Los poemas, incluso cuando son narrativos, no se parecen a los cuentos. Todos los cuentos tratan de batallas de una u otra clase, que terminan en victoria y en derrota. Todo se mueve hacia el fin, cuando se sabrá el resultado. Los poemas, ajenos a los resultados, cruzan los campos de batalla, atendiendo a los heridos, escuchando los locos monólogos de los triunfadores y los temerosos. Traen una especie de paz. No por medio de anestesias o tranquilizadoras confirmaciones, sino por medio del reconocimiento y la promesa de que lo que se ha experimentado no desaparecerá como si jamás hubiera existido. Sin embargo, no se promete un monumento. (¿Quién que esté todavía en el campo de batalla desea monumentos?) Se promete que el lenguaje ha acogido, ha dado refugio a esa experiencia que lo ha pedido a gritos. Los poemas son más parecidos a una plegaria que los cuentos, pero en la poesía no hay nadie a quien orar oculto tras el lenguaje. El lenguaje mismo debe escuchar y conceder. Para el poeta religioso, la Palabra es el primer atributo de Dios. En toda la poesía las palabras son una presencia antes de ser un medio de comunicación. Sin embargo, la poesía usa las mismas palabras y más o menos la misma sintaxis que, digamos, el informe general anual de una corporación multinacional. (Corporación que prepara, para su provecho, algunos de los más terribles campos de batalla del mundo moderno.) Entonces, ¿cómo puede la poesía transformar el lenguaje de tal modo que en vez de comunicar información, escuche y prometa y cumpla la función de un dios? Que un poema pueda utilizar las mismas palabras que el informe de una empresa no significa más que el hecho de que un faro y la celda de una prisión puedan construirse con piedras de la misma cantera, unidas con el mismo cemento. Todo depende de la relación entre las palabras. Y la suma total de todas las relaciones posibles depende del modo en el que el autor se relacione con el lenguaje, no como vocabulario, ni como sintaxis, ni siquiera como estructura, sino como principio y como presencia. El poeta sitúa el lenguaje más allá del alcance del tiempo: o, más precisamente, el poeta se acerca al lenguaje como si fuera un lugar, un punto de reunión donde el tiempo no tiene objeto, donde el tiempo está abarcado y contenido. Si la poesía habla a veces de su propia inmortalidad, esta demanda tiene mucho más alcance que la afirmación del genio de un poeta particular dentro de una historia cultural particular. En este caso, se deben diferenciar la inmortalidad y la fama postuma. La poesía puede hablar de inmortalidad porque se abandona al lenguaje en la convicción de que el lenguaje abarca todas las experiencias, pasadas, presentes y futuras. Hablar de la promesa de la poesía podría ser equívoco, pues una promesa se proyecta hacia el futuro, y lo que la poesía propone es precisamente la coexistencia del futuro, el presente y el pasado. Una promesa que se aplica al presente y al pasado así como al futuro es más bien una certeza.
John Berger (Inglaterra, Londres, 1926; Francia, Antony, 2017)
(Traducción Mirta Rosenberg)
El texto publicado fue extraido del Diario de Poesía Nº5 (Invierno de 1987).
No hay comentarios:
Publicar un comentario