O CÓMO LEER Y ESCRIBIR
Leer y escribir parecen ser las dos operaciones fundamentales de la cultura. Si la anterioridad de la cultura es o puede ser pensada como nada, como vacío o como primitivismo, es porque siempre se ha señalado la función de esta extraña operación que es escribir como un rastro, una huella, una marca, una traza, un surco, como formas del arar, o del parcelar, cortar, roturar, y las operaciones concomitantes, cercar, alambrar, fronterizar, limitar, y luego, —precedencia lógica pero no confirmada por la historia— y luego, inclinarse, componerse, encogerse, acuclillarse, arrodillarse, acostarse, para leer. Operaciones realmente extrañas si las pensamos no desde el saber, sino desde el hacer, no desde la mirada sino desde la mano, como una actividad manual, una práctica transformadora manipuladora que amasa tierra púrpura, arcilla, fango o tegumento, industria textil de la letra, o piedra, sílex, grafito, caliza, elaboración lapidaria de la escritura, para inscribir en el espacio vacío un gesto notoriamente ambiguo, que participa simultáneamente del recuerdo y del olvido, puro gesto indecidible, escándalo semiótico, que se encarnó en los primeros pictogramas, en la litografía oscura de los petroglifos iniciales: ¿rastro del sujeto o de la especie? ¿signo o señal? ¿expresión o interpelación? La diversificación de estas dos funciones da lugar a dos posiciones ideológicas: unos escriben, otros leen. Ahora, hoy, los que escriben dicen ser lectores y los lectores dicen ser escritores. No es sólo un cambio de posiciones, una simbiosis posible, un entrecruzamiento topológico; creo más bien que es una modificación de la Costumbre, una vacilación del Hábito, una minúscula catástrofe de la Usanza, una pequeña conmoción del Rito que entraña una modificación corporal, un cambio proxémico, una torzada gestural, una transacción de la postura. ¿Cuál es la postura que le conviene al escritor? De la mano —ahora a medias amputada por el computer— a la mirada —a medias cegada por el recuerdo y la tradición— se abre un espacio donde transcurre quizá la mayor parte de la historia de la cultura. La otra parte, como es sabido, transcurre entre la voz y la mano, entre el sonido y la letra. Cuando tomo un libro en mis manos para leer —soy un lector clásico— nunca puedo olvidarme de su condición de libro, su peso, su volumen, la textura de su tapa, su grafía. No es manía de bibliófilo, esta sensualidad no forma parte de mi estética ni de mi bolsillo, sólo que no puedo menos que sopesar el valor industrial del libro, la historia de su producción, la historia de su circulación. El sistema de producción capitalista exige para la escritura un sedentarismo no exento de cierta energía, una energética degradada que oculta y revela simultáneamente el brillo de cierta actividad lúdica en plena industria, y para la lectura, la aceptación de cierta molicie, leer en la cama, acostado, como la figura de un potlach semiótico y una proximidad manifiesta con otros ritos y costumbres.
