lunes, 10 de noviembre de 2008

LA MAYOR - Fragmento-


(Apertura)


Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo, masticaban despacio y estaban, de golpe ahora, fuera de sí, en otro lugar, conservado mientras hubiese, en primer lugar, la lengua, la galletita, el té qué humea, los años: mojaban, en la cocina, en invierno, la galletita en la taza de té, y sabían, inmediatamente, al probar, que estaban llenos, dentro de algo y trayendo, dentro, algo, que habían, en otros años, porque había años, dejado, fuera, en el mundo, algo, que se podía, de una u otra manera, por decir así, recuperar, y que había, por lo tanto, en alguna parte, lo que llamaban o lo que creían que debía ser, ¿no es cierto?, un mundo. Y yo ahora, me llevo a la boca, por segunda vez, la galletita empapada en el té y no saco, al probarla, nada, lo que se dice nada. Sopo la galletita en la taza de té, en la cocina, en invierno, y alzo, rápido, la mano, hacia la boca, dejo la pasta azucarada, tibia, en la punta de la lengua, por un momento, y empiezo a masticar, despacio, y ahora que trago, ahora que no queda ni rastro de sabor, sé, decididamente, que no saco nada, pero nada, lo que se dice nada. Ahora no hay nada, ni rastro, ni recuerdo,de sabor: nada. El fluorescente, que titila, imperceptible, hunde y saca de lo negro, alternadamente, en el atardecer, la cocina. Me paro, con la taza en la mano, y salgo a la penumbra azul y cintilante. Está la escalera, desnuda, que subo hucia la terraza. Ahora voy avanzando, en el aire azul, en la terraza, y en la penumbra azul, en la altura, en el ciclo, está la luna. El gran círculo amarillo comienza, por decir así, a brillar. Y en la penumbra azul, desde el centro de la terraza abierta, los techos, las terrazas, las ventanas iluminadas, los monoblocs, el rumor de las seis que sube, monótono, desde las calles, mientras voy, con la taza en la mano, hacia mi cuarto. Ahora estoy sentado frente a la mesa, la taza vacía a un costado de las manos apoyadas sobre la carpeta verde donde dice, en tinta roja, en grandes letras de imprenta, PARANATELLON. Estoy inmóvil: una mano apoyada en el dorso de la otra, sobre la carpeta verde, cerrada, donde dice, en tinta roja, en grandes letras de imprenta, irregulares, rápidas, PARANATELLON. La taza vacía está a un costado, junto a la carpeta, contra un fondo de libros amontonados, de papeles, y un vaso lleno de lápices, de lapiceras, de biromes. Y en la pared amarilla, al alzar la cabeza, enmarcado por cuatro varillas negras, entre cuatro márgenes blancos, anchos, el Campo de trigo de los cuervos. No pienso nada, lo que se dice nada. Y no recuerdo, tampoco, nada: no sube, por decir así, ¿desde dónde?, ningún relente, nada. No estoy tampoco en otro lugar: es siempre ahora, el mismo, frío, iluminado, con los libros amontonados, y los papeles, y el Campo de trigo de los cuervos, lugar. Estoy estando siempre, ahora, en el mismo, con la taza vacía y las manos cruzadas sobre el PARANATELLON, sobre la mesa, lugar. Y ahora me estoy levantando, estoy yendo por la terraza ahora negra, entre las luces fijas que brillan, en círculo a mi alrededor, desde los techos y las ventanas y las terrazas que se han borrado, viendo la luna dura, fría, redonda, que brilla, sin destellar, en el cielo. En el cielo de las siete, en invierno, está, redonda, fría, brillando sin destellar, decía, la luna. Y decía que otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en el atardecer, en la cocina, en invierno, la galletita, y subían, después, la mano, desde la taza de té, a la boca, dejaban la pasta azucarada, durante un momento, en la punta de la lengua, y en seguida, ¿y desde,dónde?, subía, como un vapor, el