I.
Al fondo, bajo el peso del aire, el horizonte está como un portal o un sello. No parece una línea sino el rastro de un pincel bastante seco, aunque en realidad es la luz cristalina lo que de vez en cuando lo borra, lo aleja, lo disuelve o lo prolonga. Junto a ese límite plomizo, a veces pardo, el cielo es de una palidez sorpresiva; pero con la altura se afirman los colores y las zonas de celeste insípido se pierden en un azul de llama de gas, salvo a la derecha (pero más bien atrás, a espaldas del ojo), ahí donde el sol, que baja tirando de la tarde, la vuelve blanquecina y cóncava como una taza.
Llamado por el reflejo del sol, una estela de malvas y cobres vivos, el ojo baja hacia el mar. El mar se expande, vibra; es áspero, compacto, el mar corta el aliento, y el horizonte se diluye todavía más, como si una parte del trazo retrocediera y la otra se entregase a la persuasión de las olas. Porque el mar es bravo pero también es tenue, y el horizonte transige para engañar mejor. Entonces, a lo lejos, el mar es un desconcierto brillante, casi un hule de añil movido por turbinas. Es mucho más acá donde las olas se definen, primero como leves colinas de mica, después como rodillos de goma agrietada. Cuando las olas se confunden, un verde oscuro reemplaza al azul y titubea; cuando se ordenan, apoyándose unas a otras en cadenas veloces, una fuerza que se podría aprovechar las va exaltando hasta arrancarles eléctricas melenas blancas. Eso ocurre más cerca: las olas se alzan, amenazan, y parece que el asombro de su propio alarde las paralizara. En el instante de inminencia en que una ola va a romper, el mar entero se vuelve real de repente. No bien la ola se derrumba, un derroche de espuma deja atrás el bramido para empapar el aire de sal, invadir la orilla y aplacarse en la indiferencia de la arena.
En principio el mar es como todos los mares. La playa, lo que la playa pone, es otra cosa.
A cien metros de la costa, tres boyas anaranjadas con forma de peonza sugieren un mensaje que a veces se extingue, cuando las olas lo esconden, y rítmicamente reaparece en las crestas, siempre transformado. Puede que las boyas signifiquen algo. Tienen la dulce constancia del parpadeo de un idiota.
II.
Son ciento cincuenta metros de playa más o menos, de una playa ancha, de arena fina y trigueña, que podría ser fantástica si no estuviese interrumpida. A la derecha y a la izquierda, desde una distancia imprecisa pero grande, emergen del mar dos muros de hormigón gris claro, todavía no atacados por el musgo, que a juzgar desde la playa deben tener siete metros de altura. Para el ojo no es inmediata la certeza de que la playa está encajonada, porque los muros nunca proyectan más que unos metros de sombra, y no durante todo el día, pero sobre el borde de los muros, entre estacas de hierro incrustadas en mortero, corren varías líneas de alambre de púas. Hechizado por
el mar, dopado por el aire agreste, el ojo olvida los muros y va y vuelve entre el horizonte y la arena.
Es primavera, y a esta hora de la tarde la arena guarda una tibieza que el aire va perdiendo. Parece que fuera la arena la madre de las cosas que hay en la playa: un poco a la izquierda del centro, una gran palmera arrogante; muy a la derecha, cerca del muro de ese lado, un poste de tres metros con un tablero digital que indica la hora y la temperatura (17.28/ 19°C); y arbitrariamente repartidos, como invitando a prolongar una estancia junto a la orilla, cuatro toldos verde manzana sujetos a postes de hierro. Con tan pocos implementos la playa no es inhóspita pero parece vacía, y el mar se ofrece holgadamente al ojo. Dos gaviotas aletean en la resaca; una alza el vuelo y se pierde por encima del muro de la izquierda. Entonces, recapacitando, el ojo corrobora que tanto ese muro como el otro se alargan en sentido opuesto al mar, dejan atrás la playa cortando un parapeto bajo, cortan también una franja de asfalto (al borde crecen yuyos) y al fin, a treinta metros del parapeto donde la playa empieza, quedan unidos por una especie de pabellón encalado, de una planta, tan largo como el trecho de playa, dividido en treinta y seis compartimientos iguales. Los compartimientos son celdas de tres metros y medio de ancho por cuatro de fondo. En cada una hay dos camas y una escalerita que lleva a un altillo bajo con lavatorio e inodoro. La puerta que se abre a la playa es corrediza, de una aleación ligera; la otra es de acero, con una ventanilla, y da a una galería como la de cualquier cárcel. Detrás de la hilera de celdas y de las galerías, antes de que empiece el resto del mundo, hay un patio cerrado por un muro doble, y sobre el muro una pasarela sembrada de garitas. Si desde la playa el ojo mira el pabellón, ve que al fondo y arriba, entre las garitas, se pasean unos guardias armados, muy jóvenes, de aspecto bovino y mirada de psicópata.