El imaginario de la lectura es más rico, pero más velado que el imaginario de la escritura. El primer velo que se echa sobre la lectura es el de su accesibilidad. Todos pueden leer, como si una pandemia hermenéutica hubiese sacudido los orígenes del mundo. Las primeras letras en realidad son, para la alfabética liberal, una escena de lectura. En el imaginario textual de nuestra cultura hay numerosas escenas de lectura y pocas escenas de escritura. En primer lugar, porque la lectura —femenina— puede fingirse —recordemos la escena de la lectura simulada en los escritos de Lévi-Strauss por el jefe de la tribu en Los Tristes Trópicos— mientras que la escritura —masculina— no puede ser fingida. Es como la marca tumescente del deseo masculino. O los aprendices de la letra en la institución, pequeños animadores de la recitación y el deletreo, que leen en el pequeño teatro escolar largas parrafadas sin entender una jota, teóricos del desenfreno del significante, pequeños lacanes del jeroglífico, entrenados por el ardor y por el furor: bien es sabido: la letra con sangre entra. Y en segundo lugar, porque la interpretación, dependiente del arbitrio y de la arbitrariedad de los signos, permite a la lectura una oscilación y una libertad precisamente interpretativa, siempre libremente flotante, en tanto que la escritura es un trabajo forzado sobre la materia, una forma de la penetración que exige tanto decisión como incisión, elige la forma y la produce, mientras que al lector le cabe la posición más abyecta pero la más preciada, la del rechazo, la de la negación, la de la negligencia: da vuelta la página, altera el orden de los significantes, el tránsito de los significados, empieza por el final cuando el escritor previendo este gesto había puesto el principio al final, se aburre pese a las solicitaciones y a las provocaciones, se inquieta cuando el escritor quiere confortarlo, o cierra abruptamente el libro, cuando el escritor, que ha leído atentamente El Placer del Texto había previsto todas las fluctuaciones del deseo. La lectura es veleidosa. El escritor no posee opciones: escribe lo poco que puede y puede poco frente a la varia riqueza del mundo, sólo unos pocos signos, unas pocas letras pueden ser escritas: frente a la riqueza probable del libro —unos pocos de los muchos signos del mundo— el lector se permite el hartazgo y el bostezo: son formas de la aniquilación. Por eso leer es más fascinante que escribir, cuesta menos pues permite una más abierta libertad libidinal no regulada por la fijación al objeto; bueno, eso que llamamos versatilidad. La escritura es una condena, escribiendo uno se condena al objeto y como el perverso vive, no en la displicencia indiferente de la histérica lectura, sino en la angustiosa inminencia del acto de escritura. Es verdad que en estos tiempos es cada vez más una tarea remota, quizá uno vuelva a Lascaux o a Altamira: escribir es creer en la inalterabilidad de la letra cuando todo el mundo, todo el mundo sabe de la pasión fugaz del significante, es apostar al futuro cuando todos saben del tránsito efímero con que está hecha la lectura. Por eso mismo una lectura no completa nunca una escritura: hay una disarmonía capital, un ejemplar desequilibrio entre las dos operaciones. El escritor escribe una sola vez el texto, el lector lee muchas veces el mismo texto: es allí donde se juega la propiedad textual. Cuando escribo para un lector—y es una manera de decir— son muchos los lectores que leen esa escritura. Doble enigma de la escritura; se escribe por y para la escritura —eso que llamábamos objeto— pero se generan lectores y se finge escribir para los otros cuando en realidad se escribe para ese otro ignorado que es uno mismo. Los escritores son siempre unos, uno, no hacen masa. Los lectores son siempre una comunidad, una circunstancia, una grupalidad. Ningún escritor comunica lo que escribe porque es incomunicable, a lo sumo, lo muestra. Pero los lectores se comunican lo que leen, lo que ven, lo que sienten. La trampa del escritor es creer en la participación: acto de escritura, acto de radical soledad. Una literatura debiera ser juzgada por sus lectores, no por el lector virtual, o el lector común, o el lector estadístico, o el archilector. No. Digo por eso lectores que son, en la literatura argentina, Miguel Cané, Paul Groussac, Borges, Victoria Ocampo, Jaime Rest, pongamos por caso. En realidad, escribir es siempre algo primitivo, arcaico, no bárbaro, primitivo: son siempre los palotes, los petroglifos, los litogrifos, fantasmas de la piedra. Leer, la lectura es acto altamente civilizado, pertenece a la cultura urbana, es industria ciudadana, diría que acto sofisticado. Escribir siempre estuvo del lado de las pulsiones más groseras, más radicales. Leer, en cambio, presupone una cierta lascivia; un cierto confort de la letra, una forma de reposo del cuerpo, un minúsculo goce de los sentidos, una operación entre el sopor y la vigilia: leer es un gasto improductivo, un lujo tanto del espíritu como del cuerpo. Escribir, una insistencia un tanto patética —los escritores son patéticos— de los enigmas psíquicos, tarea ingente del viviente humano. Se escribe para persistir, se lee para olvidar.