recuerdo. Y decía: que dejaba atrás la cocina, entraba en el aire azul y subía, con la taza en la mano, las escaleras. Con la taza en la mano: las escaleras. Estaba, en el cielo de las seis, dura, brillante, sin destellar, decía; la luna. Y decía: que la luz del fluorescente, titilando, imperceptible, hundía y sacaba, alternadamente, entera, de lo negro, la cocina. Ahora estoy estando en la punta de la escalera, en el aire oscuro, frío, de las ocho: y ahora estoy estando en el último escalón, estoy estando en el penúltimo escalón, estoy estando en el antepenúltimo escalón ahora. En el ante antepenúltimo ahora. Y ahora estoy estando en el primer escalón. Decía que ellos, otros, en otro, como quien dice, lugar, mojaban, durante un momento, en la taza de té, la galletita, se la llevaban, en seguida, a la boca, dejándola un momento reposar sobre la punta de la lengua, y empezaban, después, a drenar, por decir así, el bloque, empastado, de los años, porque había, todavía, para ellos, o en ellos, años, y decía que iba subiendo después, con la taza en la mano, las escaleras, que iba atravesando, en la penumbra azul, la terraza, y que miraba, alternadamente, la luna fría, las luces nítidas, girando, inmóviles, y en su lugar, alrededor, los techos, los patios negros, las terrazas, y que estaba mirando, más tarde, las manchas amarillas, azules, verdes, negras, pardas, enmarcadas, con mucho blanco alrededor, entre las varillas negras, que sobre un fondo, desordenado, de papeles, de libros, estaban la taza vacía, las manos cruzadas sobre la carpeta verde, bajo las letras irregulares, rápidas, en tinta roja, que decían PARANATELLON, que estaba estando, primero, en el último escalón, en el penúltimo, en el antepenúltimo escalón, en el ante antepenúltimo, en el primer escalón, en el patio, yendo otra vez, con la taza vacía, a la cocina que entra y sale, en su lugar, una y otra vez, imperceptiblemente, como todo lo demás, de lo negro. El chorro de la canilla cae sobre la taza vacía, y el agua humeante desborda. Me llegan, desde la sala, peculiares, las voces de la televisión, y subrayándolas, por debajo, o por encima más bien, o detrás, si se quiere, de a ráfagas, la música. Como solo. La carne fría, fibrosa, y el pan de la mañana, amasijados, mezclados, pasan, de a pedacitos, por la garganta. El vino negro los disuelve y los empuja hacia atrás, hacia el fondo. Han de estar, en la oscuridad, uno detrás de otro, bajando. Han de irse depositando en el fondo, donde la maquinaria ha de haber comenzado, ya, a trabajar. Y cuando me levanto, la comida, que ya es recuerdo, queda, en otro, por decir así, y en el que estoy todavía estando, y que debiera, sin embargo, ser el mismo, lugar. Ahora estoy estando en el primer escalón, en la oscuridad, en el frío. Ahora estoy estando en el segundo escalón. En el tercer escalón ahora. Ahora estoy estando en el penúltimo escalón. Ahora estuve o estoy todavía estando en el primer escalón y estuve o estoy todavía estando en el primer escalón y en el segundo escalón y estuve o estoy estando, ahora, en el tercer escalón, y estuve o estoy estando en el primer y en el segundo y en el cuarto y en el séptimo y en el antepenúltimo y en el último escalón ahora. No. Estuve primero en el primer escalón, después estuve en el segundo escalón, después estuve en el tercer escalón, después estuve en el antepenúltimo escalón, después estuve en el penúltimo y ahora estoy estando en el último escalón. Estuve en el último escalón y estoy estando en la terraza ahora. No. Estuve y estoy estando. Estuve, estuve estando estando, estoy estando, estoy estando estando, y estoy ahora estuve estando, estando ahora en la terraza vacía, azul, sobre