, se conviertan a su vez en cosas. ¿Hay que ver en ello simplemente la consecuencia de una actitud resueltamente materialista? No lo creo. Pero me parece que vuelvo a encontrar en Ponge un deseo común a muchos escritores y pintores de su generación: que su creación sea una cosa precisamente y únicamente en la medida en que es creación suya.
Ese esfuerzo para remover el sentido de las palabras seguía siendo todavía una rebelión pura en tanto que los significados medio petrificados, descubiertos bajo la costra superficial del sentido común, no se dirigían hacia objetos que les fuesen propios. Se trataba todavía de un esfuerzo puramente negador. ¿Comprendió Ponge que un verdadero revolucionario debía ser constructor? ¿Comprendió que "el espesor semántico" de las palabras corría el peligro de quedar en el aire si no se lo empleaba también para designar? Quería
proponer a cada uno la apertura de trampas interiores, un viaje por el espesor de las palabras...una subversión comparable a la que realiza el arado o la pala cuando de pronto y por primera vez son descubiertas millones de partículas, de pepitas de oro, de raíces, de gusanos y de animalitos hasta entonces enterrados (1)
Pero -y éste es quizás el rodeo más importante de su pensamiento— Ponge se dio cuenta de que no se podía vaciar durante mucho tiempo las palabras; se apartó de la gran charla superrealista que consistió para muchos en hacer chocar las unas contra las otras palabras sin objeto. No podía renovar el sentido de las palabras, apropiarse enteramente de sus recursos profundos, sino empleándolas para nombrar otras cosas. De consiguiente, la revolución del lenguaje exige, para ser completa, que la acompañe una conversión de la atención: hay que arrancar al discurso de su uso trivial, volver nuestra mirada hacia objetos nuevos y expresar "los recursos infinitos del espesor de las cosas...mediante los recursos infinitos del espesor
semántico de las palabras".
¿Cuáles serán, por consiguiente, esos nuevos objetos? El título de la recopilación de Ponge nos informa. Las cosas existen. Hay que tomar una resolución, hay que decidirse por ellas. En consecuencia, abandonaremos los discursos, demasiado humanos, para ponernos a hablar de las cosas, sin querer oír razones.(2) De las cosas, es decir, de lo inhumano. Sin embargo, hay dos sentidos de lo inhumano. Si hojeo el libro de Ponge veo que habla del guijarro y del musgo, a los que reconozco de buena gana como cosas, pero también del cigarrillo, utensilio muy humano, y de la madre joven, que es una mujer, y del gimnasta, que es un hombre, y del restaurante Lemeunier, que es una institución social. Si, no obstante, leo los pasajes que conciernen a estos últimos objetos, veo que el gimnasta,
más rosado que lo natural y menos hábil que un mono, salta a los aparejos, presa de un celo puro. Luego, desde lo alto de su cuerpo asido a la cuerda nudosa, interroga al aire como un gusano desde su terrón. Para terminar elige a veces telares como una oruga, pero rebota en pie.
Observo inmediatamente el esfuerzo de Ponge para suprimir el privilegio de la cabeza, el órgano más humano del ser humano. Para nosotros es el alma o una pequeña imagen del alma que se balancea encima del cuello postizo y que hace rancho aparte. Pero Ponge la devuelve al cuerpo; ya no la llama cabeza, ni cara, ni rostro —esas palabras están demasiado cargadas de
sentido humano, cargadas de sonrisas, de lágrimas y de fruncimientos de cejas—, sino "lo alto de su cuerpo", y si compara el cuerpo del gimnasta con el gusano es con el fin de suprimir la diferenciación de los órganos, imponiéndonos la imagen del animal más liso, menos diferenciado, para que la cabeza no sea ya sino un movimiento interrogador en lo alto de un
anélido. El artificio de la descripción reside, no obstante, principalmente, en que Ponge nos muestra al gimnasta como el representante de una especie animal. Lo describe como describía Buffon al caballo o la jirafa. Lo que fue obtenido por el trabajo él nos lo da como la propiedad
congénita de la especie. "Menos hábil que un mono", dice, y esas palabras bastan para transformar esa habilidad adquirida en una especie de don innato. Finalmente descompone el "número" del artista en una serie de comportamientos coagulados por la herencia y que se suceden en un orden monótono y desprovisto de sentido.
Y he aquí la "joven madre":
El rostro con frecuencia inclinado sobre el pecho se alarga un poco. Los ojos atentamente fijos en un objeto próximo si se levantan a veces parecen un poco alucinados. Muestran una mirada llena de confianza, pero solicitando la continuidad. Los brazos y las manos se encorvan y se refuerzan. Las piernas que se han adelgazado mucho y se han debilitado están sentadas de buena gana y las rodillas muy alzadas. El vientre inflado, lívido, todavía muy sensible; el bajo vientre se ajusta al reposo, a la noche de las sábanas.
...Pero de pronto en pie, todo ese gran cuerpo evoluciona angostamente...
Aquí los órganos se aislan y llevan cada uno por su cuenta una vida retardada; la unidad humana ha desaparecido y nos tenemos que hacer con un polípero más bien que con una mujer. Además, en las últimas líneas todo se reúne, pero es para formar un gran cuerpo ciego, no una persona.
He aquí, pues, una madre de familia y un trapecista petrificados. Son cosas. Para obtener ese resultado ha bastado con contemplarlos sin ese prejuicio de lo humano que carga con signos los rostros y los gestos de los hombres. Se ha abstenido de pegarles en la espalda las etiquetas tradicionales de "Alto" y "Bajo", de suponerles una conciencia, de considerarlos, finalmente, como muñecos brujos. En una palabra, se los ha mirado con los ojos de los behavioristas. Y he aquí que de pronto vuelve a la Naturaleza; el gimnasta, entre el mono y la ardilla, se convierte en un producto natural; la joven madre es un mamífero superior que ha parido.
Ahora hemos comprendido que un objeto cualquiera aparecerá como una cosa en cuanto se tenga el cuidado de desvestirlo de los significados demasiado humanos con que se lo ha vestido primeramente. En verdad, el proyecto puede parecer ambicioso: ¿cómo, yo que soy un hombre, puedo sorprender a la naturaleza sin los hombres? Conocí a una niña que abandonaba su jardín ruidosamente y en seguida volvía a él en silencio para "ver cómo era
cuando ella no estaba allí". Pero Ponge no es tan ingenuo: sabe bien que su proyecto de lograr la cosa desnuda no es sino un ideal.
Es a la mimosa misma (¡dulce ilusión!) a la que hay que llegar ahora; si se quiere, a la mimosa sin mí.
Dice en otra parte que desearía
describir (las cosas) desde su propio punto de vista. Pero esto es un término o una perfección imposible .. . Hay siempre una relación con el hombre... No son las cosas las que hablan entre ellas, sino los hombres entre ellos quienes hablan de las cosas y no se puede en modo alguno salir del hombre.
Por lo tanto, debemos limitarnos a aproximaciones cada vez más precisas. Y lo que podemos hacer en seguida es desnudar a las cosas de sus significados prácticos. Hablando del guijarro, Ponge escribe:
Comparado con el cascajo más pequeño, puede decirse que por el lugar donde se lo encuentra, y también porque el hombre no acostumbra a utilizarlo en la práctica, es la piedra todavía salvaje, o por lo menos no doméstica.
Durante algunos días más sin significación en ningún orden práctico del mundo aprovechamos sus virtudes.
¿Qué son, en efecto, esos "significados prácticos" sino el reflejo en las cosas de ese orden social que Ponge detesta? El cascajo remite al césped, éste a la quinta de recreo, ésta a la ciudad, y he aquí lo nuevo:
Todos esos toscos camiones que pasan en nosotros, esas fábricas, manufacturas, tiendas, teatros, monumentos públicos que constituyen mucho más que la decoración de nuestra vida...
Por lo tanto, hay ante todo en Ponge un rechazo de la complicidad. Encuentra en él palabras manchadas, "completamente hechas", y fuera de él objetos domesticados, envilecidos; mediante un mismo movimiento tratará de deshumanizar las palabras rebuscando bajo su sentido superficial su "espesor semántico", y de deshumanizar las cosas raspándoles su barniz de significados utilitarios. Eso significa que hay que llegar a la cosa cuando se ha suprimido en uno mismo lo que Bataille llama el proyecto. Y esta tentativa depende de un postulado filosófico que por el momento me limitaré a revelar: en el mundo heidegeriano lo existente es ante todo "Zeug", utensilio. Para ver en él "das Ding", la cosa temporo-espacial, conviene practicar en uno mismo una neutralización. Se detiene, se hace el proyecto de suspender todo proyecto, se permanece en la actitud del "Nur verweilen bei..." Entonces aparece la cosa, que no es, en resumidas cuentas, sino un aspecto secundario del utensilio —aspecto que se funda en
último recurso en la cualidad de utensilio— y la Naturaleza, como colección de cosas inertes. El movimiento de Ponge es inverso: para él es la cosa la que existe primeramente, en su soledad inhumana; el hombre es la cosa que transforma las cosas en instrumentos. Bastará, por lo tanto, con amordazar en uno mismo esa voz social y práctica para que la cosa se revele en su verdad eterna e instantánea. Ponge se muestra a este respecto como un antipragmatista, porque niega la idea de que el hombre, mediante su acción, confiere a priori su sentido a lo real. Su intuición primera es la de un universo dado. Dice:
Ante todo es necesario que yo confiese una tentación absolutamente encantadora, larga, característica, irresistible para mi espíritu: es la de dar al mundo, al conjunto de las cosas que veo o que concibo mediante la vista, no, como hacen la mayoría de los filósofos y como es sin duda razonable (3), la forma de una gran esfera, de una gran perla, blanda y nebulosa, como brumosa, o al contrario cristalina y límpida, cuyo centro, como ha dicho uno de ellos, estaría en todas partes y la circunferencia en ninguna parte...sino más bien, de una manera completamente arbitraria y alternativamente, la forma de las cosas más particulares, las más
asimétricas y consideradas contingentes, y no solamente la forma, sino también todas las características...como por ejemplo una rama de lilas, un langostino...
Si ama cada flor, cada animal, lo suficiente para dar alternativamente su forma y su ser al universo, por lo menos la existencia de este universo no ofrece duda alguna para él, por lo menos juzga razonable concebirlo bajo los aspectos que el realismo dogmático le ha prestado desde hace veinte siglos. Y en este universo sólido, lila, langostino o esfera de bruma, el hombre es una cosa entre otras cosas. En esta concepción casi ingenua encontramos, por lo tanto, la afirmación del materialismo científico: que hay una preeminencia del objeto sobre el sujeto. El ser existe antes del conocer; el postulado inicial de Ponge se confunde con el de la ciencia. Ponge comenzó, como muchos escritores y artistas de su generación, con una duda metódica, pero no ha querido comprometer a la ciencia. Tal vez esta omisión le va a jugar más tarde malas pasadas.
Pero por el momento hemos descubierto nuestro objeto. Es finalmente el universo, con el hombre dentro.
Desearía escribir una especie de De natura rerum. Se ve bien la diferencia con los poetas contemporáneos: no son poemas lo que desearía componer, sino una sola cosmogonía.
¿Por qué esta cosmogonía se presenta actualmente en fragmentos discontinuos? Porque es necesario constituir un alfabeto:
La riqueza de las proposiciones contenidas en el menor objeto es tan grande que no concibo todavía sino las más sencillas: una piedra, una hierba, el fuego, un pedazo de madera, un trozo de carne.
En consecuencia, por el momento se trata menos de escribir una cosmogonía que una especie de Característica universal, mediante la designación de seres elementales que luego podrán ser combinados para reproducir existentes más complicados. Hay, en consecuencia, para Ponge una sencillez absoluta y una complicación absoluta; no se le ocurre la idea de que toda cosa es completamente sencilla o infinitamente complicada según el punto de vista en el que uno se coloca. Un hombre que enciende un cigarrillo es completamente sencillo, con la condición, no obstante, de que considere a ese hombre con su cigarrillo como una totalidad una y significante, es decir, que compruebo a este respecto la aparición de una "Gestalt". Pero
si me empeño voluntariamente en no ver esa forma sintética, me encuentro con tanta carne, huesos y nervios en los brazos que tendré que elegir, en toda esta carnicería, "trozos" relativamente simples y accesibles a la descripción. Eso es lo que hace Ponge. Pero yo le pregunto: ¿por qué esa unidad que niega al fumador se la da a su fémur o a su bíceps? Volveremos a esto más adelante.
Estamos, por lo tanto, en el campo, que se ha deslizado hasta el centro de la ciudad. Una col en un jardín, un guijarro en la playa, un camión en la plaza, un cigarrillo en el cenicero o en una boca, vienen a ser lo mismo, puesto que nos hemos despojado del proyecto. Las cosas están ahí, esperan. Y lo que observamos ante todo es que reclaman una expresión, son las
solicitaciones mudas que hacen para que se les hable, según su valor y por ellas mismas —aparte de su valor habitual de significación—, sin elección y no obstante con medida. ¿Pero qué medida? La suya propia.
Hay que entender este pasaje al pie de la letra. No se trata de una fórmula de poeta para caracterizar los llamamientos que nos hacen nuestros recuerdos más oscuros y profundos. Es una intuición directa de Ponge, todo lo menos teórica posible. Vuelve a ella con insistencia en el Parti pris des choses, sobre todo a lo largo de las admirables páginas que consagra a la vegetación.