Decididamente, los fantasmas de la lectura son más ricos, más variados, poseen mayor poder de combinatoria, mezclamos fantasmas surrealistas con fantasías impresionistas, recuerdos de la infancia con visiones futurísticas, percepciones anticipadas con antiguas, ancestrales imagos que nos transmiten las representaciones de las fantasías de esos otros lectores que son escritores. La escritura escribe siempre el mismo fantasma; un precipitado de la letra. La lectura convoca los fantasmas arcaicos de los otros, de los otros iguales a uno y de los otros otros, tan desiguales. La hipótesis económica del empobrecimiento de la lectura es pobre. Nunca como hoy el mundo sufre de una pandemia hermenéutica: no hacemos otra cosa que leer, interpretar, pequeños y desentendidos paranoicos cotidianos, todos nuestros sentidos están puestos en el sentido y al servicio del mundo hecho signo, y si el libro parece ser remplazado por otros registros, este hecho no hace más que mostrar las otras formas del archivo y de la lectura: nunca como hoy hemos engendrado pequeños ingenios de lectura; en cada infante hay una registradora sígnica y una pequeña máquina paranoica de interpretar y más aún, en un proceso expansivo de la lectura, de interpretar la interpretación. Frente a la consola y el microprocesador, frente al televisor computarizado, aparece una verdadera fiesta, un shopping cultural, donde se le ofrecen al lector nuevos recorridos, itinerarios inquietantes para que transite a través del control remoto, una verdadera hecatombe de fragmentos, una nueva lógica del disloque, un texto trozado de piezas provenientes de imaginarios diferentes, una descomposición de géneros: el zapping como lectura, como una verdadera lectura delincuente. Hoy se lee poco pero se lee más vorazmente, más encarnizadamente. Que estos signos y estas interpretaciones no operen sobre la convicción y la certidumbre es lo que nos hace creer que la ficción se ha apoderado de los espacios reservados a la verdad. Uno de esos espacios tradicionales es la Historia que sería simultáneamente la memoria de la especie y la legitimación de la verdad de esa memoria; una forma de evacuar la alucinación que funda todo recuerdo, ¿Qué cuento nos cuenta hoy ese idiota shakespeareano lleno de ruido y furor? ¿O las mansiones de la locura han invadido los espacios de la historia? Hablamos de novela histórica para marcar la existencia de ciertos textos que participarían de un mixto extraño, como si el discurso de la historia fuese extraño a la Ficción. El discurso de la Historia pretende colocar la Ficción del lado de lo irreal, cuando en verdad es la realidad la que está del lado de la ficción. La Historia ambiciona decir lo Real y quiere decirlo compulsivamente, pero se encuentra siempre atrapada entre las leyes del discurso y las leyes del acontecimiento. La "verdad" del discurso histórico puede o no coincidir con la "verdad" del discurso de la ficción, sólo que esta "verdad" consiste en el poder del discurso para manifestar la articulación del registro del imaginario del sujeto, mientras que la "verdad" del discurso histórico consiste en verosimilizar ese imaginario para hacerlo pasar por real. La representación de la realidad histórica es la operación del discurso que simula las conexiones reales de su producción. Nunca como hoy las fabulaciones —los mitos políticos, comunicacionales, los mitos del deseo, los mitos teóricos, los mitos poéticos— han invadido el mundo de la realidad haciéndose pasar por lo Real. Historias de vida, formas antropológicas de las pruebas de la existencia de lo Real, reconstrucciones de la historia y de la sociología, reconstrucciones del pasado de la especie y del presente del individuo, novelas realistas —leídas en el registro hiperrealista— cine documental, documentos de la vida, fotografías de la materia, ectoplasmas del pensar, tomografías del misterio interior, hologramas del cuerpo, macrofotografías cósmicas, indagación ocular del mundo intestino, espeleologías del pensamiento, historiación del sexo, de la locura, del llanto y de la risa, historia del hambre y del dedo gordo del pie, el relato que habla de lo Real es indicativo y conminatorio, necesita y obliga a significar, impone el sentido y nada como la actualidad, quiero decir la actualización, la puesta en acto de la realidad, simulacro de simulaciones, para ocultar el pasado de su captación, la historia que necesariamente procede de la instantaneidad. Nunca como hoy los "Estados del mundo", las "cosas", los "realia", son el motivo de una empresa compulsiva: leer lo real a través del discurso es construirlo: y el discurso una usina de producir realidades, una fábrica de relatos.