la que brilla, redonda, fría, la luna. Fija, en el cielo, lisa, borrando, a su alrededor, las estrellas, y frente a mí, y refractaria, a su modo, chata, imaginaria, un nombre únicamente, una palabra, la luna. Enciendo, en el cuarto helado, la luz. Sobre la mesa, contra un fondo desordenado de libros, de papeles, a un costado del vaso lleno de lápices, de biromes, rojas, negras, verdes, azules, la carpeta verde, cerrada, en cuya tapa estoy escribiendo, en grandes letras rápidas, nerviosas, con tinta roja, PARANATELLON. Y en la pared, sobre el escritorio, con mucho blanco alrededor, detrás del vidrio, el Campo, ¿pero es verdaderamente un campo?, de trigo, ¿pero es verdaderamente trigo?, de los cuervos, y uno podría, verdaderamente, preguntarse si son verdaderamente cuervos. Son, más bien, manchas, confusas, azules, amarillas, verdes, negras, manchas, más confusas a medida que uno va aproximándose, manchas, una mancha, imprecisa, que se llama, justamente, así, porque de otra manera no se sabría, que no es, o que no forma parte, del todo: un límite. Y la llama del fósforo que llevo, con cuidado, hacia el cigarrillo que cuelga de los labios, ondula, una mancha, amarilla y azul, móvil, y se estremece, después, entera, cuando la soplo, varias veces, antes de apagarse. El humo sube, en la habitación, inmóvil. Va, por decir así, dispersándose. En el aire, iluminado, arabescos y láminas, y una bruma tenue, grisácea ahora, en suspensión, alrededor, especialmente, de la lámpara. Han de estar oyéndose, allá abajo, en la sala, las voces, peculiares, de la televisión, y detrás de ellas, y debajo, o alrededor, si se quiere, intermitente, la música. Intermitentes, las voces, peculiares, de la televisión, han de estar oyéndose, allá abajo, en la sala, que es otro, con la luz azulada que titila, y ellas dos sentadas en los sillones desde el atardecer, en la penumbra, lugar. Al sacudir, sobre el cenicero, en la mesa, el cigarrillo, el humo tiembla todo, deshaciéndose. Porque ellos, antes, otros, por decir así, podían: de una cara redonda, mate, con un hoyuelo, uno solo, en el pómulo derecho, de unos ojos, y de una frente en la que el pelo estirado hacia atrás, negro, nacía, de la ancha boca abierta, o cerrada, podían, proyectándose, algún signo, algún mensaje, una evidencia, o mejor, una certidumbre, como, por decir así, un diamante de su ganga, sacar. De un signo a otro, de un mensaje, o de una certidumbre, tiraban, por decirlo de algún modo, las líneas, y ponían, en el mundo, como una madre al parir, en el espacio, sólida, a la vista, externa, o como en el aire, volando, imaginariamente, en el vacío, una paloma, irrefutable, una construcción, que servía: una medida que por estar, solamente, cortaba, despedazaba, clasificando, dividiendo, adelante, atrás, después, antes, arriba, abajo, ahora, la mancha continua, vaga, errabunda, idéntica a sí misma, en cada punto, sin centro, y sin, más oscuro, o menos nítido, arrabal. Ningún mensaje, para mí, de ese hoyuelo, que se abre, con la risa, solitario, en el pómulo derecho, ninguna certidumbre que sacar: nada. Y el humo del cigarrillo que retiro, en este momento, de entre los labios, sube, parsimonioso, complejo, hacia el cielorraso. Ha de estar estando, a mi alrededor, iluminada, fría, las calles rectas y desiertas entrecortándose cada cien metros, constante, la ciudad. A mi alrededor, y concéntrica, apretándose, como anillos, la muchedumbre de casas, en uno de cuyos cuartos, en cada una, la misma imagen titila, azulada, tocando vagamente las caras vacías, sin expresión...

Juan José Saer(Argentina, Santa Fe, Serodino, 1937 - París, 2005)


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