Los árboles...dan suelta a sus palabras, una oleada, una vomitona de verde. Tratan de llegar a una foliación completa de palabras...Lanzan, al menos ellos lo creen, cualesquiera palabras, lanzan tallos para colgar de ellos todavía más palabras...Creen que pueden decirlo todo, que pueden cubrir por completo al mundo con palabras variadas: no dicen sino "los árboles"...Siempre la misma hoja, siempre el mismo modo de despliegue y el mismo límite, siempre hojas simétricas a sí mismas, simétricamente suspendidas. En resumidas cuentas, nada podría contenerlas sino esta observación hecha de pronto: "No se sale de los árboles sino por medio de árboles. (4)
Lo que explica más adelante en estos términos:
No son sino una voluntad de expresión. No se ocultan nada a sí mismos, no pueden guardar en secreto idea alguna, se explayan enteramente, sinceramente, sin restricción.. . Toda voluntad de expresión de su parte es impotente salvo para desarrollar su cuerpo, como si cada uno de nuestros deseos nos costase la obligación en adelante de nutrir y de soportar un miembro suplementario. Infernal multiplicación de substancia con ocasión de cada idea. (5)
No creo que se haya ido nunca más lejos en la comprensión del ser de las cosas. Aquí el materialismo y el idealismo son ya improcedentes. Estamos muy lejos de las teorías, en el centro de las cosas mismas, y las vemos de pronto como pensamientos empastados por sus propios objetos. Como si la idea que se puso en camino para llegar a ser idea de silla de pronto se solidificase de atrás adelante y se convirtiese en silla. Si se contempla a la Naturaleza desde el punto de vista de la Idea no se puede eludir esta obsesión: la indistinción de lo posible y lo real, que se encuentra en grado menor en el sueño del durmiente y que es la característica del ser. Ser en sí. En efecto, la afirmación es siempre afirmación de algo, es decir, que el acto afirmativo se distingue de la cosa afirmada. Pero si suponemos una afirmación en la que lo afirmado viene a llenar lo afirmante y se confunde con él, esta afirmación no puede afirmarse, por exceso de plenitud y por inherencia inmediata del continente en lo contenido. Por lo tanto, el ser es opaco para sí mismo, precisamente porque está lleno de sí mismo. Si quiere tener de sí mismo una visión reflexiva, he aquí que esa visión, hoja o rama, se espesa a su vez y se hace cosa. Tal es el aspecto de la Naturaleza que discernimos cuando la contemplamos en silencio: es un lenguaje petrificado. De ahí ese deber que siente Ponge a su respecto: el del manifestar para ella. Pues se trata —ni más ni menos— de manifestar. Pero las tentativas de Ponge difieren profundamente de la "manifestación" gidiana. Al manifestar, Gide quiere recoser la Naturaleza, apretar su trama y hacerla existir finalmente en el plano de la perfección estética, de manera que se verifique la paradoja de Wilde: "La naturaleza imita al arte". La "manifestación" gidiana es con respecto a su objeto lo que es el círculo geométrico con respecto a los "redondeles" de la Naturaleza. Lo único que quiere Ponge es prestar su lenguaje a todas esas palabras atascadas, enligadas, que surgen a su alrededor de la tierra, del aire y del agua. ¿ Qué puede hacer para eso? Ante todo, volver a esa actitud ingenua cara a todos los radicalismos filosóficos, a Descartes, Bergson y Husserl: "Finjamos que no sé nada".
Considero el estado actual de las ciencias: bibliotecas enteras sobre cada parte de cada una de ellas...¿Tendría que comenzar por leerlas y aprenderlas? Muchas vidas no bastarían para eso. Entre la enorme extensión y cantidad de los conocimientos adquiridos por cada ciencia, del crecido número de las ciencias, nos perdemos. Lo mejor que se puede hacer, por lo tanto, es considerar a todas las cosas como desconocidas, y pasearse o tenderse bajo los árboles o en la hierba y volver a tomar todo desde el comienzo.
En consecuencia, Ponge aplica sin saberlo el axioma original de toda la Fenomenología: "En las cosas mismas" (6). Su procedimiento será el amor, ese amor que no implica deseo, ni fervor, ni pasión, sino que es aprobación total, respeto total, "cuidado extremado...de no molestar al objeto", adaptación tan perfecta y detallada "que vuestras palabras tratan siempre a todo el mundo como lo trata ese objeto mediante el lugar que ocupa, sus semejanzas, sus cualidades..." En resumen, se trata de observar el guijarro menos que de instalarse en su corazón y de ver el mundo con sus ojos, como hace el novelista que, para describir a sus personajes, se desliza en la conciencia de éstos y describe las cosas y las personas tal como se le aparecen. Esta posición permite comprender por qué Ponge llama a su obra una cosmogonía más bien que una cosmología. Es que no se trata de describir. En él se encontrarán muy pocas de esas instantáneas brillantes mediante las cuales una Virginia Woolf o una Colette dan exactamente el aspecto de un objeto. Habla del cigarrillo sin decir una palabra del papel blanco que lo envuelve, de la mariposa casi sin mencionar los dibujos que jaspean sus alas: no le preocupan las cualidades, sino el ser. Y el ser de cada cosa se le aparece como un proyecto, como un esfuerzo hacia la expresión, hacia cierta expresión con cierto matiz de sequedad, de estupor, de generosidad, de inmovilidad. Compenetrarse con ese esfuerzo mismo, más allá del aspecto fenomenal de la cosa, es haber llegado a su ser. De ahí este discurso del método:
Todo el secreto de la dicha del contemplador está en su negativa a considerar como un mal la invasión de su personalidad por las cosas. Para evitar que eso se convierta en misticismo es necesario:
1º darse cuenta precisamente, es decir, expresamente, de cada una de las cosas de las que ha hecho el objeto de su contemplación;
2º cambiar con bastante frecuencia el objeto de contemplación y en suma,mantener cierta medida. Pero lo más importante para la salud del contemplador es la nominación de todas las cualidades que descubre a medida que las descubre; no es necesario que las cualidades, que lo "transportan" lo transporten más allá que su expresión mesurada y exacta.
Henos aquí, por lo tanto, traídos de nuevo a la nominación de que habíamos partido y que aparece aquí como el ejercicio de una virtud helénica de mesura. Entendámonos bien, no obstante: para Ponge, si el hombre denomina, no lo hace solamente para fijar en noción lo que correría siempre el peligro de degenerar en éxtasis, sino porque, en fin de cuentas, todo comienza y termina para él con palabras; al nombrar, cumple su oficio de hombre:
El Verbo es Dios; sólo existe el Verbo; yo soy el Verbo.
En consecuencia, la imposición del nombre adquiere el valor de una ceremonia religiosa. Ante todo, porque corresponde al momento de la reanudación: mediante ella el hombre, diluído en la cosa, se retira, se concentra y reanuda su función humana. Luego, y sobre todo, porque la cosa, como hemos visto, espera su nombre con todo su celo de expresión abortada. Por tanto, la nominación es un acto metafísico de un valor absoluto; es la unión sólida y definida del hombre y de la cosa, porque la razón de ser de la cosa consiste en requerir un nombre y la función del hombre en hablar para darle un nombre. He aquí por qué Ponge puede escribir acerca de la "modificación de las cosas por la palabra":
En una onda, en un conjunto informe que llena su contenido, o por lo menos que se ajusta a su forma hasta cierto nivel —por efecto de la espera, de una acomodación, de una especie de atención todavía de la misma naturaleza— puede entrar lo que ocasionará su modificación: la palabra.
La palabra sería, por lo tanto, en las cosas del espíritu su estado de rigor, su manera de mantenerse a plomo fuera de su continente. Una vez comprendido eso se tendrá el tiempo y el goce de estudiar tranquilamente, minuciosamente, con aplicación, las cualidades descontables.
La más notable, y que salta a los ojos, es una especie de crecimiento, de aumento de volumen del hielo con relación a la onda, y la rotura, por él mismo, del continente, antes forma indispensable.
Lo que significa que, mediante el acto mismo que da a la cosa su nombre, la idea se convierte en cosa y hace su entrada en el dominio del espíritu objetivo. Así, no se trata únicamente de nombres, sino de hacer un poema. Por esto entiende Ponge una obra bastante particular y que excluye rigurosamente el lirismo: tras los tanteos y las aproximaciones que le han entregado los nombres y los adjetivos que convendrán a la cosa, hay que reunirlos en una totalidad sintética y de manera que la organización misma del Verbo en esa totalidad produzca exactamente el surgimiento de la cosa en el mundo y su articulación interior. A eso precisamente es a lo que llama poema. Sin duda no es enteramente, como hemos visto, la cosa misma, y conserva una relación con el hombre:
Si no, cada poema agradaría a todos y a cada uno, en todos y en cada momento, como agradan y conmueven los objetos de las sensaciones mismas.
Pero
al menos, mediante un amasamiento, un primordial irrespeto de las palabras, etc..., se deberá
dar la impresión de un nuevo idioma que producirá el efecto de sorpresa y de novedad de los objetos de sensación mismos.
Y ese poema, precisamente a causa de la unidad profunda de las palabras que hay en él, a causa de su estructura sintética y de la aglutinación de todas sus partes, no será simple copia de la cosa, sino cosa en sí mismo.
El poeta nunca debe presentar un pensamiento, sino un objeto, es decir, que incluso al pensamiento le debe hacer tomar una actitud de objeto.
El poema es un objeto de goce que se ofrece al hombre, hecho y destinado especialmente para él.
Volvemos a encontrar aquí esa tendencia común a la literatura y la pintura del siglo xx y que quiere que un cuadro, por ejemplo, más bien que una traducción, incluso libre, de la naturaleza, sea una naturaleza por sí solo. Pero hay que comprenderlo bien. Aquí es la forma misma, en su opacidad, la que es cosa. El contenido sigue siendo el movimiento profundo de la cosa nombrada. Como quiera que sea, cuando el poema está terminado, la unidad del mundo queda restablecida. En un sentido, en efecto, todo es expresión, puesto que las cosas tienden por sí mismas hacia el Verbo, como la Naturaleza aristotélica tiende hacia Dios; todo expresa, se expresa o trata de expresarse, y la nominación, que es el acto más humano, es también la comunión del hombre con el universo. Pero en otro sentido todo es cosa, puesto que la nominación poética se ha petrificado. Todo sucede en el mundo de Ponge como si una materialización sutil se apoderase por detrás de los significados mismos, o más bien como si cosas y pensamientos se "prendiesen", como se dice de una crema. Así el universo, durante un instante perforado por el pensamiento, vuelve a cerrarse y encierra en sí mismo al pensamiento —cosa con las cosas— pensadas. Todo está lleno: el Verbo ha encarnado "y no hay sino Verbo".
Ponge ha llamado "contemplación" al momento de éxtasis en el que se ha establecido fuera de sí en el corazón de la cosa, y hemos visto que el amor, tal como él lo ha definido, es también bastante platónico, pues no va acompañado de verdadera posesión. Sin embargo, no habría que imaginarse que esta intuición cae bajo los reproches que se acostumbra hacer a las actitudes estrictamente contemplativas. Es de una clase muy particular. En primer lugar la llamaré de buena gana contemplación activa, pues, lejos de suspender todo comercio con el objeto, supone, al contrario, que se adapta a él mediante una multitud de empresas que deben satisfacer únicamente la obligación de no ser utilitarias. Ponge nos dice, por ejemplo, que para descubrir las cualidades peculiares del aparato para lavar la ropa:
No basta con haberlo contemplado con frecuencia sentado en una silla.
Es necesario —tropezando—, lleno con su carga de telas inmundas, haberlo levantado de un solo esfuerzo del suelo para ponerlo sobre el hornillo, donde se lo debe arrastrar de cierta manera para luego asentarlo exactamente en el anillo del fogón.
Hay que haber atizado bajo él las pavesas y haberlo removido progresivamente; haber tanteado con frecuencia sus tabiques tibios o ardientes; escuchando el profundo zumbido interior y después muchas veces haber levantado la cubierta para comprobar la tensión de los chorros y la regularidad del riego.
Finalmente hay que haberlo tomado, todavía hirviente, para colocarlo otra vez en el suelo.
Quizás en ese momento lo habrá descubierto.
No es necesario decir que cuando Ponge ejecuta, sin duda para hacer un favor a su esposa o a algún pariente, esos diferentes trabajos de fuerza los despoja, quizá con gran perjuicio de la colada, de toda significación práctica. Ve en ellos solamente la ocasión de realizar con el aparato un contacto más íntimo, de apreciar su peso, de medir con los brazos el tamaño de su contorno, de sentir su calor. Con otros objetos la comunicación será todavía más desinteresada. Abre puertas por el placer de abrirlas: "... la dicha de asir por la panza mediante su nudo de porcelana uno de esos altos obstáculos de una pieza.. ."; les escalpa el musgo a las "viejas rocas austeras". Y ciertamente no hay una persona que no haya abierto una puerta, colocado en el hornillo un aparato para lavar la ropa, arrancado el musgo de una piedra o metido su brazo en el mar. Todo consiste en saber lo que se pone en ello.
Pero sobre todo Ponge no se ha desprendido un instante de su prejuicio revolucionario. Su contemplación es activa, porque destruye en las cosas el orden social que se refleja en ellas. Se opone a toda vana tentativa de evasión. "Excusarse de irse: transferirse a las cosas". En tanto que es deshumanizante, su intuición contribuye a volver a cerrar sobre nuestras cabezas el mundo material y a absorbernos como cosas en su seno; le falta poco para ser panteísta. Digamos que es un panteísmo detenido a tiempo. Se ve, por lo tanto, que funciona contra por lo menos tanto como con. Sin embargo, su finalidad última es la substitución del orden social que deshace con un orden humano verdadero. El prejuicio de las cosas conduce a la "lección de cosas". Es que
millones de sentimientos, además diferentes del pequeño catálogo de los que experimentan actualmente los hombres más sensibles, están por conocer, están por experimentar.
Y es en el corazón de las cosas donde los descubrimos. Se trata, por lo tanto, de que nos apoderemos de ellos y los realicemos en nosotros:
Tiendo a decir por lo que a mí me toca que soy una cosa muy distinta, y, por ejemplo, que fuera de todas las cualidades que poseo en común con la rata, el león y la red, pretendo la del diamante y me solidarizo...enteramente tanto con el mar como con el acantilado que ataca y con el guijarro que se crea como consecuencia...sin prejuzgar de todas las cualidades de las que estoy seguro de que la contemplación y la nominación de objetos extremadamente diferentes me harán adquirir conciencia y producirán un goce efectivo a continuación.
Tal vez se creerá encontrar en esto un animismo ingenuo incompatible con el materialismo que Ponge profesaba poco antes, pero se trata más bien de lo contrario. Cuando Ponge quiere beneficiarse y hacer que se beneficien los otros con los sentimientos que juzga encerrados en el seno de los objetos, no es que haga de las cosas otros tantos hombrecitos silenciosos, sino más bien que toma a los hombres deliberadamente como cosas. Sin duda atribuye a los objetos inanimados "maneras-de-comportarse", pero precisamente porque sigue siendo completamente behaviorista y no cree que nuestros "comportamientos" son a priori de distinta naturaleza que los de aquéllos. Hay en cada cosa un esfuerzo material, una contienda, un proyecto que hacen su unidad y su permanencia. Pero nosotros no estamos hechos de otro modo. Nuestra unidad, según él, es la unidad de nuestros músculos, de nuestros tendones, de nuestros nervios, y esa contienda fisiológica que reúne el todo hasta nuestra muerte. Lejos de que haya en esto humanización del guijarro, hay deshumanización, llevada hasta los sentimientos, del hombre. Y si mi sentimiento mismo es una cosa, cierto orden que se impone a mis visceras, ¿no se puede hablar del sentimiento de la piedra? Si puedo alimentar mi ira, ¿no puedo mantener en mí, por lo menos en calidad de esquema afectivo, cierto tipo de desecación sobria y altiva que será, por ejemplo, el indicio del guijarro? Todavía no es el momento de tratar de decidir si Ponge está en lo cierto o se equivoca y hasta qué punto tiene razón, quizá contra sí mismo. Nos limitamos a exponer su doctrina. Queda que esta tentativa de conquistarnos tierras vírgenes para nuestras sensibilidades se presente a sus ojos como altamente moral. Así no habrá realizado una sencilla tarea de pintor, sino que habrá realizado verdaderamente su misión de hombre, puesto que, según dice, la noción propia del hombre es "la palabra y la moral: el humanismo".