En esto de construir realidades, de producir real, lo real nos juega siempre una mala pasada: nunca está en su lugar sino que siempre está volviendo a ocupar su lugar, que como intuimos no es la misma cosa. Es como el deseo de lo real más que lo real, todo el mundo desea ese plus de realidad que confirme lo real. Nadie dice: esto es real frente a la realidad, sólo decimos esto no es real frente a lo real cuando lo enfrentamos. Lo propio del sujeto es buscar denodadamente lo real para luego rechazarlo, denegarlo, o soslayarlo. Por eso la pregunta por la realidad no es una pregunta real, es una pregunta engañosa, pues siempre encontrará una respuesta postergada que impedirá dirimir lo real para el sujeto. Si preguntamos por lo real es porque necesitamos que nos contesten con lo ilusorio; si queremos tocar la realidad es porque descreemos tanto del objeto como de nuestro dedo, si queremos mirar la realidad, —de frente según la doxa— es porque sabemos secretamente de su incierta tangencialidad, de su constante decir de soslayo, si, por fin, queremos fumar una buena pipa olorosa siempre será para reeditar el oscuro recuerdo del humo que la alucina.
El imaginario de la lectura es más rico, pero más velado que el imaginario de la escritura. El primer velo que se echa sobre la lectura es el de su accesibilidad. Todos pueden leer, como si una pandemia hermenéutica hubiese sacudido los orígenes del mundo. Las primeras letras en realidad son, para la alfabética liberal, una escena de lectura. En el imaginario textual de nuestra cultura hay numerosas escenas de lectura y pocas escenas de escritura. En primer lugar, porque la lectura —femenina— puede fingirse —recordemos la escena de la lectura simulada en los escritos de Lévi-Strauss por el jefe de la tribu en Los Tristes Trópicos— mientras que la escritura —masculina— no puede ser fingida. Es como la marca tumescente del deseo masculino. O los aprendices de la letra en la institución, pequeños animadores de la recitación y el deletreo, que leen en el pequeño teatro escolar largas parrafadas sin entender una jota, teóricos del desenfreno del significante, pequeños lacanes del jeroglífico, entrenados por el ardor y por el furor: bien es sabido: la letra con sangre entra. Y en segundo lugar, porque la interpretación, dependiente del arbitrio y de la arbitrariedad de los signos, permite a la lectura una oscilación y una libertad precisamente interpretativa, siempre libremente flotante, en tanto que la escritura es un trabajo forzado sobre la materia, una forma de la penetración que exige tanto decisión como incisión, elige la forma y la produce, mientras que al lector le cabe la posición más abyecta pero la más preciada, la del rechazo, la de la negación, la de la negligencia: da vuelta la página, altera el orden de los significantes, el tránsito de los significados, empieza por el final cuando el escritor previendo este gesto había puesto el principio al final, se aburre pese a las solicitaciones y a las provocaciones, se inquieta cuando el escritor quiere confortarlo, o cierra abruptamente el libro, cuando el escritor, que ha leído atentamente El Placer del Texto había previsto todas las fluctuaciones del deseo. La lectura es veleidosa. El escritor no posee opciones: escribe lo poco que puede y puede poco frente a la varia riqueza del mundo, sólo unos pocos signos, unas pocas letras pueden ser escritas: frente a la riqueza probable del libro —unos pocos de los muchos signos del mundo— el lector se permite el hartazgo y el bostezo: son formas de la aniquilación. Por eso leer es más fascinante que escribir, cuesta menos pues permite una más abierta libertad libidinal no regulada por la fijación al objeto; bueno, eso que llamamos versatilidad. La escritura es una condena, escribiendo uno se condena al objeto y como el perverso vive, no en la displicencia indiferente de la histérica lectura, sino en la angustiosa inminencia del acto de escritura. Es verdad que en estos tiempos es cada vez más una tarea remota, quizá uno vuelva a Lascaux o a Altamira: escribir es creer en la inalterabilidad de la letra cuando todo el