Llamado por el reflejo del sol, una estela de malvas y cobres vivos, el ojo baja hacia el mar. El mar se expande, vibra; es áspero, compacto, el mar corta el aliento, y el horizonte se diluye todavía más, como si una parte del trazo retrocediera y la otra se entregase a la persuasión de las olas. Porque el mar es bravo pero también es tenue, y el horizonte transige para engañar mejor. Entonces, a lo lejos, el mar es un desconcierto brillante, casi un hule de añil movido por turbinas. Es mucho más acá donde las olas se definen, primero como leves colinas de mica, después como rodillos de goma agrietada. Cuando las olas se confunden, un verde oscuro reemplaza al azul y titubea; cuando se ordenan, apoyándose unas a otras en cadenas veloces, una fuerza que se podría aprovechar las va exaltando hasta arrancarles eléctricas melenas blancas. Eso ocurre más cerca: las olas se alzan, amenazan, y parece que el asombro de su propio alarde las paralizara. En el instante de inminencia en que una ola va a romper, el mar entero se vuelve real de repente. No bien la ola se derrumba, un derroche de espuma deja atrás el bramido para empapar el aire de sal, invadir la orilla y aplacarse en la indiferencia de la arena.
En principio el mar es como todos los mares. La playa, lo que la playa pone, es otra cosa.
A cien metros de la costa, tres boyas anaranjadas con forma de peonza sugieren un mensaje que a veces se extingue, cuando las olas lo esconden, y rítmicamente reaparece en las crestas, siempre transformado. Puede que las boyas signifiquen algo. Tienen la dulce constancia del parpadeo de un idiota.
II.
Son ciento cincuenta metros de playa más o menos, de una playa ancha, de arena fina y trigueña, que podría ser fantástica si no estuviese interrumpida. A la derecha y a la izquierda, desde una distancia imprecisa pero grande, emergen del mar dos muros de hormigón gris claro, todavía no atacados por el musgo, que a juzgar desde la playa deben tener siete metros de altura. Para el ojo no es inmediata la certeza de que la playa está encajonada, porque los muros nunca proyectan más que unos metros de sombra, y no durante todo el día, pero sobre el borde de los muros, entre estacas de hierro incrustadas en mortero, corren varías líneas de alambre de púas. Hechizado por
el mar, dopado por el aire agreste, el ojo olvida los muros y va y vuelve entre el horizonte y la arena.
Es primavera, y a esta hora de la tarde la arena guarda una tibieza que el aire va perdiendo. Parece que fuera la arena la madre de las cosas que hay en la playa: un poco a la izquierda del centro, una gran palmera arrogante; muy a la derecha, cerca del muro de ese lado, un poste de tres metros con un tablero digital que indica la hora y la temperatura (17.28/ 19°C); y arbitrariamente repartidos, como invitando a prolongar una estancia junto a la orilla, cuatro toldos verde manzana sujetos a postes de hierro. Con tan pocos implementos la playa no es inhóspita pero parece vacía, y el mar se ofrece holgadamente al ojo. Dos gaviotas aletean en la resaca; una alza el vuelo y se pierde por encima del muro de la izquierda. Entonces, recapacitando, el ojo corrobora que tanto ese muro como el otro se alargan en sentido opuesto al mar, dejan atrás la playa cortando un parapeto bajo, cortan también una franja de asfalto (al borde crecen yuyos) y al fin, a treinta metros del parapeto donde la playa empieza, quedan unidos por una especie de pabellón encalado, de una planta, tan largo como el trecho de playa, dividido en treinta y seis compartimientos iguales. Los compartimientos son celdas de tres metros y medio de ancho por cuatro de fondo. En cada una hay dos camas y una escalerita que lleva a un altillo bajo con lavatorio e inodoro. La puerta que se abre a la playa es corrediza, de una aleación ligera; la otra es de acero, con una ventanilla, y da a una galería como la de cualquier cárcel. Detrás de la hilera de celdas y de las galerías, antes de que empiece el resto del mundo, hay un patio cerrado por un muro doble, y sobre el muro una pasarela sembrada de garitas. Si desde la playa el ojo mira el pabellón, ve que al fondo y arriba, entre las garitas, se pasean unos guardias armados, muy jóvenes, de aspecto bovino y mirada de psicópata.
(Fragmento de la Primera parte de
La Ilusión monarca,
en "El fin de lo mismo",1992)
Marcelo Cohen. Novelista argentino (Bs.As., 1951) Residió durante veinte años en Barcelona. Su prosa está íntimamente ligada a la poesia y a la ciencia ficción, en los relatos y nouvelles de "El fin de lo mismo" (1992) y Hombres amables (1998); en novelas como El oído absoluto (1997) y El país de la dama eléctrica, entre otras obras. Es también traductor y crítico literario. Tradujo más de 40 libros de ensayo y literatura, el francés, el italiano, el portugués y el catalán y del inglés -en el que se destaca el último libro de Philip Larkin, "Ventanas altas" (algunos de cuyos poemas se pueden leer en este blog). Dirigió la colección Shakespeare por escritores, para la Editorial Norma. Escribe sobre jazz, en el diario Clarín. Además, publicó: ¡Realmente fantástico!, una colección de ensayos sobre los autores de su predilección, entre los que se encuentran Clarice Lispector, George Perec, Peter Handke, J.B.Ballard. Como otros narradores, empezó escribiendo poemas. Es el director de "Otra parte", revista de artes y letras. También ha escrito prólogos admirables, como el de la antología "La poesía era un bello país" de Jorge Aulicino (Leer aquí)
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