¿Qué ha hecho? ¿Ha conseguido lo que quería? Por fin ha llegado el momento de examinar sus obras. Y, puesto que él mismo las considera como objetos, considerémoslas nosotros como cosas, como hace él con el cigarrillo o el caracol, para desenmarañar su articulación interna y su significado, sin tener en cuenta las intenciones pregonadas por su autor. Entonces veremos si su "manera-de-comportarse" corresponde en todo a las teorías que acabamos de exponer.
II
Los poemas de Ponge se presentan como construcciones biseladas cada una de cuyas facetas es un párrafo. A través de cada faceta se ve el objeto entero. Pero cada vez desde otro punto de vista. La unidad orgánica es, por lo tanto, el párrafo: se basta a sí mismo. Están separados por cierta densidad de vacío. No se pasa de una faceta a la otra, sino que, más bien, hay que imprimir a la construcción entera un movimiento de rotación que pone una faceta nueva bajo nuestra mirada. Ni Ponge ni el lector aprovechan el impulso adquirido; cada vez se comienza de nuevo. En consecuencia, la estructura interior del poema es manifiestamente la yuxtaposición. No es posible, sin embargo, que la memoria se abstenga de conservar los párrafos anteriores y de organizarlos con los que leo al presente. Es que, además, a través de ese mosaico se desarrolla una misma idea, Con frecuencia, como en Le mimosa, el poema toma el aspecto de una serie de aproximaciones y cada aproximación es un párrafo. Le mimosa ofrece el aspecto de un tema seguido de variaciones: todos los motivos —o casi todos— son indicados de antemano; y cada párrafo se presenta como una combinación nueva de esos motivos, con la introducción de muy pocos elementos nuevos. Cada una de esas variaciones es rechazada luego como imperfecta, superada, sepultada por una nueva combinación que vuelve a partir del cero. Sin embargo, se queda allí, aunque sólo sea como la
imagen de lo que haya sido hecho y no hay que hacer. Y el "poema" final refundirá todos esos ensayos en una "redacción definitiva". Por lo tanto, cada párrafo está presente, a pesar de todo, en el párrafo siguiente. Pero no a la manera de esa "multiplicidad de interpretación" de que habla Bergson, ni tampoco como las notas esparcidas de una melodía, que se oyen todavía en la nota siguiente y la coloran y le dan su sentido: el párrafo pasado acosa al párrafo presente y trata de fundirse con él. Pero no puede hacerlo: el otro lo rechaza con toda su densidad.
Como la unidad orgánica es el párrafo, cada frase asume dentro de esa totalidad una función diferenciada. A este respecto ya no podemos hablar de yuxtaposición: hay movimiento, paso, ascensión, descenso, deslizamiento, vectación, comienzo y fin. Leo las primeras líneas de
Boards de mer: la frase inicial es una afirmación incondicional. La segunda, que comienza con un "pero", la corrige. La tercera, con un "por eso", saca la conclusión de las dos primeras. Y la cuarta, que comienza con "porque", aporta al conjunto una última justificación. Hay, por lo tanto, movimiento, una división del trabajo muy desarrollada, la imagen misma de la vida; ya no nos las tenemos que ver, según parece, con un polípero, sino con un organismo evolucionado. Sin embargo, siento una especie de incomodidad bastante compleja. Esta vida tan bulliciosa, tan atareada, tiene algo sospechoso. Abro los Pensamientos de Pascal al azar y
leo: "Que el hombre contemple, pues, la naturaleza entera, en su elevada y plena majestuosidad, que aleje su vida de los objetos viles que lo rodean. Que mire esa luz brillante, colocada como una lámpara eterna para iluminar el universo, que la tierra le parezca como un punto en comparación con el vasto circuito que ese astro describe y que le asombre que ese vasto circuito mismo no sea sino un punto muy tenue con respecto al que abarcan los astros que ruedan por el firmamento. Pero si nuestra vista se detiene en eso, que la imaginación pase de largo; se cansará de concebir antes que la naturaleza de producir. Todo este mundo visible no es más que un rasgo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. Ninguna idea se le aproxima. Es inútil que inflemos nuestras concepciones, etc.,etc...".
Veis cómo en Pascal el punto representa un suspiro, no una pausa. Ha sido puesto entre las dos primeras frases teniendo en cuenta la respiración y los atractivos de la vida más bien que el sentido, puesto que tanto en la primera como en la segunda encontramos "que" separados los unos de los otros por simples comas. De ello resulta un movimiento que se prolonga de una frase a otra y una unidad profunda bajo esos cortes superficiales; y la segunda aprovecha tan ampliamente el impulso dado por la primera que ni siquiera se toma la molestia de nombrar su sujeto: el mismo "hombre" las habita a una y otra. Tras este fuerte ataque, la tercera frase puede recobrar el aliento y variar ligeramente el modo de presentación del mismo pronombre; el comienzo fue tan violento que juega ganando, la mente la organiza, a pesar de ella misma, con las dos precedentes. Ahora se trata de pasar a la exhortación y la comprobación. Pero ved la preocupación: es dentro de la tercera frase, después de la frágil barrera de un punto y coma, donde se realiza ese paso. De modo que esta frase central es el eje del párrafo: en ella viene a morir el primer movimiento; en ella se inicia esa conmoción de ondas tranquilas y concéntricas que nos van a llevar hasta el fin. He aquí una unidad verdadera y melódica. Melódica hasta el punto de que hace rechinar un poco los dientes.
Por contraste podemos comprender mejor la estructura de los párrafos de Ponge: sin duda sus frases se forman con signos, inician pasajes, tratan de tener puentes. Pero cada una de ellas es tan densa, tan definitiva, su cohesión interna es tal que, como sucedía hace un momento con sus párrafos, hay entre ellas agujeros, vacío. Toda la vida del poema está entre dos puntos; y los puntos adquieren aquí su valor máximo: el de un pequeño aniquilamiento del mundo, que recobra la forma algunos momentos después. De ahí el sabor desconcertante del objeto: las frases están construidas en función las unas de las otras. Con grapas y ojales; son ganchudas y pueden engancharse, pero una distancia inapreciable hace que las grapas vuelvan a caer sin haber asido nada. La unidad del párrafo se ofrece, pero es semántica, demasiado poco material, demasiado inteligible para que se la saboree. Es una unidad fantasma, presente en todas partes y que no se toca en ninguna. Y los "porque", los "pero", los "sin embargo" adquieren en ella un aspecto antiguo y un poco solemne, pues han sido hechos para encadenar, para manejar transiciones, y he aquí que de pronto se los eleva a la dignidad de primeros comienzos. Son los primeros en sorprenderse de ello (diría yo si quisiera hacer un "A la manera de" Ponge).
Es cierto que este aspecto del Parti pris des choses puede encontrar muchas explicaciones. Ponge mismo nos ha prevenido que trabaja interrumpidamente. Tiene un empleo que le absorbe diez horas al día. Escribe de noche y durante poco tiempo. Cada noche tiene que volver a empezar, sin impulso, sin trampolín. Cada noche tiene que volver a ponerse en presencia de la cosa, y del papel. Cada noche tiene que descubrir una nueva faceta, escribir un nuevo párrafo. Pero él mismo nos pone en guardia contra esta explicación demasiado material.
Por lo demás, aunque tuviera tiempo, me parece que ya no me agradaría trabajar mucho y a intervalos sobre el mismo tema. Lo que me importa es tomar cada noche un nuevo objeto y obtener de él al mismo tiempo un goce y una lección.
Hay en ello como una preferencia por lo discontinuo que corresponde a una elección original. Habría que demostrar —lo que no sería tan difícil pero nos llevaría demasiado lejos— por qué los "aficionados a las almas", como Barrès, están del lado de la continuidad y por qué los "aficionados a las cosas" prefieren lo discreto, como Renard y como Ponge. Lo que importa en este caso es definir el efecto —obtenido o no consecientemente— de esas discontinuidades. Constituye quizás el encanto más inmediato y más difícilmente explicable de las obras de Ponge. Me parece que sus frases se hallan entre ellas como esos sólidos que se ven en los cuadros de Braque y Juan Gris, entre los cuales el ojo debe establecer cien unidades diferentes, mil relaciones y correspondencias, para componer finalmente con ellos un solo cuadro, pero que están rodeados por líneas tan gruesas y oscuras, tan profundamente centradas sobre sí mismas que el ojo es enviado constantemente de lo continuo a lo discontinuo, tratando de realizar la fusión de diferentes manchas del mismo color violeta y apoyándose a cada momento en la impenetrabilidad de la mandolina y del cántaro. Pero en Ponge ese paradero tiene, a mi parecer, un sentido muy particular: constituye el poema mismo en su forma intuitiva como una síntesis perpetuamente evanescente de la unidad viviente y de la dispersión inorgánica. No olvidemos que el poema es aquí cosa y que, en su calidad de cosa, reclama cierto tipo de existencia que la ordenación de las frases y los párrafos debe conferirle. Ahora bien, me parece que ese tipo de existencia podría ir definirse como el de una estatua hechizada; tenemos que habérnoslas con mármoles frecuentados por la vida. Esos párrafos visitados continuamente por el recuerdo de otros párrafos que no pueden organizarse con ellos, esas frases que en su soledad inorgánica zumban de llamamientos a otras frases con las que no pueden unirse, ¿no son como un esfuerzo abortado de la piedra hacia la existencia organizada? Encontramos aquí una imagen intuitiva, dada por el estilo y la escritura, de la manera como Ponge quiere hacemos contemplar las "cosas". Tendremos que volver a ello.
Las frases de Ponge, así suspendidas en el vacío mediante una descomposición sutil de sus enlaces, son enormemente afirmativas. Eso responde ante todo al gusto mismo del autor: desea dejar tras sí "proverbios". Proverbios, es decir, esas frases cargadas de sentido, ya petrificadas y cuyo poder de afirmación es tal que toda una sociedad las hace suyas. Así se comprende esa severa economía de palabras que quiere realizar en todas partes —que el conjuntivo "y", por ejemplo, quede prácticamente suprimido en sus obras, o que no figure en ellas sino como un exordio ceremonioso—, que a veces las subordinadas, almidonadas por esa
afirmación omnipresente, se mantengan en el aire por sí solas, sin principal, entre dos puntos, con aires de considerandos de una sentencia judicial:
Pero como cada oruga tuvo la cabeza cegada y ennegrecida, y el torso adelgazado por la verdadera explosión que chamuscó las alas simétricas.
Desde entonces la mariposa errática ya no se posa sino al azar de su curso, o del mismo modo.
Pero el acto afirmativo, con su pompa, tiene como función, sobre todo, imitar el surgimiento categórico de la cosa. No olvidemos que Ponge no se propone describir la ondulación de las apariencias, sino la substancia interna del objeto, en el punto preciso en que se determina por sí misma. Por lo tanto, su frase reproduce ese movimiento generador. Es ante todo genética y sintética. El problema de Ponge coincide a este respecto con el de Renard: ¿cómo se puede hacer que una misma frase contenga el mayor número de ideas? Pero en tanto que Renard perseguía el ideal imposible del silencio, Ponge tiende a reproducir la cosa de un solo golpe. Es necesario que las palabras cristalicen a medida que el ojo las recorre y que la frase, al final, haya reproducido un surgimiento. Pero como este surgimiento posee la obstinación de la cosa y no el flexible devenir de la vida, como es más bien que un nacimiento una especie de aparición coagulada, es necesario que el movimiento generador, en vez de propagarse blandamente de frase en frase como una onda, vaya a chocar rudamente y a estrellarse contra el tope del punto. De ahí esa estructura frecuente de la frase: al comienzo el mundo líquido y rápido de las aposiciones y luego, de pronto, la detención, la principal, breve, concentrada: la cosa "se ha formado" y circunscrito de pronto. He aquí la mariposa:
Minúsculo velero de los aires maltratado por el viento en pétalo redundante, vagabundea en el jardín.
La frase de Ponge, en sí misma, es un mundo minuciosamente articulado en el que el lugar de cada palabra está calculado, en el que las recusaciones, las inversiones tienen como función presentar los hechos en su orden verdadero, pero figuran también como un recuerdo lejano del simbolismo y de los inventos sintáxicos de Mallarmé. A veces, en este mundo en fusión hay solidificaciones bruscas, coágulos —la mayor parte del tiempo adverbios— y por otra parte miembros de frase enteros que emergen como gruesos volúmenes pastosos y manifiestan una especie de independencia: es que Ponge se hace el deber de describir al correr de la pluma, dentro mismo de su frase, los elementos que componen la "cosa" estudiada y su génesis. En consecuencia hay cosas en la cosa y génesis de la génesis. He aquí la lluvia:
Con arreglo a la superficie entera de un tejadito de cinc que esta mirada domina, ella fluye en lámina muy delgada, muaré a causa de corrientes muy variadas por las imperceptibles ondulaciones y abolladuras de la cubierta. Del canalón contiguo por el que fluye con la contención de un arroyo hueco, sin gran pendiente, cae de pronto en un hilo completamente vertical, bastante groseramente trenzado hasta el suelo, donde se rompe y rebota en agujetas brillantes. (7)
Quedan las palabras, cuya "densidad semántica" debe expresar la riqueza de las cosas. En verdad, eso es lo menos patente. Sin duda comprueba en Ponge una ligereza feliz con respecto al lenguaje, cierta manera de no ponerse los guantes con él, de hacer retruécanos, de inventar si es necesario palabras como "vanaglorioso" o "floribondos", pero es más bien en él como una sonrisa de liberación. "Ex mártir del lenguaje": se me permitirá que ya no lo tome todos los días en serio.
Sin duda también, se detiene más que cualquier otro en las correspondencias de las palabras con las cosas que designan:
Lo que hace tan difícil mi trabajo (es) que el nombre de la mimosa es ya perfecto. Conociendo el arbusto y el nombre de la mimosa, se hace difícil encontrar para definir la cosa algo mejor que ese nombre mismo...