mundo, todo el mundo sabe de la pasión fugaz del significante, es apostar al futuro cuando todos saben del tránsito efímero con que está hecha la lectura. Por eso mismo una lectura no completa nunca una escritura: hay una disarmonía capital, un ejemplar desequilibrio entre las dos operaciones. El escritor escribe una sola vez el texto, el lector lee muchas veces el mismo texto: es allí donde se juega la propiedad textual. Cuando escribo para un lector—y es una manera de decir— son muchos los lectores que leen esa escritura. Doble enigma de la escritura; se escribe por y para la escritura —eso que llamábamos objeto— pero se generan lectores y se finge escribir para los otros cuando en realidad se escribe para ese otro ignorado que es uno mismo. Los escritores son siempre unos, uno, no hacen masa. Los lectores son siempre una comunidad, una circunstancia, una grupalidad. Ningún escritor comunica lo que escribe porque es incomunicable, a lo sumo, lo muestra. Pero los lectores se comunican lo que leen, lo que ven, lo que sienten. La trampa del escritor es creer en la participación: acto de escritura, acto de radical soledad. Una literatura debiera ser juzgada por sus lectores, no por el lector virtual, o el lector común, o el lector estadístico, o el archilector. No. Digo por eso lectores que son, en la literatura argentina, Miguel Cané, Paul Groussac, Borges, Victoria Ocampo, Jaime Rest, pongamos por caso. En realidad, escribir es siempre algo primitivo, arcaico, no bárbaro, primitivo: son siempre los palotes, los petroglifos, los litogrifos, fantasmas de la piedra. Leer, la lectura es acto altamente civilizado, pertenece a la cultura urbana, es industria ciudadana, diría que acto sofisticado. Escribir siempre estuvo del lado de las pulsiones más groseras, más radicales. Leer, en cambio, presupone una cierta lascivia; un cierto confort de la letra, una forma de reposo del cuerpo, un minúsculo goce de los sentidos, una operación entre el sopor y la vigilia: leer es un gasto improductivo, un lujo tanto del espíritu como del cuerpo. Escribir, una insistencia un tanto patética —los escritores son patéticos— de los enigmas psíquicos, tarea ingente del viviente humano. Se escribe para persistir, se lee para olvidar.
Decididamente, los fantasmas de la lectura son más ricos, más variados, poseen mayor poder de combinatoria, mezclamos fantasmas surrealistas con fantasías impresionistas, recuerdos de la infancia con visiones futurísticas, percepciones anticipadas con antiguas, ancestrales imagos que nos transmiten las representaciones de las fantasías de esos otros lectores que son escritores. La escritura escribe siempre el mismo fantasma; un precipitado de la letra. La lectura convoca los fantasmas arcaicos de los otros, de los otros iguales a uno y de los otros otros, tan desiguales. La hipótesis económica del empobrecimiento de la lectura es pobre. Nunca como hoy el mundo sufre de una pandemia hermenéutica: no hacemos otra cosa que leer, interpretar, pequeños y desentendidos paranoicos cotidianos, todos nuestros sentidos están puestos en el sentido y al servicio del mundo hecho signo, y si el libro parece ser remplazado por otros registros, este hecho no hace más que mostrar las otras formas del archivo y de la lectura: nunca como hoy hemos engendrado pequeños ingenios de lectura; en cada infante hay una registradora sígnica y una pequeña máquina paranoica de interpretar y más aún, en un proceso expansivo de la lectura, de interpretar la interpretación. Frente a la consola y el microprocesador, frente al televisor computarizado, aparece una verdadera fiesta, un shopping cultural, donde se le ofrecen al lector nuevos recorridos, itinerarios inquietantes para que transite a través del control remoto, una verdadera hecatombe de fragmentos, una nueva lógica del disloque, un texto trozado de piezas provenientes de imaginarios diferentes, una descomposición de géneros: el zapping como lectura, como una verdadera lectura delincuente. Hoy se lee poco pero se lee más vorazmente, más encarnizadamente. Que estos signos y estas interpretaciones no operen sobre la