Pero lo que cuenta sobre todo es una ternura sensual por los nombres, una manera de apretarlos para que den todo su sentido. Tal ese "vagabundea en el jardín", que no llamará la atención sino si se le agrega la idea de andorreo a lo largo de espacios vagos, incluida en la palabra "vagabundo", con lo que hay, al contrario, de circunscrito, de cuidadosamente pulido y
perfecto en la palabra "jardín". En este sentido, hay que leer a Ponge con atención, palabra por palabra; hay que releerlo. Hay mucha profundidad en la elección de sus palabras y es ella la que mide el ritmo en cascada de la lectura que es necesario hacer. Pero es raro que sean elegidas con esa impropiedad concertada que él premeditaba. Y si es necesario señalar en primer lugar que su deseo de producir poemas-cosas se ha realizado casi por completo, conviene también reconocer que ha fracasado en su intento de dar
mediante un amasamiento, un primordial irrespeto por las palabras, la impresión de un nuevo idioma que producirá el efecto de sorpresa y de novedad de los objetos de sensación mismos.
Es hora de pasar al examen del contenido. Pero no sin haber tomado nota de que esas frases tan densas y que se harían fácilmente solemnes, son aligeradas y como vaciadas por una especie de picardía bonachona que se desliza por todas partes. Para terminar, Ponge mismo enseña la oreja y habla de él. No, según creo, bajo el aspecto del personaje que representa corrientemente y que me imagino más adusto, sino bajo el de una especie de entomólogo irónico, charlatán e ingenuo que recuerda una encantadora caricatura de Fabre. Es que concibe sus poemas en la dicha, en lo mejor de sí mismo. Sin duda son, como hemos visto, actos revolucionarios. Pero en el acto mismo encuentra su liberación y su placer:
Se debería poder dar a todos los poemas este título: Razones de vivir feliz. Para mi, al menos, los que escribo son cada uno de ellos como la nota que trato de aprehender cuando de una meditación o de una contemplación salta en mi cuerpo el cohete de algunas palabras que lo refrescan y lo deciden a vivir algunos días más.
Como hemos visto, Ponge no observa, no describe. No busca ni fija las cualidades del objeto. Es que, además, la cosa no se le aparece, lo mismo que a Kant, como un polo X, soporte de cualidades sensibles. Las cosas tienen sentidos. Hay que subordinarlo todo a la aprehensión y la fijación de esos sentidos, de esas "razones en estado crudo o vivo, cuando acaban de ser descubiertas en medio de las circunstancias únicas que las rodean en el mismo segundo". Razones, sentidos, maneras de comportarse, vienen a ser lo mismo. Todavía hace falta una iluminación privilegiada para descubrirlas. Por eso es por lo que la toma de vista varía según el objeto. La mimosa es aprehendida de frente, en el momento en que sus bolas amarillas, sus "vanagloriosos polluelos" "pían de perlas", en tanto que sus palmas dan ya señales de desaliento. Pero al langostino, al contrario, vamos a tratar de atraparlo en el momento en que una "diafanidad tan útil como sus saltos... quita por fin a su presencia misma inmóvil bajo las miradas toda continuidad". Los libros enseñan que la mariposa nace de la oruga. Sin embargo, no es en el momento de su metamorfosis cuando la iremos a buscar, sino más bien en el jardín, cuando de pronto, en bandadas, parece nacer de la tierra: es su verdadera génesis. El guijarro, al contrario, exige que se lo comprenda partiendo de la roca y del mar que lo engendran: llegaremos a él tras un largo preámbulo sobre la piedra.
Cuidadosos de dejar a cada cosa su dimensión real, no la que adquiere ante nuestros ojos y que depende de nuestras medidas, veremos al marisco en la playa como un objeto "desmesurado", como un "enorme monumento". Y nos parecerá entonces que contemplamos algún cuadro de Dalí o una ostra gigante capaz de devorar a tres hombres a la vez, posada sobre la monotonía infinita de la arena blanca.
En apariencia, por lo tanto, poseemos una docilidad ejemplar y solamente tratamos de sorprender la dialéctica del objeto para someternos a ella. Y trataremos, frente a cada realidad, de "dejar que se introduzca mediante su movimiento propio en el canal de las circunlocuciones, que alcance mediante la palabra el punto dialéctico donde la sitúan su forma y su medio, su condición muda y el ejercicio de su profesión legítima" (8)
¿Es así, no obstante, como procede Ponge? ¿La impresión que nos dejan sus poemas corresponde a la exposición de su método? ¿No ha llegado a las cosas con ideas preconcebidas? Hay que considerar la cuestión más de cerca.
Compruebo, ante todo., que buena parte del misterio encantador que rodea a las producciones de Ponge se debe a que se mencionan a todo lo largo de ellas las relaciones del hombre con la cosa, pero despojándolas de toda significación humana. Veamos la ostra:
Es un mundo obstinadamente cerrado. Sin embargo, se puede abrirla: es necesario entonces tenerla en el hueco del paño de cocina, servirse de un cuchillo mellado y poco afilado, volver a hacerlo muchas veces. Los dedos curiosos se cortan, las uñas se rompen. Es un trabajo grosero.
He aquí un universo poblado por hombres y, no obstante, sin los hombres. ¿Qué es más ostra: la ostra misma o ese "se" extraño y obstinado que parece salido de una novela de Kafka y que la martiriza con un cuchillo mellado, sin que podamos adivinar las razones de ese encarnizamiento, pues no se nos ha dicho que la ostra es comestible? Y he aquí que ese "se" mismo, medio divinidad y medio borrasca, desaparece y deja lugar a esos dedos curiosos que se parecen un poco a los de las manos golpeadoras en los frescos de Fra Angélico. Mundo extraño en el que el hombre está presente mediante sus empresas, pero ausente como espíritu y como proyecto. Mundo cerrado en el que no se puede entrar ni salir, pero que reclama precisamente un testigo humano: el que escribe el Parti pris dos choses, el que lo lee. La inhumanidad de las cosas me remite a mí mismo; así la conciencia, al extirparse del objeto, se descubre en la dialéctica hegeliana. Sin embargo, la conciencia, según Ponge, es ella misma cosa.
¿De dónde viene entonces la unidad del objeto? He aquí el guijarro:
Cada día más pequeño pero siempre seguro de su forma, ciego, sólido y seco en su profundidad, su índole característica consiste, por lo tanto, en que no se deja despachurrar, sino más bien reducir por las aguas. Además, cuando, vencido, es por fin arena, el agua no penetra en él exactamente como en el polvo.
Concibo que Ponge afirme contra la ciencia la unidad de esa piedra que se ofrece como tal a su percepción. Pero cuando prolonga esa unidad hasta a los fragmentos dispersos del guijarro, hasta ese polvo de piedra, digo que ya no lo autoriza a ello la ciencia ni el ánimo, sensible, sino únicamente su facultad humana de unificación. Pues la percepción le proporciona la unidad del guijarro, pero no la del guijarro y la arena. Y la ciencia le enseña que la arena procede, en buena parte, de guijarros rotos, pero añade que —siendo la Naturaleza exterioridad— nunca hubo unidad alguna de la piedra, sino una colección de moléculas animadas por movimientos diversos. Hace falta un juicio y una decisión para transportar a esas
metamorfosis, que la geología reconstruye, la unidad que la percepción nos hace descubrir. Sin embargo, el hombre está ausente; el objeto supera al sujeto y lo aplasta. La unidad del guijarro proviene de él y se comunica a sus partículas más ínfimas, a esa piedra hecha trizas, mediante una virtud interior que corresponde a su proyecto original y a la que bien se le puede llamar mágica. Ved paralelamente el cigarrillo, la naranja, el pan, el fuego, la carne. Todos estos seres poseen una cohesión cuidadosamente distinta de la vida y que, no obstante, les acompaña en todos sus avatares. Es una curiosa espontaneidad coagulada, un poco análoga a esa contención que hace que el círculo siga siendo círculo, por sí solo, en tanto que por otra parte se hunde continuamente en una infinidad de puntos yuxtapuestos: esos objetos están embrujados.
Acerquémonos más a ellos. He aquí que ya no distingo entre el gimnasta, ese hombre al que Ponge describía hace un momento, y la jaulita o el cigarrillo que describe ahora. Es que rebaja al uno mientras eleva a los otros. Hemos visto que reducía los actos de ese atleta a no ser más que propiedades de una especie. Pero inversamente presta a la cosa inanimada propiedades específicas. Del gimnasta dice:
Para terminar, cae a veces del telar como una oruga, pero rebota y queda en pie.
Y del cigarrillo:
La atmósfera a la vez brumosa y seca, enmarañada, donde el cigarrillo es siempre colocado al revés que continuamente la crea...
O del agua:
Se aplana sin cesar, renuncia a cada instante a toda forma, no tiende sino a humillarse, se acuesta boca abajo en el suelo, casi cadáver...
Se trata aquí no de los estados en que una causa externa (el peso, por ejemplo) ha puesto a la cosa, sino de hábitos comunes a una especie, lo que supone cierta autonomía de cada objeto en relación con su medio ambiente y una necesidad interior que le sea propia. De ello resulta que esta "Cosmogonía" reviste más bien el aspecto de una historia natural. Para terminar, hombres, animales, plantas y minerables son puestos en las mismas condiciones. No es que se haya elevado —o rebajado— a todos los seres hasta la pura forma de la vida, sino que se ha concebido para cada uno la misma cohesión íntima, proyectando, para hablar el lenguaje de Hegel, la interioridad sobre la exterioridad. Lo que constituye la originalidad ambigua de las cosas del lapidario Ponge es que no están precisamente animadas. Conservan su inercia, su división, su "estupefacción", esa tendencia continua a desmoronarse que Leibniz llamaba su estupidez. Ponge hace más que mantener esas cualidades, las proclama. Pero se han reunido y ligado entre ellas mediante "propiedades" y hasta sentimientos que se metamorfosean al tocarlos y, comunicándoles un poco de su tensión íntima, se petrifican y se deshacen al mismo tiempo. Mirad la piedra: está viva. Mirad la vida: es piedra. Las comparaciones antropomórficas abundan, pero al mismo tiempo que iluminan la cosa con una luz harto sospechosa, su resultado es sobre todo degradar lo humano, "trabarlo", como dice nuestro autor. Volvamos al agua:
Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único vicio: el peso, y dispone de medios excepcionales para satisfacer ese vicio: rodeando, traspasando, corroyendo, filtrando.
¿No parece la descripción de una familia vegetal? Pero Ponge continúa:
"Dentro de ella misma también funciona ese vicio: se aplana sin cesar, renuncia a cada instante a toda forma, no tiende sino a humillarse, se acuesta boca abajo en el suelo, casi cadáver..."
Ese hundimiento interior nos lleva de pronto a lo inorgánico. La unidad del agua desaparece casi por completo. Vacilamos en seguir uno de los caminos que nos conduciría hacia alguno de esos personajes fantásticos de los cuentos, blandos y deshuesados, siempre dispuestos a achicarse, a los que se levanta tirándoles de una oreja e inmediatamente vuelven a caer tendidos en tierra: o a seguir el otro que nos muestra una desencoladura de todas las partículas del agua, una pulverización de su ser, que afirma, contra todo intento de unificación, la omnipotencia de la inercia y la pasividad. Y, en el momento en que nos hallamos en la encrucijada, en esa indecisión que no abandona al lector de Ponge, éste añade súbitamente:
Casi se podría decir del agua que está loca.
¿Quién no ve que en este pasaje no es el agua la que recibe un carácter nuevo, sino más bien la locura la que sufre una metamorfosis secreta, la que se transforma en agua por haber tocado su superficie, la que se convierte, en el hombre y fuera del hombre, en un comportamiento inorgánico? Diré lo mismo de todas las pasiones que Ponge presta a sus cosas. Son otras tantas significaciones que quita al hombre, otros tantos procedimientos para mantener ese desequilibrio sutil en que quiere colocarnos.
¿Cuáles son las relaciones entre el objeto así descrito y su medio ambiente? No podrían ser puramente exteriores. Con mucha frecuencia a lo que pertenece al exterior y se asienta en el objeto durante un instante Ponge se lo incorpora y hace de ello una de sus propiedades: el guijarro "disipa" el agua de mar que corre sobre él, no el sol: el peso es un "vicio" del agua, no una excitación externa. Se dirá que eso es propio de la observación: veo ascender un globo lleno de gas y hablo de su fuerza ascensional o digo, con Aristóteles, que su lugar natural está arriba. ¿ Qué puede ser más natural en Ponge, puesto que ha decidido mostrar las cosas como las ve?
En efecto. Y eso sería perfecto si se abstuviese, como se ha comprometido a hacerlo, de recurrir de modo alguno a la ciencia. Pero he aquí que nos damos cuenta de que Ponge, mediante una nueva ambigüedad voluntaria, de ese universo de la observación pura ha hecho también y al mismo tiempo el universo de la ciencia. Son sus conocimientos científicos los que en todo momento lo iluminan y lo guían, le permiten interrogar con más precisión a su objeto. A las hojas las "desconcierta una lenta oxidación", los vegetales "exhalan el ácido carbónico mediante la función clorofílica, como un suspiro que durara noches". A propósito del guijarro, Ponge describe, en términos por lo demás magníficos, el nacimiento y el enfriamiento de la tierra. A veces sus imágenes no son sino una metáfora destinada a exponer más agradablemente una ley científica. Escribe, por ejemplo, que el sol "obliga (al agua) a un ciclismo constante, la trata como si fuera una ardilla colocada en su rueda". El universo mágico de la observación deja entrever, por debajo, el mundo de la ciencia y su determinismo.
Al espíritu enfermo de nociones que al principio se ha alimentado con tales apariencias, a propósito de la piedra la naturaleza se le aparecerá por fin bajo una luz quizá demasiado simple, como un reloj cuyo principio está hecho de ruedas que giran a velocidades muy desiguales, aunque las mueve un motor único.
Y esta visión mecanicista es tan fuerte en él que provoca en su libro una especie de desaparición de la liquidez. El agua se define por su aplanamiento, la lluvia se compara con una red trenzada, con guisantes, con bolas, con agujetas, se la explica mediante un "mecanismo de relojería". El mar es ora "amontonamiento seudo-orgánico de velos esparcidos igualmente por las tres cuartas partes del mundo", ora un "voluminoso tomo marino" que el viento dobla y hojea. Y en verdad estas transmutaciones de elementos son propias del pintor y del poeta; son ellas las que Proust admiraba en Elstir. Pero Elstir transmutaba también la tierra en agua. Aquí sentimos que el fondo de las cosas es sólido.
Líquido es por definición lo que prefiere obedecer al peso para mantener su forma, lo que rechaza toda forma para obedecer a su peso.
Se advierte, pues, que la liquidez es una función de la materia y que, para terminar, existe una materia. Es ese parpadeo perpetuo de la interioridad a la exterioridad lo que constituye la originalidad y la fuerza de los poemas de Ponge; son esos pequeños hundimientos dentro de un
mismo objeto, los que revelan estados bajo sus propiedades y, por otra parte, las bruscas elevaciones que unifican de pronto los estados en conductas y hasta en sentimientos; es esa disposición de ánimo que despierta en el lector a no sentirse ya en reposo en parte alguna, a dudar de si la materia no está animada y de si los movimientos del alma no son temblores de la materia; son esos cambios continuos los que le hacen mostrar al hombre como un poco de carne alrededor de algunos huesos, e, inversamente, a la carne como una "especie de fábrica: bocas de empalme, altos hornos y cubas están en ella junto a los martillos pilones, los cojines de grasa"; es esa manera de unificar los sistemas mecánicos de la ciencia mediante las fórmulas de la magia y, de pronto, de mostrar bajo la magia el determinismo universal. Pero finalmente predomina lo sólido. Lo sólido y la ciencia, que dice la última palabra.
Ponge ha escrito de esta manera algunos poemas admirables, de un tono enteramente nuevo, y creado una naturaleza material que le es propia. No se podría pedirle más. Hay que añadir que su tentativa, por sus últimos términos, es una de las más curiosas y quizá de las más importantes de esta época. Pero si queremos averiguar su importancia es necesario que instemos a su autor a que renuncie a ciertas contradicciones que la ocultan y la deslucen.
No ha sido fiel a su propósito: no se ha acercado a las cosas, como pretendía hacerlo, con un asombro ingenuo, sino con un prejuicio materialista. En verdad, en él se trata de un sistema filosófico preconcebido menos que de una lección original de él mismo. Pues su obra tiende a expresarlo tanto como a representar los objetos de su atención. Esa elección es bastante difícil de definir. Rimbaud decía:
Si j'ai du goût, ce n'est guère
Que pour la terre et les pierres.
Y soñaba con matanzas enormes que libraran a la tierra de sus habitantes, su fauna y su flora. Ponge no es tan sanguinario. Es un Rimbaud blanco. Y a Parti pris des choses se le podría llamar la "geología sin matanzas". Parece también, a primera vista, que ama las flores, los animales e incluso a los hombres. Y sin duda los ama. Mucho. Pero es con la condición de petrificarlos. Tiene la pasión, el vicio de la cosa inanimada, material, de lo sólido. Todo es sólido en él: desde su frase hasta los cimientos profundos de su universo. Si presta a los animales conductas humanas es con el fin de mineralizar a los hombres. Tal vez detrás de su empresa revolucionaria se puede entrever un gran sueño necrológico: el de enterrar todo lo que vive, sobre todo al hombre, en el sudario de la materia. Todo lo que sale de sus manos es cosa, inclusive y sobre todo sus poemas. Y su deseo último es que esta civilización entera aparezca un día, con sus libros, como una inmensa necrópolis de conchas a los ojos de un mono superior, él mismo cosa, que hojeará distraídamente esos residuos de nuestra gloria. Presente la mirada de ese mono, la siente ya sobre él: bajo sus ojos petrificantes siente que se solidifican sus humores, se transforma en estatua; todo ha terminado, él tiene la naturaleza de la roca y del guijarro, la estupefacción de la piedra paraliza sus brazos y sus piernas. Es esta catástrofe inofensiva y radical la que tiende a preparar sus escritos. Para ella requiere los servicios de la ciencia y de una filosofía materialista. Y yo veo en ello ante todo cierta manera de aniquilar de un golpe todo lo que lo hace sufrir, los abusos, las injusticias, el hediondo desorden de una sociedad a la que lo han arrojado. Pero, más todavía, parece que haya elegido un medio rápido de realizar simbólicamente nuestro deseo común de existir por fin de acuerdo con la norma del en-sí. Lo que le fascina en la cosa es su modo de existencia, su total adhesión a sí misma, su reposo. Basta de huida ansiosa, de ira, de angustia: la imperturbabilidad insensible del guijarro. He observado en otra parte que el deseo de cada uno de nosotros es existir con su conciencia entera en el modo de ser de la cosa, ser todo entero conciencia y al mismo tiempo todo entero piedra. El materialismo da a ese sueño una satisfacción de principio, pues le dice al hombre que no es más que un mecanismo. En consecuencia, tengo el triste placer de sentirme pensar y de saberme un sistema material. Por lo que me parece, Ponge no se contenta con ese puro saber teórico y realiza el esfuerzo más radical para hacer que ese conocimiento puramente teórico se aloje en la intuición. En efecto, si pudiera unir el uno a la otra, la partida estaría ganada. Y ese parpadeo de interioridad y de exterioridad del que tomé nota hace un momento tiene una función precisa: en defecto de una fusión real de la conciencia y de la cosa, Ponge nos hace oscilar de una a otra a gran velocidad, con la esperanza de realizar la fusión en el límite superior de esa velocidad.
Pero eso no es posible. Por muy rápidamente que nos haga oscilar, es él quien nos balancea de un extremo al otro. Al encerrar al mundo en sí mismo con todo lo que hay en él, por lo mismo él se encuentra en el exterior, fuera del mundo, frente a las cosas, solo. Ese esfuerzo para verse con los ojos de una especie extraña, para descansar por fin del deber doloroso de ser sujeto, lo hemos encontrado ya cien veces, en formas diferentes, en Bataille, en Blanchot, en los superrelistas. Representa el sentido de lo fantástico moderno, como también el del materialismo tan particular de nuestro autor. (9) Se ha frustrado en todas las ocasiones. Es que quien hace el esfuerzo, por lo mismo que lo hace, se escapa y se coloca más allá de su esfuerzo. Es Hegel que no puede, haga lo que haga, entrar en el hegelianismo. El intento de Ponge está condenado al fracaso como todos los demás de la misma clase.
Sin embargo, ha tenido un resultado inesperado. Ha encerrado en el mundo todas las cosas y a él mismo en la medida en que es cosa; sólo que da su conciencia contemplativa que, precisamente porque es conciencia del mundo, se halla necesariamente fuera del mundo: una conciencia desnuda, casi impersonal. ¿Qué ha hecho como no sea la "reducción fenomenológica"? ¿No consiste ésta, en efecto, en poner el mundo "entre paréntesis" para librarse de toda idea preconcebida? El mundo no es ya, por lo tanto, ni representación ni realidad trascendente. Ni materia ni espíritu. Está ahí, simplemente, y yo tengo conciencia de él. ¡Qué excelente partida, si Ponge consintiera en ella, para llegar, sin prejuicio alguno, "a las cosas mismas"! La ciencia estaría en el mundo: entre paréntesis. Sólo tendría que decir verídicamente lo que ve, y es sabido con qué vigor ve. Nada se perdería, salvo, quizá, esa resolución de tomar a los hombres como maniquíes. Pues habría que aceptarlos con sus significados humanos, en lugar de partir de un materialismo teórico, para reducirlos por la fuerza a la categoría de autómatas. Y no habría que lamentar ese ligero cambio, puesto que los únicos escritos malos —pero muy malos— de Ponge son R. C. Seine Nº y Le restaurant Lemeunier, que consagra a las colectividades humanas. El sentido de las cosas y sus "maneras-de-comportarse" brillarían todavía más vivamente. Pues, en fin de cuentas, en el extraño materialismo de Ponge, si bien a todo se le puede llamar materia, por otra parte todo es pensamiento, puesto que todo es expresión. Es necesario estar de acuerdo con él: las cosas pueden enseñarnos maneras de ser; quiero que él sea león, guijarro, rata, mar, y yo quiero serlo con él. Me negaré a creer, como él, que es nuestra experiencia psicológica la que permite informar simbólicamente a la materia física. ¿Pero sacaré con él la conclusión de que el objeto precede aquí al sujeto? Eso no es necesario. Yo escribí en otra parte, si puedo citarme:
Lo viscoso no simboliza ninguna conducta psíquica a priori; pone de manifiesto cierta relación del ser consigo mismo y esa relación es originalmente psiquizada porque la he descubierto en un esbozo de apropiación y la viscosidad me ha devuelto mi imagen. Así me he enriquecido, desde mi primer contacto con lo viscoso, con un esquema ontológico valedero más allá de la distinción de lo psíquico y de lo no psíquico, para interpretar el sentido de ser de todos los existentes de cierta categoría, categoría que, por otra parte, surge como un marco vacío antes de la experiencia de las diferentes clases de viscoso. Yo la he arrojado al mundo mediante mi proyecto original frente a lo viscoso, es una estructura objetiva del mundo...
Lo que decimos de lo viscoso vale para todos los objetos que rodean al niño: la simple revelación de su materia extiende su horizonte hasta los extremos límites del ser y lo dota al mismo tiempo con un conjunto de claves para descifrar el ser de todos los hechos humanos.
Pero, por lo tanto, no creo que al "transferirnos a las cosas", como quiere Ponge, encontraríamos en ellas maneras de sentir inéditas, ni que deberíamos tomárselas prestadas para enriquecernos. Lo que encontramos en todas partes, en el tintero, en la aguja del fonógrafo, en la miel de la rebanada de pan, somos nosotros mismos, siempre nosotros. Y esta gama de sentimientos vagos y oscuros que descubrimos la teníamos ya, o más bien nosotros éramos esos sentimientos. Pero no se dejaban ver, se ocultaban en los matorrales, entre las piedras, casi inútiles. Pues el hombre no está concentrado en sí mismo, sino fuera, siempre fuera, del cielo a la tierra. El guijarro tiene un interior, el hombre no lo tiene: pero se pierde para que el guijarro exista. Y todos esos hombres "hediondos" que Ponge quiere evitar o suprimir son también "ratas, leones, redes, diamantes". Lo son precisamente porque "están-en-el-mundo". Pero no se dan cuenta de ello, hay que revelárselo. De consiguiente, en mi opinión, se trata de adquirir sentimientos nuevos menos que de profundizar nuestra condición humana.
Lo que me parece realmente importante es que, en el momento en que el señor Bachelard trata de descubrir mediante el psicoanálisis los significados que nuestra "imaginación material" presta al aire, al agua, al fuego, a la tierra, Ponge, por su parte, trata de reconstruirlos sintéticamente. Hay en esta coyuntura como una promesa de llevar el inventario lo más lejos posible. Y no quiero más prueba de que Ponge lo ha logrado plenamente siempre que ha tratado de hacerlo que las múltiples resonancias que despiertan en mí sus pasajes más perfectos. Citaré al azar estas líneas sobre el caracol:
A los caracoles les gusta la tierra húmeda. Go on, avanzan pegados a ella con todo su cuerpo. La llevan consigo, la comen, depositan en ella sus excrementos. Ella los atraviesa y ellos la atraviesan. Es una interpretación del mejor gusto, puesto que, por decirlo así, tono sobre tono, con un elemento pasivo y un elemento activo, el pasivo baña y nutre al mismo tiempo al activo.
Estas líneas me recuerdan irresistiblemente un bello y siniestro pasaje de Malraux sobre una muerte en Toledo:
Diez metros más abajo, una mujer, con la cabeza de cabellos rizados en el hueco del brazo, el otro brazo extendido (pero la cabeza vuelta hacia el fondo de la zanja), habría parecido que dormía si no se la hubiese sentido, bajo su vestido vacío, más plana que cualquier ser viviente, pegada a la tierra con la fuerza de los cadáveres. (10)
Más allá de esa muerta y ese caracol presiento una especie de relación con la tierra, cierto sentido de la fusión, del aplanamiento, una relación del todo con la muerte, con una mineralización de los cadáveres. Todo está ahí, en Ponge, superpuesto.
Por supuesto, hay que cuidar de no poner en la cosa lo que luego se pretenderá encontrar en ella. Ponge no ha evitado siempre ese error. Por eso me gusta menos su "lavarropas". Dice al respecto:
Ciertamente, no llegaré a pretender que el ejemplo o la lección del lavarropas deba, propiamente hablando, galvanizar a mi lector, pero lo despreciaría un poco sin duda si no la tomara en serio.
Hela aquí brevemente:
El lavarropas está concebido de tal manera que lleno con un montón de telas inmundas, la emoción interior, la viva indignación que ello le causa, canalizada hacia la parte superior de su ser, vuelve a caer en forma de lluvia sobre ese montón de telas inmundas que le revuelve el estómago —y eso casi continuamente— y todo termina en una purificación.
Temo figurar entre esos lectores despreciables que no toman la lección completamente en serio. ¿Cómo no ver, en efecto, que se trata de una metáfora pura y simple? ¿Hace falta un lavarropas para realizar ese esquema de la purificación que reside en todas las conciencias y cuyo origen es mucho más lejano y está mucho más profundamente arraigado en nosotros? Además la comparación es inexacta, aunque uno se coloque en el punto de vista de la mera observación: no es la presencia de las telas sucias la que hace hervir el agua del lavarropa. Sin el calor del fogón ese agua permanecería inerte y se engrasaría poco a poco sin conseguir lavar la ropa. Y Ponge debería saberlo mejor que cualquier otro, pues es él quien ha puesto el lavarropas en el fuego.
Pero son tantos los pasajes en los que Ponge nos revela al mismo tiempo el comportamiento de la cosa y nuestro propio comportamiento que nos parece, como es natural, que su arte va más allá que su pensamiento. Pues Ponge pensador y materialista (11) y Ponge poeta —si no se tienen en cuenta las molestas intrusiones de la ciencia— ha sentado las bases de una Fenomenología de la Naturaleza.
imagen de lo que haya sido hecho y no hay que hacer. Y el "poema" final refundirá todos esos ensayos en una "redacción definitiva". Por lo tanto, cada párrafo está presente, a pesar de todo, en el párrafo siguiente. Pero no a la manera de esa "multiplicidad de interpretación" de que habla Bergson, ni tampoco como las notas esparcidas de una melodía, que se oyen todavía en la nota siguiente y la coloran y le dan su sentido: el párrafo pasado acosa al párrafo presente y trata de fundirse con él. Pero no puede hacerlo: el otro lo rechaza con toda su densidad.
Como la unidad orgánica es el párrafo, cada frase asume dentro de esa totalidad una función diferenciada. A este respecto ya no podemos hablar de yuxtaposición: hay movimiento, paso, ascensión, descenso, deslizamiento, vectación, comienzo y fin. Leo las primeras líneas de
Boards de mer: la frase inicial es una afirmación incondicional. La segunda, que comienza con un "pero", la corrige. La tercera, con un "por eso", saca la conclusión de las dos primeras. Y la cuarta, que comienza con "porque", aporta al conjunto una última justificación. Hay, por lo tanto, movimiento, una división del trabajo muy desarrollada, la imagen misma de la vida; ya no nos las tenemos que ver, según parece, con un polípero, sino con un organismo evolucionado. Sin embargo, siento una especie de incomodidad bastante compleja. Esta vida tan bulliciosa, tan atareada, tiene algo sospechoso. Abro los Pensamientos de Pascal al azar y
leo: "Que el hombre contemple, pues, la naturaleza entera, en su elevada y plena majestuosidad, que aleje su vida de los objetos viles que lo rodean. Que mire esa luz brillante, colocada como una lámpara eterna para iluminar el universo, que la tierra le parezca como un punto en comparación con el vasto circuito que ese astro describe y que le asombre que ese vasto circuito mismo no sea sino un punto muy tenue con respecto al que abarcan los astros que ruedan por el firmamento. Pero si nuestra vista se detiene en eso, que la imaginación pase de largo; se cansará de concebir antes que la naturaleza de producir. Todo este mundo visible no es más que un rasgo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. Ninguna idea se le aproxima. Es inútil que inflemos nuestras concepciones, etc.,etc...".