convicción y la certidumbre es lo que nos hace creer que la ficción se ha apoderado de los espacios reservados a la verdad. Uno de esos espacios tradicionales es la Historia que sería simultáneamente la memoria de la especie y la legitimación de la verdad de esa memoria; una forma de evacuar la alucinación que funda todo recuerdo, ¿Qué cuento nos cuenta hoy ese idiota shakespeareano lleno de ruido y furor? ¿O las mansiones de la locura han invadido los espacios de la historia? Hablamos de novela histórica para marcar la existencia de ciertos textos que participarían de un mixto extraño, como si el discurso de la historia fuese extraño a la Ficción. El discurso de la Historia pretende colocar la Ficción del lado de lo irreal, cuando en verdad es la realidad la que está del lado de la ficción. La Historia ambiciona decir lo Real y quiere decirlo compulsivamente, pero se encuentra siempre atrapada entre las leyes del discurso y las leyes del acontecimiento. La "verdad" del discurso histórico puede o no coincidir con la "verdad" del discurso de la ficción, sólo que esta "verdad" consiste en el poder del discurso para manifestar la articulación del registro del imaginario del sujeto, mientras que la "verdad" del discurso histórico consiste en verosimilizar ese imaginario para hacerlo pasar por real. La representación de la realidad histórica es la operación del discurso que simula las conexiones reales de su producción. Nunca como hoy las fabulaciones —los mitos políticos, comunicacionales, los mitos del deseo, los mitos teóricos, los mitos poéticos— han invadido el mundo de la realidad haciéndose pasar por lo Real. Historias de vida, formas antropológicas de las pruebas de la existencia de lo Real, reconstrucciones de la historia y de la sociología, reconstrucciones del pasado de la especie y del presente del individuo, novelas realistas —leídas en el registro hiperrealista— cine documental, documentos de la vida, fotografías de la materia, ectoplasmas del pensar, tomografías del misterio interior, hologramas del cuerpo, macrofotografías cósmicas, indagación ocular del mundo intestino, espeleologías del pensamiento, historiación del sexo, de la locura, del llanto y de la risa, historia del hambre y del dedo gordo del pie, el relato que habla de lo Real es indicativo y conminatorio, necesita y obliga a significar, impone el sentido y nada como la actualidad, quiero decir la actualización, la puesta en acto de la realidad, simulacro de simulaciones, para ocultar el pasado de su captación, la historia que necesariamente procede de la instantaneidad. Nunca como hoy los "Estados del mundo", las "cosas", los "realia", son el motivo de una empresa compulsiva: leer lo real a través del discurso es construirlo: y el discurso una usina de producir realidades, una fábrica de relatos.
En esto de construir realidades, de producir real, lo real nos juega siempre una mala pasada: nunca está en su lugar sino que siempre está volviendo a ocupar su lugar, que como intuimos no es la misma cosa. Es como el deseo de lo real más que lo real, todo el mundo desea ese plus de realidad que confirme lo real. Nadie dice: esto es real frente a la realidad, sólo decimos esto no es real frente a lo real cuando lo enfrentamos. Lo propio del sujeto es buscar denodadamente lo real para luego rechazarlo, denegarlo, o soslayarlo. Por eso la pregunta por la realidad no es una pregunta real, es una pregunta engañosa, pues siempre encontrará una respuesta postergada que impedirá dirimir lo real para el sujeto. Si preguntamos por lo real es porque necesitamos que nos contesten con lo ilusorio; si queremos tocar la realidad es porque descreemos tanto del objeto como de nuestro dedo, si queremos mirar la realidad, —de frente según la doxa— es porque sabemos secretamente de su incierta tangencialidad, de su constante decir de soslayo, si, por fin, queremos fumar una buena pipa olorosa siempre será para reeditar el oscuro recuerdo del humo que la alucina.
(De: Artefacto, 1992)
Nicolás Rosa (Argentina, Rosario, ? - 2006)
IMAGEN: Pintura de Magritte.
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