Veis cómo en Pascal el punto representa un suspiro, no una pausa. Ha sido puesto entre las dos primeras frases teniendo en cuenta la respiración y los atractivos de la vida más bien que el sentido, puesto que tanto en la primera como en la segunda encontramos "que" separados los unos de los otros por simples comas. De ello resulta un movimiento que se prolonga de una frase a otra y una unidad profunda bajo esos cortes superficiales; y la segunda aprovecha tan ampliamente el impulso dado por la primera que ni siquiera se toma la molestia de nombrar su sujeto: el mismo "hombre" las habita a una y otra. Tras este fuerte ataque, la tercera frase puede recobrar el aliento y variar ligeramente el modo de presentación del mismo pronombre; el comienzo fue tan violento que juega ganando, la mente la organiza, a pesar de ella misma, con las dos precedentes. Ahora se trata de pasar a la exhortación y la comprobación. Pero ved la preocupación: es dentro de la tercera frase, después de la frágil barrera de un punto y coma, donde se realiza ese paso. De modo que esta frase central es el eje del párrafo: en ella viene a morir el primer movimiento; en ella se inicia esa conmoción de ondas tranquilas y concéntricas que nos van a llevar hasta el fin. He aquí una unidad verdadera y melódica. Melódica hasta el punto de que hace rechinar un poco los dientes.
Por contraste podemos comprender mejor la estructura de los párrafos de Ponge: sin duda sus frases se forman con signos, inician pasajes, tratan de tener puentes. Pero cada una de ellas es tan densa, tan definitiva, su cohesión interna es tal que, como sucedía hace un momento con sus párrafos, hay entre ellas agujeros, vacío. Toda la vida del poema está entre dos puntos; y los puntos adquieren aquí su valor máximo: el de un pequeño aniquilamiento del mundo, que recobra la forma algunos momentos después. De ahí el sabor desconcertante del objeto: las frases están construidas en función las unas de las otras. Con grapas y ojales; son ganchudas y pueden engancharse, pero una distancia inapreciable hace que las grapas vuelvan a caer sin haber asido nada. La unidad del párrafo se ofrece, pero es semántica, demasiado poco material, demasiado inteligible para que se la saboree. Es una unidad fantasma, presente en todas partes y que no se toca en ninguna. Y los "porque", los "pero", los "sin embargo" adquieren en ella un aspecto antiguo y un poco solemne, pues han sido hechos para encadenar, para manejar transiciones, y he aquí que de pronto se los eleva a la dignidad de primeros comienzos. Son los primeros en sorprenderse de ello (diría yo si quisiera hacer un "A la manera de" Ponge).
Es cierto que este aspecto del Parti pris des choses puede encontrar muchas explicaciones. Ponge mismo nos ha prevenido que trabaja interrumpidamente. Tiene un empleo que le absorbe diez horas al día. Escribe de noche y durante poco tiempo. Cada noche tiene que volver a empezar, sin impulso, sin trampolín. Cada noche tiene que volver a ponerse en presencia de la cosa, y del papel. Cada noche tiene que descubrir una nueva faceta, escribir un nuevo párrafo. Pero él mismo nos pone en guardia contra esta explicación demasiado material.
Por lo demás, aunque tuviera tiempo, me parece que ya no me agradaría trabajar mucho y a intervalos sobre el mismo tema. Lo que me importa es tomar cada noche un nuevo objeto y obtener de él al mismo tiempo un goce y una lección.
Hay en ello como una preferencia por lo discontinuo que corresponde a una elección original. Habría que demostrar —lo que no sería tan difícil pero nos llevaría demasiado lejos— por qué los "aficionados a las almas", como Barrès, están del lado de la continuidad y por qué los "aficionados a las cosas" prefieren lo discreto, como Renard y como Ponge. Lo que importa en este caso es definir el efecto —obtenido o no consecientemente— de esas discontinuidades. Constituye quizás el encanto más inmediato y más difícilmente explicable de las obras de Ponge. Me parece que sus frases se hallan entre ellas como esos sólidos que se ven en los cuadros de Braque y Juan Gris, entre los cuales el ojo debe establecer cien unidades diferentes, mil relaciones y correspondencias, para componer finalmente con ellos un solo cuadro, pero que están rodeados por líneas tan gruesas y oscuras, tan profundamente centradas sobre sí mismas que el ojo es enviado constantemente de lo continuo a lo discontinuo, tratando de realizar la fusión de diferentes manchas del mismo color violeta y apoyándose a cada momento en la impenetrabilidad de la mandolina y del cántaro. Pero en Ponge ese paradero tiene, a mi parecer, un sentido muy particular: constituye el poema mismo en su forma intuitiva como una síntesis perpetuamente evanescente de la unidad viviente y de la dispersión inorgánica. No olvidemos que el poema es aquí cosa y que, en su calidad de cosa, reclama cierto tipo de existencia que la ordenación de las frases y los párrafos debe conferirle. Ahora bien, me parece que ese tipo de existencia podría ir definirse como el de una estatua hechizada; tenemos que habérnoslas con mármoles frecuentados por la vida. Esos párrafos visitados continuamente por el recuerdo de otros párrafos que no pueden organizarse con ellos, esas frases que en su soledad inorgánica zumban de llamamientos a otras frases con las que no pueden unirse, ¿no son como un esfuerzo abortado de la piedra hacia la existencia organizada? Encontramos aquí una imagen intuitiva, dada por el estilo y la escritura, de la manera como Ponge quiere hacemos contemplar las "cosas". Tendremos que volver a ello.
Las frases de Ponge, así suspendidas en el vacío mediante una descomposición sutil de sus enlaces, son enormemente afirmativas. Eso responde ante todo al gusto mismo del autor: desea dejar tras sí "proverbios". Proverbios, es decir, esas frases cargadas de sentido, ya petrificadas y cuyo poder de afirmación es tal que toda una sociedad las hace suyas. Así se comprende esa severa economía de palabras que quiere realizar en todas partes —que el conjuntivo "y", por ejemplo, quede prácticamente suprimido en sus obras, o que no figure en ellas sino como un exordio ceremonioso—, que a veces las subordinadas, almidonadas por esa
afirmación omnipresente, se mantengan en el aire por sí solas, sin principal, entre dos puntos, con aires de considerandos de una sentencia judicial:
Pero como cada oruga tuvo la cabeza cegada y ennegrecida, y el torso adelgazado por la verdadera explosión que chamuscó las alas simétricas.
Desde entonces la mariposa errática ya no se posa sino al azar de su curso, o del mismo modo.
Pero el acto afirmativo, con su pompa, tiene como función, sobre todo, imitar el surgimiento categórico de la cosa. No olvidemos que Ponge no se propone describir la ondulación de las apariencias, sino la substancia interna del objeto, en el punto preciso en que se determina por sí misma. Por lo tanto, su frase reproduce ese movimiento generador. Es ante todo genética y sintética. El problema de Ponge coincide a este respecto con el de Renard: ¿cómo se puede hacer que una misma frase contenga el mayor número de ideas? Pero en tanto que Renard perseguía el ideal imposible del silencio, Ponge tiende a reproducir la cosa de un solo golpe. Es necesario que las palabras cristalicen a medida que el ojo las recorre y que la frase, al final, haya reproducido un surgimiento. Pero como este surgimiento posee la obstinación de la cosa y no el flexible devenir de la vida, como es más bien que un nacimiento una especie de aparición coagulada, es necesario que el movimiento generador, en vez de propagarse blandamente de frase en frase como una onda, vaya a chocar rudamente y a estrellarse contra el tope del punto. De ahí esa estructura frecuente de la frase: al comienzo el mundo líquido y rápido de las aposiciones y luego, de pronto, la detención, la principal, breve, concentrada: la cosa "se ha formado" y circunscrito de pronto. He aquí la mariposa:
Minúsculo velero de los aires maltratado por el viento en pétalo redundante, vagabundea en el jardín.
La frase de Ponge, en sí misma, es un mundo minuciosamente articulado en el que el lugar de cada palabra está calculado, en el que las recusaciones, las inversiones tienen como función presentar los hechos en su orden verdadero, pero figuran también como un recuerdo lejano del simbolismo y de los inventos sintáxicos de Mallarmé. A veces, en este mundo en fusión hay solidificaciones bruscas, coágulos —la mayor parte del tiempo adverbios— y por otra parte miembros de frase enteros que emergen como gruesos volúmenes pastosos y manifiestan una especie de independencia: es que Ponge se hace el deber de describir al correr de la pluma, dentro mismo de su frase, los elementos que componen la "cosa" estudiada y su génesis. En consecuencia hay cosas en la cosa y génesis de la génesis. He aquí la lluvia:
Con arreglo a la superficie entera de un tejadito de cinc que esta mirada domina, ella fluye en lámina muy delgada, muaré a causa de corrientes muy variadas por las imperceptibles ondulaciones y abolladuras de la cubierta. Del canalón contiguo por el que fluye con la contención de un arroyo hueco, sin gran pendiente, cae de pronto en un hilo completamente vertical, bastante groseramente trenzado hasta el suelo, donde se rompe y rebota en agujetas brillantes. (7)
Quedan las palabras, cuya "densidad semántica" debe expresar la riqueza de las cosas. En verdad, eso es lo menos patente. Sin duda comprueba en Ponge una ligereza feliz con respecto al lenguaje, cierta manera de no ponerse los guantes con él, de hacer retruécanos, de inventar si es necesario palabras como "vanaglorioso" o "floribondos", pero es más bien en él como una sonrisa de liberación. "Ex mártir del lenguaje": se me permitirá que ya no lo tome todos los días en serio.
Sin duda también, se detiene más que cualquier otro en las correspondencias de las palabras con las cosas que designan:
Lo que hace tan difícil mi trabajo (es) que el nombre de la mimosa es ya perfecto. Conociendo el arbusto y el nombre de la mimosa, se hace difícil encontrar para definir la cosa algo mejor que ese nombre mismo...
Pero lo que cuenta sobre todo es una ternura sensual por los nombres, una manera de apretarlos para que den todo su sentido. Tal ese "vagabundea en el jardín", que no llamará la atención sino si se le agrega la idea de andorreo a lo largo de espacios vagos, incluida en la palabra "vagabundo", con lo que hay, al contrario, de circunscrito, de cuidadosamente pulido y
perfecto en la palabra "jardín". En este sentido, hay que leer a Ponge con atención, palabra por palabra; hay que releerlo. Hay mucha profundidad en la elección de sus palabras y es ella la que mide el ritmo en cascada de la lectura que es necesario hacer. Pero es raro que sean elegidas con esa impropiedad concertada que él premeditaba. Y si es necesario señalar en primer lugar que su deseo de producir poemas-cosas se ha realizado casi por completo, conviene también reconocer que ha fracasado en su intento de dar
mediante un amasamiento, un primordial irrespeto por las palabras, la impresión de un nuevo idioma que producirá el efecto de sorpresa y de novedad de los objetos de sensación mismos.
Es hora de pasar al examen del contenido. Pero no sin haber tomado nota de que esas frases tan densas y que se harían fácilmente solemnes, son aligeradas y como vaciadas por una especie de picardía bonachona que se desliza por todas partes. Para terminar, Ponge mismo enseña la oreja y habla de él. No, según creo, bajo el aspecto del personaje que representa corrientemente y que me imagino más adusto, sino bajo el de una especie de entomólogo irónico, charlatán e ingenuo que recuerda una encantadora caricatura de Fabre. Es que concibe sus poemas en la dicha, en lo mejor de sí mismo. Sin duda son, como hemos visto, actos revolucionarios. Pero en el acto mismo encuentra su liberación y su placer:
Se debería poder dar a todos los poemas este título: Razones de vivir feliz. Para mi, al menos, los que escribo son cada uno de ellos como la nota que trato de aprehender cuando de una meditación o de una contemplación salta en mi cuerpo el cohete de algunas palabras que lo refrescan y lo deciden a vivir algunos días más.
Como hemos visto, Ponge no observa, no describe. No busca ni fija las cualidades del objeto. Es que, además, la cosa no se le aparece, lo mismo que a Kant, como un polo X, soporte de cualidades sensibles. Las cosas tienen sentidos. Hay que subordinarlo todo a la aprehensión y la fijación de esos sentidos, de esas "razones en estado crudo o vivo, cuando acaban de ser descubiertas en medio de las circunstancias únicas que las rodean en el mismo segundo". Razones, sentidos, maneras de comportarse, vienen a ser lo mismo. Todavía hace falta una iluminación privilegiada para descubrirlas. Por eso es por lo que la toma de vista varía según el objeto. La mimosa es aprehendida de frente, en el momento en que sus bolas amarillas, sus "vanagloriosos polluelos" "pían de perlas", en tanto que sus palmas dan ya señales de desaliento. Pero al langostino, al contrario, vamos a tratar de atraparlo en el momento en que una "diafanidad tan útil como sus saltos... quita por fin a su presencia misma inmóvil bajo las miradas toda continuidad". Los libros enseñan que la mariposa nace de la oruga. Sin embargo, no es en el momento de su metamorfosis cuando la iremos a buscar, sino más bien en el jardín, cuando de pronto, en bandadas, parece nacer de la tierra: es su verdadera génesis. El guijarro, al contrario, exige que se lo comprenda partiendo de la roca y del mar que lo engendran: llegaremos a él tras un largo preámbulo sobre la piedra.
Cuidadosos de dejar a cada cosa su dimensión real, no la que adquiere ante nuestros ojos y que depende de nuestras medidas, veremos al marisco en la playa como un objeto "desmesurado", como un "enorme monumento". Y nos parecerá entonces que contemplamos algún cuadro de Dalí o una ostra gigante capaz de devorar a tres hombres a la vez, posada sobre la monotonía infinita de la arena blanca.
En apariencia, por lo tanto, poseemos una docilidad ejemplar y solamente tratamos de sorprender la dialéctica del objeto para someternos a ella. Y trataremos, frente a cada realidad, de "dejar que se introduzca mediante su movimiento propio en el canal de las circunlocuciones, que alcance mediante la palabra el punto dialéctico donde la sitúan su forma y su medio, su condición muda y el ejercicio de su profesión legítima" (8)
¿Es así, no obstante, como procede Ponge? ¿La impresión que nos dejan sus poemas corresponde a la exposición de su método? ¿No ha llegado a las cosas con ideas preconcebidas? Hay que considerar la cuestión más de cerca.
Compruebo, ante todo., que buena parte del misterio encantador que rodea a las producciones de Ponge se debe a que se mencionan a todo lo largo de ellas las relaciones del hombre con la cosa, pero despojándolas de toda significación humana. Veamos la ostra:
Es un mundo obstinadamente cerrado. Sin embargo, se puede abrirla: es necesario entonces tenerla en el hueco del paño de cocina, servirse de un cuchillo mellado y poco afilado, volver a hacerlo muchas veces. Los dedos curiosos se cortan, las uñas se rompen. Es un trabajo grosero.
He aquí un universo poblado por hombres y, no obstante, sin los hombres. ¿Qué es más ostra: la ostra misma o ese "se" extraño y obstinado que parece salido de una novela de Kafka y que la martiriza con un cuchillo mellado, sin que podamos adivinar las razones de ese encarnizamiento, pues no se nos ha dicho que la ostra es comestible? Y he aquí que ese "se" mismo, medio divinidad y medio borrasca, desaparece y deja lugar a esos dedos curiosos que se parecen un poco a los de las manos golpeadoras en los frescos de Fra Angélico. Mundo extraño en el que el hombre está presente mediante sus empresas, pero ausente como espíritu y como proyecto. Mundo cerrado en el que no se puede entrar ni salir, pero que reclama precisamente un testigo humano: el que escribe el Parti pris dos choses, el que lo lee. La inhumanidad de las cosas me remite a mí mismo; así la conciencia, al extirparse del objeto, se descubre en la dialéctica hegeliana. Sin embargo, la conciencia, según Ponge, es ella misma cosa.
¿De dónde viene entonces la unidad del objeto? He aquí el guijarro:
Cada día más pequeño pero siempre seguro de su forma, ciego, sólido y seco en su profundidad, su índole característica consiste, por lo tanto, en que no se deja despachurrar, sino más bien reducir por las aguas. Además, cuando, vencido, es por fin arena, el agua no penetra en él exactamente como en el polvo.
Concibo que Ponge afirme contra la ciencia la unidad de esa piedra que se ofrece como tal a su percepción. Pero cuando prolonga esa unidad hasta a los fragmentos dispersos del guijarro, hasta ese polvo de piedra, digo que ya no lo autoriza a ello la ciencia ni el ánimo, sensible, sino únicamente su facultad humana de unificación. Pues la percepción le proporciona la unidad del guijarro, pero no la del guijarro y la arena. Y la ciencia le enseña que la arena procede, en buena parte, de guijarros rotos, pero añade que —siendo la Naturaleza exterioridad— nunca hubo unidad alguna de la piedra, sino una colección de moléculas animadas por movimientos diversos. Hace falta un juicio y una decisión para transportar a esas
metamorfosis, que la geología reconstruye, la unidad que la percepción nos hace descubrir. Sin embargo, el hombre está ausente; el objeto supera al sujeto y lo aplasta. La unidad del guijarro proviene de él y se comunica a sus partículas más ínfimas, a esa piedra hecha trizas, mediante una virtud interior que corresponde a su proyecto original y a la que bien se le puede llamar mágica. Ved paralelamente el cigarrillo, la naranja, el pan, el fuego, la carne. Todos estos seres poseen una cohesión cuidadosamente distinta de la vida y que, no obstante, les acompaña en todos sus avatares. Es una curiosa espontaneidad coagulada, un poco análoga a esa contención que hace que el círculo siga siendo círculo, por sí solo, en tanto que por otra parte se hunde continuamente en una infinidad de puntos yuxtapuestos: esos objetos están embrujados.
Acerquémonos más a ellos. He aquí que ya no distingo entre el gimnasta, ese hombre al que Ponge describía hace un momento, y la jaulita o el cigarrillo que describe ahora. Es que rebaja al uno mientras eleva a los otros. Hemos visto que reducía los actos de ese atleta a no ser más que propiedades de una especie. Pero inversamente presta a la cosa inanimada propiedades específicas. Del gimnasta dice:
Para terminar, cae a veces del telar como una oruga, pero rebota y queda en pie.
Y del cigarrillo:
La atmósfera a la vez brumosa y seca, enmarañada, donde el cigarrillo es siempre colocado al revés que continuamente la crea...
O del agua:
Se aplana sin cesar, renuncia a cada instante a toda forma, no tiende sino a humillarse, se acuesta boca abajo en el suelo, casi cadáver...
Se trata aquí no de los estados en que una causa externa (el peso, por ejemplo) ha puesto a la cosa, sino de hábitos comunes a una especie, lo que supone cierta autonomía de cada objeto en relación con su medio ambiente y una necesidad interior que le sea propia. De ello resulta que esta "Cosmogonía" reviste más bien el aspecto de una historia natural. Para terminar, hombres, animales, plantas y minerables son puestos en las mismas condiciones. No es que se haya elevado —o rebajado— a todos los seres hasta la pura forma de la vida, sino que se ha concebido para cada uno la misma cohesión íntima, proyectando, para hablar el lenguaje de Hegel, la interioridad sobre la exterioridad. Lo que constituye la originalidad ambigua de las cosas del lapidario Ponge es que no están precisamente animadas. Conservan su inercia, su división, su "estupefacción", esa tendencia continua a desmoronarse que Leibniz llamaba su estupidez. Ponge hace más que mantener esas cualidades, las proclama. Pero se han reunido y ligado entre ellas mediante "propiedades" y hasta sentimientos que se metamorfosean al tocarlos y, comunicándoles un poco de su tensión íntima, se petrifican y se deshacen al mismo tiempo. Mirad la piedra: está viva. Mirad la vida: es piedra. Las comparaciones antropomórficas abundan, pero al mismo tiempo que iluminan la cosa con una luz harto sospechosa, su resultado es sobre todo degradar lo humano, "trabarlo", como dice nuestro autor. Volvamos al agua:
Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único vicio: el peso, y dispone de medios excepcionales para satisfacer ese vicio: rodeando, traspasando, corroyendo, filtrando.
¿No parece la descripción de una familia vegetal? Pero Ponge continúa:
"Dentro de ella misma también funciona ese vicio: se aplana sin cesar, renuncia a cada instante a toda forma, no tiende sino a humillarse, se acuesta boca abajo en el suelo, casi cadáver..."
Ese hundimiento interior nos lleva de pronto a lo inorgánico. La unidad del agua desaparece casi por completo. Vacilamos en seguir uno de los caminos que nos conduciría hacia alguno de esos personajes fantásticos de los cuentos, blandos y deshuesados, siempre dispuestos a achicarse, a los que se levanta tirándoles de una oreja e inmediatamente vuelven a caer tendidos en tierra: o a seguir el otro que nos muestra una desencoladura de todas las partículas del agua, una pulverización de su ser, que afirma, contra todo intento de unificación, la omnipotencia de la inercia y la pasividad. Y, en el momento en que nos hallamos en la encrucijada, en esa indecisión que no abandona al lector de Ponge, éste añade súbitamente:
Casi se podría decir del agua que está loca.
¿Quién no ve que en este pasaje no es el agua la que recibe un carácter nuevo, sino más bien la locura la que sufre una metamorfosis secreta, la que se transforma en agua por haber tocado su superficie, la que se convierte, en el hombre y fuera del hombre, en un comportamiento inorgánico? Diré lo mismo de todas las pasiones que Ponge presta a sus cosas. Son otras tantas significaciones que quita al hombre, otros tantos procedimientos para mantener ese desequilibrio sutil en que quiere colocarnos.
¿Cuáles son las relaciones entre el objeto así descrito y su medio ambiente? No podrían ser puramente exteriores. Con mucha frecuencia a lo que pertenece al exterior y se asienta en el objeto durante un instante Ponge se lo incorpora y hace de ello una de sus propiedades: el guijarro "disipa" el agua de mar que corre sobre él, no el sol: el peso es un "vicio" del agua, no una excitación externa. Se dirá que eso es propio de la observación: veo ascender un globo lleno de gas y hablo de su fuerza ascensional o digo, con Aristóteles, que su lugar natural está arriba. ¿ Qué puede ser más natural en Ponge, puesto que ha decidido mostrar las cosas como las ve?
En efecto. Y eso sería perfecto si se abstuviese, como se ha comprometido a hacerlo, de recurrir de modo alguno a la ciencia. Pero he aquí que nos damos cuenta de que Ponge, mediante una nueva ambigüedad voluntaria, de ese universo de la observación pura ha hecho también y al mismo tiempo el universo de la ciencia. Son sus conocimientos científicos los que en todo momento lo iluminan y lo guían, le permiten interrogar con más precisión a su objeto. A las hojas las "desconcierta una lenta oxidación", los vegetales "exhalan el ácido carbónico mediante la función clorofílica, como un suspiro que durara noches". A propósito del guijarro, Ponge describe, en términos por lo demás magníficos, el nacimiento y el enfriamiento de la tierra. A veces sus imágenes no son sino una metáfora destinada a exponer más agradablemente una ley científica. Escribe, por ejemplo, que el sol "obliga (al agua) a un ciclismo constante, la trata como si fuera una ardilla colocada en su rueda". El universo mágico de la observación deja entrever, por debajo, el mundo de la ciencia y su determinismo.
Al espíritu enfermo de nociones que al principio se ha alimentado con tales apariencias, a propósito de la piedra la naturaleza se le aparecerá por fin bajo una luz quizá demasiado simple, como un reloj cuyo principio está hecho de ruedas que giran a velocidades muy desiguales, aunque las mueve un motor único.
Y esta visión mecanicista es tan fuerte en él que provoca en su libro una especie de desaparición de la liquidez. El agua se define por su aplanamiento, la lluvia se compara con una red trenzada, con guisantes, con bolas, con agujetas, se la explica mediante un "mecanismo de relojería". El mar es ora "amontonamiento seudo-orgánico de velos esparcidos igualmente por las tres cuartas partes del mundo", ora un "voluminoso tomo marino" que el viento dobla y hojea. Y en verdad estas transmutaciones de elementos son propias del pintor y del poeta; son ellas las que Proust admiraba en Elstir. Pero Elstir transmutaba también la tierra en agua. Aquí sentimos que el fondo de las cosas es sólido.
Líquido es por definición lo que prefiere obedecer al peso para mantener su forma, lo que rechaza toda forma para obedecer a su peso.
Se advierte, pues, que la liquidez es una función de la materia y que, para terminar, existe una materia. Es ese parpadeo perpetuo de la interioridad a la exterioridad lo que constituye la originalidad y la fuerza de los poemas de Ponge; son esos pequeños hundimientos dentro de un
mismo objeto, los que revelan estados bajo sus propiedades y, por otra parte, las bruscas elevaciones que unifican de pronto los estados en conductas y hasta en sentimientos; es esa disposición de ánimo que despierta en el lector a no sentirse ya en reposo en parte alguna, a dudar de si la materia no está animada y de si los movimientos del alma no son temblores de la materia; son esos cambios continuos los que le hacen mostrar al hombre como un poco de carne alrededor de algunos huesos, e, inversamente, a la carne como una "especie de fábrica: bocas de empalme, altos hornos y cubas están en ella junto a los martillos pilones, los cojines de grasa"; es esa manera de unificar los sistemas mecánicos de la ciencia mediante las fórmulas de la magia y, de pronto, de mostrar bajo la magia el determinismo universal. Pero finalmente predomina lo sólido. Lo sólido y la ciencia, que dice la última palabra.
Ponge ha escrito de esta manera algunos poemas admirables, de un tono enteramente nuevo, y creado una naturaleza material que le es propia. No se podría pedirle más. Hay que añadir que su tentativa, por sus últimos términos, es una de las más curiosas y quizá de las más importantes de esta época. Pero si queremos averiguar su importancia es necesario que instemos a su autor a que renuncie a ciertas contradicciones que la ocultan y la deslucen.
No ha sido fiel a su propósito: no se ha acercado a las cosas, como pretendía hacerlo, con un asombro ingenuo, sino con un prejuicio materialista. En verdad, en él se trata de un sistema filosófico preconcebido menos que de una lección original de él mismo. Pues su obra tiende a expresarlo tanto como a representar los objetos de su atención. Esa elección es bastante difícil de definir. Rimbaud decía:
Si j'ai du goût, ce n'est guère
Que pour la terre et les pierres.
Y soñaba con matanzas enormes que libraran a la tierra de sus habitantes, su fauna y su flora. Ponge no es tan sanguinario. Es un Rimbaud blanco. Y a Parti pris des choses se le podría llamar la "geología sin matanzas". Parece también, a primera vista, que ama las flores, los animales e incluso a los hombres. Y sin duda los ama. Mucho. Pero es con la condición de petrificarlos. Tiene la pasión, el vicio de la cosa inanimada, material, de lo sólido. Todo es sólido en él: desde su frase hasta los cimientos profundos de su universo. Si presta a los animales conductas humanas es con el fin de mineralizar a los hombres. Tal vez detrás de su empresa revolucionaria se puede entrever un gran sueño necrológico: el de enterrar todo lo que vive, sobre todo al hombre, en el sudario de la materia. Todo lo que sale de sus manos es cosa, inclusive y sobre todo sus poemas. Y su deseo último es que esta civilización entera aparezca un día, con sus libros, como una inmensa necrópolis de conchas a los ojos de un mono superior, él mismo cosa, que hojeará distraídamente esos residuos de nuestra gloria. Presente la mirada de ese mono, la siente ya sobre él: bajo sus ojos petrificantes siente que se solidifican sus humores, se transforma en estatua; todo ha terminado, él tiene la naturaleza de la roca y del guijarro, la estupefacción de la piedra paraliza sus brazos y sus piernas. Es esta catástrofe inofensiva y radical la que tiende a preparar sus escritos. Para ella requiere los servicios de la ciencia y de una filosofía materialista. Y yo veo en ello ante todo cierta manera de aniquilar de un golpe todo lo que lo hace sufrir, los abusos, las injusticias, el hediondo desorden de una sociedad a la que lo han arrojado. Pero, más todavía, parece que haya elegido un medio rápido de realizar simbólicamente nuestro deseo común de existir por fin de acuerdo con la norma del en-sí. Lo que le fascina en la cosa es su modo de existencia, su total adhesión a sí misma, su reposo. Basta de huida ansiosa, de ira, de angustia: la imperturbabilidad insensible del guijarro. He observado en otra parte que el deseo de cada uno de nosotros es existir con su conciencia entera en el modo de ser de la cosa, ser todo entero conciencia y al mismo tiempo todo entero piedra. El materialismo da a ese sueño una satisfacción de principio, pues le dice al hombre que no es más que un mecanismo. En consecuencia, tengo el triste placer de sentirme pensar y de saberme un sistema material. Por lo que me parece, Ponge no se contenta con ese puro saber teórico y realiza el esfuerzo más radical para hacer que ese conocimiento puramente teórico se aloje en la intuición. En efecto, si pudiera unir el uno a la otra, la partida estaría ganada. Y ese parpadeo de interioridad y de exterioridad del que tomé nota hace un momento tiene una función precisa: en defecto de una fusión real de la conciencia y de la cosa, Ponge nos hace oscilar de una a otra a gran velocidad, con la esperanza de realizar la fusión en el límite superior de esa velocidad.
Pero eso no es posible. Por muy rápidamente que nos haga oscilar, es él quien nos balancea de un extremo al otro. Al encerrar al mundo en sí mismo con todo lo que hay en él, por lo mismo él se encuentra en el exterior, fuera del mundo, frente a las cosas, solo. Ese esfuerzo para verse con los ojos de una especie extraña, para descansar por fin del deber doloroso de ser sujeto, lo hemos encontrado ya cien veces, en formas diferentes, en Bataille, en Blanchot, en los superrelistas. Representa el sentido de lo fantástico moderno, como también el del materialismo tan particular de nuestro autor. (9) Se ha frustrado en todas las ocasiones. Es que quien hace el esfuerzo, por lo mismo que lo hace, se escapa y se coloca más allá de su esfuerzo. Es Hegel que no puede, haga lo que haga, entrar en el hegelianismo. El intento de Ponge está condenado al fracaso como todos los demás de la misma clase.
Sin embargo, ha tenido un resultado inesperado. Ha encerrado en el mundo todas las cosas y a él mismo en la medida en que es cosa; sólo que da su conciencia contemplativa que, precisamente porque es conciencia del mundo, se halla necesariamente fuera del mundo: una conciencia desnuda, casi impersonal. ¿Qué ha hecho como no sea la "reducción fenomenológica"? ¿No consiste ésta, en efecto, en poner el mundo "entre paréntesis" para librarse de toda idea preconcebida? El mundo no es ya, por lo tanto, ni representación ni realidad trascendente. Ni materia ni espíritu. Está ahí, simplemente, y yo tengo conciencia de él. ¡Qué excelente partida, si Ponge consintiera en ella, para llegar, sin prejuicio alguno, "a las cosas mismas"! La ciencia estaría en el mundo: entre paréntesis. Sólo tendría que decir verídicamente lo que ve, y es sabido con qué vigor ve. Nada se perdería, salvo, quizá, esa resolución de tomar a los hombres como maniquíes. Pues habría que aceptarlos con sus significados humanos, en lugar de partir de un materialismo teórico, para reducirlos por la fuerza a la categoría de autómatas. Y no habría que lamentar ese ligero cambio, puesto que los únicos escritos malos —pero muy malos— de Ponge son R. C. Seine Nº y Le restaurant Lemeunier, que consagra a las colectividades humanas. El sentido de las cosas y sus "maneras-de-comportarse" brillarían todavía más vivamente. Pues, en fin de cuentas, en el extraño materialismo de Ponge, si bien a todo se le puede llamar materia, por otra parte todo es pensamiento, puesto que todo es expresión. Es necesario estar de acuerdo con él: las cosas pueden enseñarnos maneras de ser; quiero que él sea león, guijarro, rata, mar, y yo quiero serlo con él. Me negaré a creer, como él, que es nuestra experiencia psicológica la que permite informar simbólicamente a la materia física. ¿Pero sacaré con él la conclusión de que el objeto precede aquí al sujeto? Eso no es necesario. Yo escribí en otra parte, si puedo citarme:
Lo viscoso no simboliza ninguna conducta psíquica a priori; pone de manifiesto cierta relación del ser consigo mismo y esa relación es originalmente psiquizada porque la he descubierto en un esbozo de apropiación y la viscosidad me ha devuelto mi imagen. Así me he enriquecido, desde mi primer contacto con lo viscoso, con un esquema ontológico valedero más allá de la distinción de lo psíquico y de lo no psíquico, para interpretar el sentido de ser de todos los existentes de cierta categoría, categoría que, por otra parte, surge como un marco vacío antes de la experiencia de las diferentes clases de viscoso. Yo la he arrojado al mundo mediante mi proyecto original frente a lo viscoso, es una estructura objetiva del mundo...
Lo que decimos de lo viscoso vale para todos los objetos que rodean al niño: la simple revelación de su materia extiende su horizonte hasta los extremos límites del ser y lo dota al mismo tiempo con un conjunto de claves para descifrar el ser de todos los hechos humanos.
Pero, por lo tanto, no creo que al "transferirnos a las cosas", como quiere Ponge, encontraríamos en ellas maneras de sentir inéditas, ni que deberíamos tomárselas prestadas para enriquecernos. Lo que encontramos en todas partes, en el tintero, en la aguja del fonógrafo, en la miel de la rebanada de pan, somos nosotros mismos, siempre nosotros. Y esta gama de sentimientos vagos y oscuros que descubrimos la teníamos ya, o más bien nosotros éramos esos sentimientos. Pero no se dejaban ver, se ocultaban en los matorrales, entre las piedras, casi inútiles. Pues el hombre no está concentrado en sí mismo, sino fuera, siempre fuera, del cielo a la tierra. El guijarro tiene un interior, el hombre no lo tiene: pero se pierde para que el guijarro exista. Y todos esos hombres "hediondos" que Ponge quiere evitar o suprimir son también "ratas, leones, redes, diamantes". Lo son precisamente porque "están-en-el-mundo". Pero no se dan cuenta de ello, hay que revelárselo. De consiguiente, en mi opinión, se trata de adquirir sentimientos nuevos menos que de profundizar nuestra condición humana.
Lo que me parece realmente importante es que, en el momento en que el señor Bachelard trata de descubrir mediante el psicoanálisis los significados que nuestra "imaginación material" presta al aire, al agua, al fuego, a la tierra, Ponge, por su parte, trata de reconstruirlos sintéticamente. Hay en esta coyuntura como una promesa de llevar el inventario lo más lejos posible. Y no quiero más prueba de que Ponge lo ha logrado plenamente siempre que ha tratado de hacerlo que las múltiples resonancias que despiertan en mí sus pasajes más perfectos. Citaré al azar estas líneas sobre el caracol:
A los caracoles les gusta la tierra húmeda. Go on, avanzan pegados a ella con todo su cuerpo. La llevan consigo, la comen, depositan en ella sus excrementos. Ella los atraviesa y ellos la atraviesan. Es una interpretación del mejor gusto, puesto que, por decirlo así, tono sobre tono, con un elemento pasivo y un elemento activo, el pasivo baña y nutre al mismo tiempo al activo.
Estas líneas me recuerdan irresistiblemente un bello y siniestro pasaje de Malraux sobre una muerte en Toledo:
Diez metros más abajo, una mujer, con la cabeza de cabellos rizados en el hueco del brazo, el otro brazo extendido (pero la cabeza vuelta hacia el fondo de la zanja), habría parecido que dormía si no se la hubiese sentido, bajo su vestido vacío, más plana que cualquier ser viviente, pegada a la tierra con la fuerza de los cadáveres. (10)
Más allá de esa muerta y ese caracol presiento una especie de relación con la tierra, cierto sentido de la fusión, del aplanamiento, una relación del todo con la muerte, con una mineralización de los cadáveres. Todo está ahí, en Ponge, superpuesto.
Por supuesto, hay que cuidar de no poner en la cosa lo que luego se pretenderá encontrar en ella. Ponge no ha evitado siempre ese error. Por eso me gusta menos su "lavarropas". Dice al respecto:
Ciertamente, no llegaré a pretender que el ejemplo o la lección del lavarropas deba, propiamente hablando, galvanizar a mi lector, pero lo despreciaría un poco sin duda si no la tomara en serio.
Hela aquí brevemente:
El lavarropas está concebido de tal manera que lleno con un montón de telas inmundas, la emoción interior, la viva indignación que ello le causa, canalizada hacia la parte superior de su ser, vuelve a caer en forma de lluvia sobre ese montón de telas inmundas que le revuelve el estómago —y eso casi continuamente— y todo termina en una purificación.
Temo figurar entre esos lectores despreciables que no toman la lección completamente en serio. ¿Cómo no ver, en efecto, que se trata de una metáfora pura y simple? ¿Hace falta un lavarropas para realizar ese esquema de la purificación que reside en todas las conciencias y cuyo origen es mucho más lejano y está mucho más profundamente arraigado en nosotros? Además la comparación es inexacta, aunque uno se coloque en el punto de vista de la mera observación: no es la presencia de las telas sucias la que hace hervir el agua del lavarropa. Sin el calor del fogón ese agua permanecería inerte y se engrasaría poco a poco sin conseguir lavar la ropa. Y Ponge debería saberlo mejor que cualquier otro, pues es él quien ha puesto el lavarropas en el fuego.
Pero son tantos los pasajes en los que Ponge nos revela al mismo tiempo el comportamiento de la cosa y nuestro propio comportamiento que nos parece, como es natural, que su arte va más allá que su pensamiento. Pues Ponge pensador y materialista (11) y Ponge poeta —si no se tienen en cuenta las molestas intrusiones de la ciencia— ha sentado las bases de una Fenomenología de la Naturaleza.
Diciembre de 1944.
(1) El pasaje citado se aplica a las cosas, no a las palabras. Pero el contexto, que establece un paralelismo exacto entre el espesor de las unas y el espesor de las otras me autoriza a sustituir aquí la cosa por la palabra.
(2) Se ve, por la triple significación indiferenciada del título, cómo Ponge se propone utilizar el espesor semántico de las palabras: decidirse en favor de las cosas contra los hombres: decidirse en favor de su existencia (contra el idealismo que reduce el mundo a las representaciones); hacer de ello una resolución estética.
(3) Soy yo quien subraya
(4) Parti pris des choses, pág. 26.
(5) Ibid., págs. 63 y 65.
(6) "An dic Sache selbst".
(7) Subrayo los miembros de frases que se aislan. Se advertirá el mimetismo de la frase que termina realmente en "se rompe" y rebota débilmente como la lluvia.
(8) Parti pris des choses, pág. 69.
(9) Representa una de las consecuencias de la Muerte de Dios. Mientras Dios vivía el hombre estaba tranquilo: se sabía mirado. Ahora que es el único Dios y que su mirada hace nacer todas las cosas, retuerce el cuello para tratar de verse.
(10) L'espoir, pág. 96.
(11) Pero un verdadero materialista jamás escribirá el Parti pris des choses, pues se apoyará en la Ciencia, y la Ciencia reclama a priori la exterioridad radical, es decir, la disolución de toda individualidad. Ahora bien, lo que Ponge necesita petrificar son, precisamente, las innumerables individualidades significantes que encuentra a su alrededor. Quiere, en una palabra, que el mundo tal como es pase a lo eterno.
(De: Situations, I, Gallimard, París, 1959)
Jean Paul Sartre
(Traducción de Luis Echávarri,
El hombre y las cosas*,
Losada, Bs.As., 1960)
El hombre y las cosas*,
Losada, Bs.As., 1960)
Jean-Paul Sartre. Filósofo y escritor francés (París, 1905-id., 1980). Precoz lector de los clásicos franceses, en 1915 ingresó en el liceo Henri IV de París y conoció a Paul Nizan, con quien inició una estrecha amistad. Al año siguiente, el segundo matrimonio de su madre (considerado por Jean-Paul como «una traición») lo obligó a trasladarse a La Rochelle; hasta 1920 no regresó a París. En 1924 inició sus estudios universitarios en la École Normale Supérieure, donde conoció a Simone de Beauvoir, con quien estableció una relación que duraría toda su vida. Tras cumplir el servicio militar, empezó a ejercer como profesor de instituto; en 1933 obtuvo una beca de estudios que le permitió trasladarse a Alemania, donde entró en contacto con la filosofía de Husserl y de Heidegger. En 1938 publicó La náusea, novela que pretendía divulgar los principios del existencialismo y que le proporcionó cierta celebridad, al tiempo que se convertía en símbolo de aquel movimiento filosófico. Movilizado en 1939, fue hecho prisionero, aunque consiguió evadirse en 1941 y regresar a París, donde trabajó en el liceo Condorcet y colaboró con Albert Camus en Combat, el periódico de la Resistencia. En 1943 publicó El Ser y la Nada, su obra filosófica más conocida, versión personal de la filosofía existencialista de Heidegger. El ser humano existe como cosa (en sí), pero también como conciencia (para sí), que sabe de la existencia de las cosas sin ser ella misma un en sí como esas cosas, sino su negación (la Nada). La conciencia sitúa al hombre ante la posibilidad de elegir lo que será; ésta es la condición de la libertad humana. Eligiendo su acción, el hombre se elige a sí mismo, pero no elige su existencia, que le viene ya dada y es requisito de su elección; de aquí la famosa máxima existencialista: «la existencia precede a la esencia». Dos años más tarde, alcanzada ya la popularidad, abandonó la enseñanza para dedicarse exclusivamente a escribir; en colaboración con Aron, Merleau-Ponty y Simone de Beauvoir, fundó Les Temps Modernes, una de las revistas de pensamiento de la izquierda más influyentes de la posguerra. Por esa época, Sartre inició una fluctuante relación con el comunismo, hecha de acercamientos (uno de los cuales provocó su ruptura con Camus en 1956) y alejamientos motivados por su denuncia del estalinismo o su protesta por la intervención soviética en Hungría. En su última obra filosófica, Crítica de la razón dialéctica (1960), se propuso una reconciliación del materialismo dialéctico con el existencialismo, al cual pasó a considerar como una ideología parásita del marxismo, y trató de establecer un fundamento de la dialéctica marxista mostrando que la actividad racional humana, la praxis, es necesariamente dialéctica. En 1964 rechazó el Premio Nobel de Literatura para no «dejarse recuperar por el sistema»; decididamente contrario a la política estadounidense en Vietnam, colaboró con Bertrand Russell en el establecimiento del Tribunal internacional de Estocolmo para la persecución de los crímenes de guerra.Tras participar directamente en la revuelta estudiantil de mayo de 1968, multiplicó sus gestos públicos de izquierdismo, asumió la dirección del periódico La Cause du Peuple y fundó Tout!, de orientación maoísta y libertaria. En 1975 se inició el progresivo quebranto de su salud; la ceguera lo apartó de la lectura y la escritura durante los últimos años de su vida, tras haber completado su postrera gran obra, El idiota de la familia (1971-1972), dedicada al tema de la creación literaria, fruto de diez años que dedicó a la investigación de la personalidad de Gustave Flaubert.
*Título del libro y del ensayo dedicado al poeta FRANCIS PONGE.
Photo : Karl-Heinz Bast- Tomada de la Biblioteca de París.
Photo : Karl-Heinz Bast- Tomada de la Biblioteca de París.
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